La escritura en la piel
La lectura de Yo recordaré por ustedes, de Juan Forn, selección de sus contratapas de los viernes en Página 12, me llevó a escribir una columna que se publicó el último domingo en el suplemento Ideas de este diario. Uno de esos textos, “El estornudo de una mosca”, estupendo retrato del celebrado compositor argentino-alemán de vanguardia Mauricio Kagel (1931-2008), traza un notable perfil de la madre del músico. Ella fue, a la vez, quien lo orientó hacia la música, la que le facilitó el camino y su primera, embelesada, y fogosa admiradora. No conocí a Kagel, pero en 1962 compartí con su madre la sala de interminable espera en el consultorio de un médico clínico y dermatólogo. Esa señora está unida en mi memoria a Álvaro Alsogaray, en aquel momento ministro de Economía del presidente José María Guido, y al servicio militar.
La señora Kagel y yo éramos perfectos desconocidos, pero como el doctor no había llegado y no había revistas para entretenerse; ella empezó a hablar de la falta de puntualidad y de seriedad de los argentinos; de inmediato pasó a la economía nacional y a Alsogaray. Como esas enamoradas que no pueden dejar de mencionar a su amado; de pronto, me empezó a informar sobre su hijo, que había tenido que dejar la Argentina para poder seguir su carrera. Me recitó el currículum del joven talento; y me detalló sus estudios en Alemania con el supremo referente de la vanguardia, el gran maestro Karlheinz Stockhausen. En veinte minutos, la señora me resumió la historia de la música serial, de la postserial, de la electrónica y el efecto de la aparición en ese campo de batalla de Mauricio. Nunca había estado ante una pasión materna como aquella; en comparación, la de mi madre, que yo consideraba excesiva, rozaba el desamor. Ni siquiera ese desborde maternal me impedía pensar en lo que me había llevado a ese consultorio. En el fondo, yo estaba allí por las mismas razones que Kagel se había ido a Alemania: por la economía, por Alsogaray.
En aquellos años, los jóvenes de 20 años debíamos hacer el servicio militar. Los estudiantes universitarios lo podíamos adelantar o postergar dos años. Yo había elegido la postergación, pero había llegado el momento de “cumplir con la patria”. La gran mayoría de los universitarios no teníamos ganas de retrasar nuestros estudios y de someternos al régimen militar. La única posible salvación era la revisación médica. Si uno tenía o se inventaba una enfermedad “razonable”, podía ser considerado “no apto”. Ese año, la crisis económica, hizo que Alsogaray redujera el presupuesto militar. Se rumoreaba que iban a disminuir el número de conscriptos y que se darían instrucciones a los médicos de declarar no aptos a una considerable cantidad de muchachos.
Fui a la primera revisación médica munido de una importante cantidad de certificados que atestiguaban mi precario estado de salud. Casi todos hicieron lo mismo. Puse ante el médico que me revisó esas constancias y me dio la gran sorpresa: me eximió del deber patrio por dos males que no figuraban en mis certificados y que yo jamás había oído mencionar: “distonía neurovegetativa” y “dermografismo”. Salí feliz, pero intrigado. Por eso, fui a consultar al médico cuya espera me había introducido en la música más avanzada. No voy a referirme a la “distonía neurovegetativa” porque sería largo, pero sí a la interesante explicación que me dio mi clínico sobre el dermografismo. Me dijo. “Habrá notado que, si se raspa o se lastima ligeramente la piel, se le forman ronchas; ese es el síntoma del dermografismo. Es la llamada ‘escritura en la piel’. Le gusta la literatura, ¿no?” Se lo conté a Mujica Lainez. “Manucho” enarcó las cejas y me dijo: “Lo tuyo es destino. ¡Qué chic!”.