La escritora Laura Ramos despide a Sergio De Loof, el lord Byron de Berazategui
Los últimos días recibía a los amigos con un gesto principesco en el brazo, como un lord Byron invitando a un salón de Villa Diodati, arrastrando el carrito del suero por el piso, una Niní Marshall del Nuevo Berazategui. Su mejor amiga tenía miedo porque alguien había dicho que allí mismo le habían cortado la pierna equivocada a una jubilada, pero Sergio De Loof, el artista proletario con apellido nórdico, no le temía a la muerte sino al olvido.
El olvido quedó conjurado con la muestra que se inauguró en noviembre de 2019 en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, que de modo oficial decretó que ese dispositivo inclasificable llamado De Loof era una obra de arte en sí misma, que su obra era su vida.
A los veinte años filmó a sus amigos en Súper 8, los había vestido con ropa del Ejército de Salvación, su ropero fetiche. Y a fines de los 80, cuando el under se ubicaba en Cemento y el Parakultural, él abrió el bar Bolivia, un club de jóvenes artistas, una comunidad utópica que propuso nuevos modos de existencia. En su primer desfile puso en la pasarela "a negros, a latinos, a petisos, a desclasados", cien chicos vestidos en el Cottolengo que cruzaban la calle México, cortada por él. Y luego vino el club El Dorado. Fue una revolución social y sexual: "Todos eran dark y vestían de negro y nosotros nos poníamos colores fluorescentes del Altiplano, verde cotorra, rosa chicle". En el árido campo del rock y del punk, el canto deloffiano diseminó un glam criollo, modos no heterosexuales de relación, y en ese plano fue una revolución.
"Yo de chico quería ser rico, y de tanto desearlo me volví pobre", decía. En esa paradoja residía su iluminación. En los espacios que inventaba, ponía velas y lámparas a kerosene, arañas de cristal con caireles comprados en las ferias de segunda mano. Anacrónico y a la vez situado en el centro mismo del presente, ideaba y decoraba espacios que devinieron en sistemas de referencia del arte, la moda, la música y la noche. Sus desfiles y sus obras llegaron a la Bienal de Porto Alegre, al Instituto Goethe, al Museo Fernández Blanco, a la Alianza Francesa, al Malba.
Desde hacía unos diez años usaba Facebook para hacer obra: un diario íntimo que denunciaba, por oposición, la hipocresía de la red social cuando revelaba sus estados de ánimo ("Pienso en el suicidio"). Como Osvaldo Lamborghini, como Juan Carlos Onetti, Sergio De Loof hizo sus últimas obras desde la cama y en pijama. Con modales de monarca caprichoso recibía las botellas de whisky (pasaporte indispensable para visitarlo) a escondidas de su padre. Vivía en el barrio de Berazategui ("un barrio horrible"), rodeado de pieles apolilladas y revistas Vogue.
La tarde de su última internación, después de una noche insomne en la editorial Mansalva, la enfermera le incautó dos botellas de whisky y unos cigarrillos que había escondido en la mochila, debajo de la cama, en una conjugación del vivir peligrosamente de Nietzsche.
Laura Ramos es escritora y periodista. Su libro más reciente es Infernales. La hermandad Brontë
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