La estrategia del general
Cuento. Al fallecer en 2010, el escritor y periodista Tomás Eloy Martínez dejó inéditas o dispersas en diversas publicaciones muchas de las narraciones que escribió a lo largo de cincuenta años. Tinieblas para mirar -de inminente aparición- reúne esos textos hallados en sus archivos, entre ellos el que aquí se reproduce por primera vez, concebido durante su exilio en Caracas
No había sido jamás un hombre de paciencia, y sólo porque la ropa que le probaban era su ropa de muerto aceptó el general Pacheco que lo encorsetasen con alfileres e hilvanes. En la mísera trastienda de la sastrería, entre maniquíes destripados e hilachas de lienzo, el general sentía que la estrecha cápsula de aire dentro de la que había vivido en los últimos tiempos (ese vago cilindro de atmósfera oxigenada que se achicaba y agrandaba según la tensión de sus nervios) había quedado reducida al mínimo tamaño de una aureola en torno de la piel: tenía la exacta medida del uniforme que Simón y su ayudante estaban probándole.
Protestó contra el largo excesivo de la chaqueta, descubrió que dos de los ojales estaban desalineados, supuso que los pantalones eran más anchos de lo que pedía el reglamento y cuando Simón le demostró, centímetro en mano, que estaba equivocado, adujo que el centímetro de la sastrería tenía las medidas confundidas, para sosegar a los incautos. Serafina, la mujer del general, reclamó que entallaran un poco más la chaqueta, pero Simón sostuvo que ceñía el abdomen con todo respeto, y el general acabó dándole la razón. No quería que, una vez acomodado en el ataúd, pareciera embarullado por la grasa. Prestó especial atención a los dibujos de las palmas doradas en el borde de las mangas y en el cuello de la chaqueta. Las comparó con los dibujos del catálogo que había pedido a la Sastrería Militar y encontró algunas economías en el laberinto de las hojas. Simón adujo que el hilo de oro había sido insuficiente.
Eso me pasa por acudir a chapuceros -dijo el general Pacheco-. Debí haber encargado el traje a Buenos Aires.
-No te hubiera dado tiempo -reflexionó Serafina-. Tienes demasiadas pretensiones para morirte.
Hacía ya meses que el general venía preparándose para la muerte. En la ociosidad de Santa María, había examinado con serenidad su condición mortal y había llegado a la conclusión de que efectivamente moriría. Durante algún tiempo, había desechado sucesivas fórmulas para esquivar el accidente de morir, aplicando los cálculos de probabilidades que le enseñaron en la Escuela de Ingenieros. Carecía prácticamente de todo riesgo de inmortalidad. Había llegado a pensar que si todo nacimiento es una mera consecuencia del azar, si él había podido acceder al mundo porque sus antepasados habían ido zafándose a tiempo de pestes o duelos fatales, de guerras y matrimonios inconvenientes; si su nacimiento era el cabo final de infinitas fortunas, por qué no podía haber en el azar otro resquicio idéntico que invirtiera los términos y le permitiera no morir: uno de esos relámpagos que se abren repentinamente en el destino como las grietas en la pared, algo que le permitiera adelantarse o retroceder cada vez que la muerte se le ponía por delante. Combatir a la muerte con su voluntad de no morir.
La primavera había despejado el viento de las calles de Santa María, y las tormentas de polvo empezaban a marchitarse. El general y Serafina salían por las tardes a ver cómo el polvo iba volviéndose amarillo, y luego sucumbía, encorvado, sobre el lecho seco del río. Desde hacía tiempo no se animaba a salir ya, por temor a que el camino hacia Tucumán adelantara su enfrentamiento con la muerte. No es que fuera temeroso: es que había una cuestión de orgullo en el combate. Se había lanzado a él aplicando lo que sabía de estrategia: esperar a la muerte por los flancos, sortearla con un movimiento del cuerpo, en fin. Por fin había creído encontrar la manera de demorarla un poco: la carta robada, en fin. Si se ponía a esperar la muerte como si ésta hubiera pasado ya, era posible que la muerte se confundiera y lo olvidara. Fue a mediados del invierno, una tarde en que despreciaba los mates cebados por Serafina, cuando cayó en la cuenta de que la muerte era una ceremonia para la que nadie se preparaba. Las madres recibían a los recién nacidos con el ajuar bien provisto, las novias organizaban sus equipos de matrimonio, pero con la muerte nada: por no pensar en ella, los hombres permitían que los acometiera de sorpresa. Y así perdían fatalmente.
Habían pasado veinte años desde su retiro, y el general no había hecho nada útil, ni siquiera útil para sí mismo. El casamiento de una sobrina con el hijo del comandante en jefe le había valido las palmas de general cuando su mediocridad, decían las juntas de calificaciones, lo hubiera condenado a ser desahuciado. Le concedieron un oscuro destino de oficinista: el comando de una región militar, la de Tucumán, donde el mando de tropa era ejercido por un teniente coronel y él debía contentarse con disponer que columnas de expedientes burocráticos fueran y volvieran de sus oscuros destinos. Sabía de antemano que ese premio consuelo no iba a durarle demasiado. Cuando al fin lo retiraron, algunas empresas le ofrecieron funciones más o menos confusas en sus directorios. Era la costumbre, y todo ocioso general en retiro acababa más o menos del mismo modo, golpeando las puertas de ex funcionarios o condiscípulos más afortunados para que favorecieran con sus decretos los designios de la firma que lo había asalariado. Pero el general Pacheco ni siquiera tenía estómago para ser eficaz en esas comisiones de influyente. De manera que al cabo de otro año opaco, lo enredaron en la empresa con explicaciones sobre reducción de personal y el general comprendió que debía marcharse.
El doble fracaso lo demolió. No tenía quebrantos ni dificultades económicas. Serafina lo había dejado sin hijos y era una mujer que compensaba la frialdad en la cama con sus modestas exigencias para la vida. De manera que los muchos años de frugalidad le habían permitido al general mantener un departamento en Tucumán y construirse una espaciosa casa colonial en el valle de Santa María, cerca del río. Las expresiones de lástima por sus fracasos con que empezaron a atenderlo sobrinos y allegados lo ahuyentaron de la capital. Fue entonces cuando Serafina, que sufría de asma crónica, le sugirió que sus bronquios necesitaban el aire seco y fuerte de Santa María para salir adelante. Al salir de Tucumán, el general metió en el baúl del automóvil un óleo del combate de San Lorenzo que lo había acompañado en todos sus destinos, un ejemplar encuadernado de los reglamentos militares, la Vida de Napoleón por Ludwig, el tratado De la guerra de Clausewitz, y la fotografía dedicada del comandante en jefe. Supo que esas posesiones eran lo que más le importaba en el mundo, y llevarlas consigo a un viaje de veraneo tenía un significado preciso: ambos, el general y Serafina no tenían intención de regresar nunca.
En Santa María, el general alcanzó la felicidad de descubrir que todas las cosas eran como parecían. Advirtió que toda su vida había seguido un rumbo equivocado: que se había movido entre motines e intrigas de palacio, deliberaciones sobre los inevitables infortunios de los gobiernos regidos por civiles y le había tocado pronunciar discursos en cuyo significado no creía. Había ido siguiendo la zigzagueante línea de los acontecimientos políticos: de pronto se encontraba elogiando la democracia o encareciendo las virtudes de la revolución cuando en verdad no le importaban una ni otra. Sólo se sentía dichoso en la remota penumbra del hogar, contemplando el progreso de los días y los secretos verdes que rumiaba la naturaleza. Había llegado a su punto por un secreto instinto de colocarse siempre al lado de los vencedores, por intuir a quién correspondería la victoria. Pero no había tomado jamás la delantera. Había sido un subordinado obediente, adicto a la disciplina, con el exacto don (o disposición) de mando que exigían los reglamentos. Que no le pidieran imaginación, porque la palabra lo asustaba.
En Santa María, no había personaje más ilustre que él. El intendente inventaba pretextos para visitarlo, y cada vez que el general iba al club social a jugar a los dados, los sábados por la noche, siempre encontraba algún comedido que le cedía su puesto en la mesa de juego. Sobraban las mujeres dispuestas para ayudar a Serafina en el cuidado de la casa, abundaban los vecinos que llamaban a su puerta para ofrendarle una ollita de mote, humitas, empanadas o dulce de cayote. Se le enmohecían los alfajores de capia y las tortas de turrón en la despensa, pero no se atrevían a deshacerse de ellos por temor a que los que se los habían obsequiado, siempre tan pendientes de lo que hacían, husmeasen en los tachos de basura. La única diversión que se permitió para sí solo fue una mesa de arena en la galería del fondo. Sobre ella dispuso montañas iguales a las que se veían desde la aldea, dibujó las sinuosidades del río y organizó con paciencia, ayudándose con las casitas para armar que traía el Billiken, un pueblo cuyo diseño era casi idéntico al de Santa María, con sus almacenes de abastecimientos, la torre de la iglesia, la comisaría y la terminal de ómnibus. Luego, sobre la mesa, con los ejércitos de plomo que había ido comprando sigilosamente en la juguetería, imaginaba ataques por sorpresa de fuerzas enemigas: inventaba guerras de provincia contra provincia, incursiones de guerrilleros contra vecinos pacíficos, y luego, luchas de civilizaciones contra civilizaciones: imaginaba que los soldados rojos eran hordas de marxistas que agredían la calma de la patria, y se ingeniaba para colocar los cañoncitos y las defensas de tal manera que sus victorias fueran inevitables. Así pasaba los días. Poco a poco fue descubriendo que la vida tenía un sabor más dulce que el de los cuarteles. Podía cambiar a su antojo el nombre de las cosas, bautizar de nuevo a los árboles y a los monumentos históricos, descubrir sonidos nuevos en la lengua de todos los días. Cuando Serafina estaba de buen humor, ensayaba con ella: "No trumes asona el rumo que va a lisársete el zope", decía, para insinuarle que el pollo había estado demasiado tiempo en el horno y podía quemársele. Pero luego, cuando advertía que la invención era tímida y respetuosa en exceso de la sintaxis convencional, buscaba nuevos modos de enredar a las palabras: "Fruma que asmante, Finita", declamaba, o bien: "Asa tu asma ni te amo". La mujer trataba en esos percances de quitarse al general de encima como podía.
"Dejame en paz, Anselmo", se le zafaba. "Por falta de tiempo, no me supiste hacer mujer cuando estabas en servicio. Ahora que te has jubilado, aprende por lo menos a no aburrirme."
Al general le había resultado siempre intolerable que Serafina le echara la culpa de su frigidez, y había buscado confirmar su hombría en otros brazos más tolerantes. Pero en el cuartel había ido dándose cuenta, ya de muchacho, de que era demasiado veloz en los abrazos amorosos, y de que se declaraba satisfecho apenas empezaba el juego. "Ejaculatio precox", había dictaminado un oficial de sanidad, una noche de borrachera. El general, sin saber muy bien lo que significaba el latinajo, lo había dormido de una trompada, por si acaso la frase quería insinuar que era un maricón.
Una mañana, cuando estaba en la mesa de arena conduciendo una emboscada contra tropas irregulares de Bolivia que habían avanzado sobre Santa María luego de sucesivos ataques en cuña, un tiro mal calculado de cañón, hecho por la retaguardia de sus tropas, derribó su efigie de plomo, que simulaba observar las escaramuzas desde una hondonada del cerro. El general quedó paralizado por la sorpresa, como si la bala del cañón lo hubiese derribado de veras, y no oyó las voces de protesta de Serafina porque la sopa se enfría y ya es hora de que te olvidés de la milicia, Anselmo Pacheco, que no te ha dejado más felicidad que la de tu miserable jubilación. El repentino fogonazo de la muerte sumió al general en una meditación que duró semanas. Siempre había creído que no había otro más allá que el de la memoria de los hombres, y aunque confusamente, sabía que su rastro era débil, apenas una oscura huella en el agua frívola de Serafina. Se dio a pensar entonces en la desatención con que los hombres aguardaban a la muerte, por temor a que la mera invocación de su nombre fuera suficiente para atraerla. Esa noche, en el club social, cuando el panadero arrancó a los dados una generala servida, el general deslizó, tanteando:
-Sacar una generala servida es más difícil que encontrar la inmortalidad.
Funes, el médico, que estaba siempre alerta a cualquier tema de discusión, le pescó la intención al vuelo.
-¿Cómo dice, mi general? Con todo respeto, creo que se está equivocando muy fiero. Cinco dados iguales lanzados de una sola vez pueden salir dos veces en una noche, o nunca. No son un desatino. Pero todavía no se ha visto a nadie que le esquive el cuerpo a la muerte, aparte de Dios.
-Yo no estoy de acuerdo -dijo el general, frenando el cubilete en el aire-. Lo que me parece es que todavía nadie se ha animado a intentarlo en serio. Hemos aprendido a prolongar la vida, con las zonceras de la medicina. Pero no a conservarla para siempre. Yo, que he sido un alumno muy aplicado de la Escuela Técnica, sé perfectamente que no hay ley de la física o de la biología que no pueda ser violada. La muerte es un fenómeno que se produce en el tiempo. Toda la gracia consiste en adivinar su golpe: en descubrir a tiempo cuándo llegará. Y estar alerta para adelantársele o para retrasarse.
De vuelta para su casa, luego de haber dilapidado doscientos pesos en la mesa de juego, el general tuvo la primera vislumbre de su inmortalidad: advirtió que la muerte, como el nacimiento, era una pura cuestión de ceremonia. No durmió. Tampoco se atrevió a confiarle su idea a Serafina, porque jamás había hablado con ella de las cosas que eran verdaderamente importantes.
Se levantó muy temprano, hojeó como todos los días el manual de Clausewitz, hizo un poco de gimnasia, y apenas abrieron las tiendas se apersonó al sastre.
-¿Podría conseguir un catálogo de la sastrería militar? -le preguntó. Quiero que me haga cuanto antes un uniforme de gala.
-¿Van a nombrarlo ministro, general? -preguntó el sastre.
-No sea zopenco. Estoy preparándome para mi entierro.
El sastre recobró el aliento y empezó a ponderar su inexperiencia. Nunca había hecho un uniforme de oficial, y tenía temor de enredarse con las charreteras, de confundir los hilos dorados, de no acertar con las guardas de los pantalones.
-¿Por qué no se hace un viajecito a Tucumán? -sugirió-. Son solamente tres horas de automóvil.
-Si me voy, no vuelvo -dijo el general-. Y para lo que estoy buscando, necesito esperar a la muerte aquí.
-Mande las medidas y pida que le envíen el uniforme por encomienda.
-¿Cuándo ha sabido que un general de la Nación haga eso? Usted es el sastre de Santa María. Si no es capaz de hacerme un uniforme, lo mejor será que se mude para otro pueblo y ceda su lugar a una persona más competente.
El sastre prometió que haría lo que pudiese.
El general se encaminó luego a la funeraria y pidió que le hicieran un presupuesto para un velatorio de lujo.
-Quiero candelabros de bronce, velones de doble diámetro y que me consigan el Cristo de la parroquia para la capilla ardiente.
Le ofrecieron también un ataúd de caoba con incrustaciones de plata.
-Nada de eso -refutó-. Quiero un cajón de madera barata, de esos que se pudren cuando los toca la tierra. Total, no pienso usarlo nunca.
Tinieblas para mirar
Tomás Eloy Martínez
Alfaguara