La era de la venganza
En la tercera de las Mil y una noches, Sherezade cuenta esta historia. Había un pescador viejo y muy pobre que solía arrojar las redes al mar apenas cuatro veces al día. Una tarde, tras arrojar sus redes tres veces y no sacar más que barro y piedras, imploró a Dios que perdonara su impaciencia y que recordase que solo arrojaría sus redes una vez más. Entonces el pescador arrojó sus redes por cuarta y última vez. Notó que las redes estaban pesadas, y al recogerlas vio que había levantado una pequeña botella de metal. Con curiosidad por ver lo que contenía, el pescador destapó la botella con su cuchillo y la sacudió para extraer su contenido. Para su asombro, de la botella surgió una densa columna de humo que se elevó hasta tomar la forma de un efrit, un genio de tamaño colosal que mirando al pescador desde arriba le dijo:
"Soy uno de los efrit herejes que el rey Sulaymán, hijo de Dud, confinó en una botella como castigo por no someterse a su voluntad. Arrojado al fondo del mar en mi prisión, allí permanecí durante mil años, y prometí concederle todas las riquezas el mundo a quien me liberase… pero nadie vino. Durante mil años más, prometí toda la sabiduría del mundo a quien me salvara… pero tampoco vino nadie. Durante los terceros mil años prometí cumplirle tres deseos a quien me liberase… y nadie vino tampoco. Presa de un ataque de furia, prometí entonces que mataría a quien me liberase. Así que prepárate a morir, ¡oh!, mi salvador."
Tal vez también nosotros hayamos llegado a ese cuarto milenio, el punto en que la paciencia se agota. Ahora, con la ventaja de la mirada retrospectiva, es obvio que todo indicaba que esto iba a pasar. Nuestra historia, siempre y en todas partes, ha estado tan plagada de abusos, injusticias y crueldades que al leerla uno se pregunta cómo esa cloaca de odio no se ha desbordado hasta tragarnos. Al igual que el genio de la botella, durante siglos y siglos las víctimas les han dicho a sus victimarios: si nos liberan, todos prosperaremos; si nos dan voz, todos seremos más sabios; si nos dan la igualdad, todos intentaremos vivir juntos en alguna clase de armonía racional. Pero ya no. Ahora, finalmente, las víctimas han decidido que el tiempo de la paciencia se terminó. ¿Recuerdan el título del libro de James Baldwin, The Fire Next Time? Bueno, esa próxima vez ya llegó.
Una de las tantas maneras en que puede visualizarse esa ficción que llamamos historia —como lo imaginaron ingenuamente Ariel y Will Durant— es a través de los humores característicos de cada uno de los así llamados periodos, a través del sentido que aparentemente impregna una década, un siglo, una era, como la Era de la Razón, la Era de la Incertidumbre, etc. Para nuestros tiempos, para este nuevo milenio, creo que el sentimiento predominante nos obligaría a llamarlo Era de la Venganza. Hoy hay millones de voces que parecen decir con voz cada vez más potente: "Llegó nuestro turno". No piden por favor, no tratan de convencer, ni siquiera están reclamando paciente y razonablemente justicia. Directamente incendian el camino para abrirse paso, y ciertamente no están usando el fuego para iluminar a nadie. Combaten la intolerancia con intolerancia. Y no esperan camaradería.
No soy un defensor de la tolerancia en el sentido que suele usarse esa palabra. ("Debemos ser tolerantes con los homosexuales, porque su sexualidad es un estado detenido", abogaba un prestigioso psiquiatra argentino en 1992; "Tenemos que tolerar a los judíos o se declararán a sí mismos como los mártires del mundo", argumentaba Martin Heidegger en 1933.) La tolerancia, que en su sentido positivo suele implicar una postura antijerárquica, actualmente suele implicar una jerarquía, alguien que condesciende "ser tolerante" con otro y exige gratitud a cambio. La tolerancia es un tipo de filantropía que termina consumiéndose a sí misma. "La tolerancia", escribió E.M. Forster en Dos hurras por la democracia, "meramente significa soportar a la gente, tener capacidad de aguantar algo". Pero la intolerancia también es autodestructiva: es una forma de suicidio.
Directamente incendian el camino para abrirse paso, y ciertamente no están usando el fuego para iluminar a nadie. Combaten la intolerancia con intolerancia. Y no esperan camaradería.
En ese sentido, tanto la tolerancia como la intolerancia rechazan la idea de igualdad. No se puede ser tolerante —o intolerante—, con alguien a quien se percibe como poseedor de idénticos derechos y responsabilidades que uno mismo. Nuestra historia, a pesar del esperanzado lema de la Revolución Francesa, parece confirmarlo. Parecemos condenados por arreglos o desarreglos que se produjeron antes de que naciéramos, y de los que somos herederos, queramos o no. La historia podría hacernos creer que el pescador está condenado a las tradicionales trampas de su clase abusada, como Salomón o el genio de la botella lo estaban a las suyas, en tanto herederos de sus roles respectivos de rey y de esclavo. En La musa de la historia, el poeta Derek Walcott se pregunta: "¿Quién en el Nuevo Mundo no tiene un horror en su pasado, ya fuese su ancestro un torturador o una víctima? ¿Quién, en lo profundo de su ser, no grita en silencio su reclamo de perdón o de venganza?"
La intolerancia engendra intolerancia. Tras ser degradado de bibliotecario municipal a inspector de aves por el presidente Perón, Jorge Luis Borges dijo lo siguiente: "Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez". La intolerancia es una forma de idiotez, en tanto es ciega a la riqueza del individuo y solo es capaz de manejarse con estereotipos. Pertenece a la misma categoría que los prejuicios, donde el raciocinio es suplantado por el cliché, por el preconcepto.
Y sin embargo, la intolerancia de esta era, como la retribución del genio a su liberador, viene de gente que ya no sabe más qué hacer. Tal vez no nos sintamos culpables de los pecados de nuestros padres, o incluso de nuestros contemporáneos, pero como la regla establecida es identificar a las personas por los rasgos de un grupo determinado —el método del racismo—, esas personas a su vez nos identifican exactamente de la misma manera. Esos estereotipos siempre son hijos de la ignorancia. Y la ignorancia, como dijo Montesquieu, es la madre de la tradición. Para Salomón, el genio era apenas un esclavo más; para el genio, Salomón es apenas un opresor más. Como durante siglos los negros fueron vistos como cabezas de ganado por los miembros de la sociedad blanca, los miembros de la sociedad blanca son vistos por los negros (según la descripción de Louis Farrakhan) como "una manada de lobos", y todo acto que afecta a los negros es visto como parte de una actitud racista generalizada. Nuestra sociedad estableció la generalización como norma, y ahora las generalizaciones son la norma. Como escribió el novelista aborigen australiano Mudrooroo: "La norma nunca es normal".
Hasta cierto punto, el prejuicio es una cuestión de pronombres. El énfasis en "nosotros" es exclusivo: ese "nosotros" significa "vos no". Esto escribía Rudyard Kipling en 1919:
Toda la buena gente concuerda
Y toda la buena gente dice,
Que toda la gente buena, como nosotros, es Nosotros
Y que todos los demás son Ellos:
Pero si en vez de cruzar la calle
Cruzaras el mar, podrías terminar (¡te imaginás!)
mirándonos a Nosotros
¡Como a una especie de Ellos!
Lo que muchos de los que están en el poder parecen olvidar es que la formación de cualquier grupo con el propósito de excluir —a negros, mujeres, judíos, gays, indígenas, o cualquier grupo étnico o nacional segregado que se les ocurra— instantáneamente le garantiza a ese grupo los mismos métodos. Al excluir a alguien del nosotros, nos excluimos a nosotros de ese alguien. Cuando decimos "no sos nosotros", también decimos "no somos vos".
Lo mismo puede decirse de los libros que leemos. El acto de leer nos rinde una clase especial de conocimiento, que puede resultar en una transformación de nosotros mismos y del mundo que nos rodea, que puede afectar misteriosamente un profundo cambio epistemológico; o caso contrario un acto en sí mismo, una experiencia tipo cinta de Moebius, trazando infinitamente su único lado. Para Shelley, la poesía sentaba las leyes que nos permiten comprender el mundo; para Tristan Tzara, la poesía no tenía otro rol que distraernos del mundo. Shelley tenía razón al pensar que en tanto lectores, somos capaces de dar sentido al caos del mundo a través de esos garabatos; Tzara tenía razón en que el poema no es más que garabatos en una página.
En lo personal, si me perdonan el tono personal, siempre he visto la literatura, su conversión por el acto de la lectura, como un proceso de expansión en el que el texto se convierte en un palimpsesto a medida que en sus palabras leo las muchas capas de otras lecturas. Por más que esto no haya tenido un efecto visible inmediato en nuestra sociedad, sigo creyendo en la eficacia de los "garabatos", porque empoderan al lector para actuar de otra manera, para leer "venganza", por ejemplo, donde alguien escribió "búsqueda de justicia por la fuerza". La literatura se redefine a partir de su propio material, no rechazando, sino releyendo, y sugiero que nuestra tarea es seguir proponiendo nuevos puntos de vista, para ver con más claridad las presencias y ausencias que nos hacen sufrir, y para concederles, en definitiva, el lugar común que les corresponde.
Pero ese proceso de redefinición, de renovado uso de los garabatos, ¿tiene límites? Acá tal vez nos sirva un ejemplo clásico.
El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, ha sido leído por Chinua Achebe en clave racista, al punto que pesar de sus méritos literarios, Achebe dice estar anonadado de que el texto sea considerado un "clásico en inglés". Todos los elementos que Achebe identifica como racistas se encuentran, efectivamente, en la novela de Conrad.
Por ejemplo, Marlow, el narrador, describe a una multitud de africanos como "una masa de cuerpos desnudos, cobrizos, que respiraban y se estremecían". Al frente había tres hombres "cubiertos de un fango rojo brillante de los pies a la cabeza. Miraban al río, pateaban el piso, sacudían sus cabezas con cuernos, contoneaban sus cuerpos colorados, y agitaban un manojo de plumas negras ante el feroz demonio del río, un pellejo sarnoso con una cola que colgaba, algo que parecía una calabaza seca; y por momentos cantaban juntos una retahíla de extrañas palabras que no parecían sonidos de ningún idioma humano; y los susurros profundos de la multitud, interrumpidos de pronto, eran como las respuestas de una letanía satánica."
Comparémoslo con otro ejemplo, en este caso de un texto menos clásico:
"Brandon era chapado a la antigua y las mujeres de posguerra no lo atraían en absoluto. Les reconocía sus grandes cualidades y muchas veces su excepcional inteligencia, pero su ideal se remontaba a otro anterior, a las mujeres del tipo de su madre, que cuando enviudó siguió cuidando la casa para él hasta su muerte. Ella era su ideal femenino —reposada, comprensiva, leal—, alguien que hacía propios los intereses de su hijo, que se había concentrado más en la vida de su hijo que en la suya propia y que había encontrado en sus progresos y triunfos el corazón de su propia existencia. Lo que Mark quería, en realidad, era alguien que se conformara con fundirse en él sin buscar dejarle marca alguna de su personalidad, ni desarrollar un entorno independiente. Tenía inteligencia suficiente para saber que el punto de vista de una madre debía ser inmensamente diferente del de cualquier esposa, sin importar lo perfecta que fuera la devoción de esta última. Y conocía a suficientes hombres casados para tener sus dudas de si la mujer que buscaba podía hallarse en el mundo de posguerra. Sin embargo, se permitía conservar la esperanza de que esa mujer a la antigua seguía existiendo, y empezó a pensar dónde podía encontrar dicha compañía."
La fuente es una de las más famosas novelas de detectives inglesas de la Edad de Oro del género, y un clásico según Borges: Los rojos Redmayne, de Eden Phillpotts, publicada en 1920.
Como lector, puedo tomar las decisiones que quiera. Los elementos del texto —según el tono con que se lo leo, el sentido del humor que se tenga, la experiencia, el conocimiento del contexto, y otras cosas— pueden transformarse de muchas maneras, por eso que la semióloga italiana Giovanna Franci llama L'ansia dell'interpretazione, el deseo ansioso de interpretar. En Los límites de la interpretación, Umberto Eco sugiere que la interpretación "abierta", lo que una vez llamó "el cáncer de la interpretación descontrolada", encuentra su límite en el sentido común del lector, y que hay una respuesta básica común ante un texto, una respuesta que permite un ínfimo de comunicación.
En el caso de Conrad, por ejemplo, la lectura "racista" de El corazón de las tinieblas es por supuesto posible. Y sin embargo, no creo que esa lectura sirva.
En esencia, en el corazón de las tinieblas no está África, ni la visión del hombre blanco sobre África, ni los "negros salvajes" que describe ese pasaje ofensivo. En el corazón de las tinieblas está Kurtz. "Su alma estaba loca", dice Marlow. "Al quedarse solo en la selva, había mirado en su interior, y ¡cielos!, puedo afirmarlo, había enloquecido. Yo también tuve un atisbo de ella, una prueba que tuve que pasar debido a mis pecados, supongo. Y ninguna oratoria habría sido capaz de marchitar mi fe en la humanidad más eficazmente que su estallido final de sinceridad." Acá el asunto es que Kurtz, y después Marlow, y tarde o temprano todos nosotros, debemos atravesar la prueba de mirar en nuestro interior. Y como vivimos en el mundo que vivimos, no lo haremos en un entorno de nobles ideales de igualdad humana, respeto mutuo o incluso amor de los unos por los otros. Tenemos que hacerlo en esta cloaca que hemos creado, entre gritos de muerte y venganza. Sería arrogante si negara la experiencia de Achebe como lector, y los pasajes racistas están ahí, y le pertenecen a Kurtz y definen su mundo, y el mundo de Marlow, y el de muchos admiradores de Conrad, ustedes y yo. Pero si eso refleja o no refleja el punto de vista personal de Conrad sobre el tema es algo que ahora solo es objeto de discusión en lugares finos y privados. En el texto, la cuestión es irrelevante, porque Conrad (quienquiera que fuese) no es parte del discurso de El corazón de las tinieblas. Esa imagen de "negros salvajes" sigue siendo la que perciben la inmensa mayoría de nuestros vecinos, los jurados blancos alrededor del mundo, los policías en Estados Unidos, los lobistas antiinmigración en Australia, los honestos ciudadanos rurales en Francia. "¿Entiende lo que dicen?", le pregunta Marlow a Kurtz hacia el final del libro, en referencia a los cantos de los negros. "¿Cómo no?", responde Kurtz, quien poco después muere, probablemente creyendo que entendía. Y Marlow, que sigue fiel a Kurtz hasta el final, "e incluso más allá", probablemente también lo cree. Él también morirá, en algún momento fuera de la novela, creyendo la gran mentira del imperialismo: que el victimario es en definitiva la víctima. Lo que hace de El corazón de las tinieblas una gran novela —a pesar de lo que lee Achebe—, es que no barniza ese horror: pero no el horror que ve Kurtz, sino el horror del mundo entero, fruto de la humanidad en su conjunto, tanto en Europa como en África. Y es irrelevante si Conrad lo cree o no. Una gran obra de arte siempre es superior a su creador. "Hay esperanza, pero no para nosotros", decía Kafka. El epígrafe de El corazón de las tinieblas podría ser ese…
La cita de Los rojos Redmayne plantea otras preguntas. Para empezar, ¿cómo reaccionaron los primeros lectores del libro ante ese pasaje? Es de suponer que sin sorpresa ni risa. Si bien tal vez algún que otro lector haya sentido otra cosa, es increíble pensar lo poco llamativo que debe haberle parecido ese pasaje a la inmensa mayoría de los lectores de entonces. ¿Pero qué significado le da un lector de hoy? Más allá de justificar la bronca por la reducción a "acompañante" que hace Phillpotts, ¿acaso el párrafo no nos ofrece un buen punto de partida para explorar los presupuestos literarios generales de esa época? 1922 fue el año de publicación del Ulises de James Joyce. ¿Quién es Molly Bloom en relación con el Ewig-Weibliche, el "eterno femenino" de Phillpotts? Dejo abierta la pregunta… Y en lo que concierne a mis lecturas, tanto de Conrad como de Phillpotts, me siento obligado a concordar con Tzara. Leo esos garabatos y afuera, en el mundo de polvo y ladrillo, nada ha cambiado. La injusticia sigue siendo la injusticia, como lo confirma todos los días el diario.
Y así y todo…
Aunque en sí mismo un texto permita cualquier número de lecturas posibles, es evidente que los grupos en el poder, definidos por oposición a los grupos que ellos explotan, son los que determinan mayormente la lectura aceptada. El varón por encima de la mujer, el blanco por encima del negro, el heterosexual por encima del gay: durante los últimos tres milenios, esa ha sido la norma para el genio de la botella. En épocas recientes, se ha sugerido que los culpables son los propios textos. Que la creación de textos por otras manos, con otras voces, cambiaría el énfasis, y que ciertas voces, incluso las que venían ocupándose de temas que preocupan de manera directa a los grupos oprimidos, deberían guardar voluntariamente silencio por un tiempo, para dar lugar al surgimiento de los oprimidos a quienes se les negaba el acceso.
Esto es de la escritora estadounidense Alice Walker:
"¿Qué puede decirle el hombre blanco a la mujer negra?
Una sola cosa que la mujer negra pueda oír.
(…)
Me corro para no ser obstáculo en el camino que tus hijos,
contra todo pronóstico,
están recorriendo hacia la luz. No los voy a asesinar
por soñar sus sueños
y ofrecer nuevas visiones de cómo hay que vivir. Dejaré de intentar
guiar a tus hijos,
porque ahora
puedo ver que nunca entendí hacia dónde estaba yendo.
Me sentaré en silencio durante
un siglo o dos, para pensar en esto.
Eso es lo que el hombre blanco puede decirle a la mujer negra.
Quedamos a la escucha."
¿Qué argumentar contra la lógica poética del texto de Walker? No hay duda de que hacen falta más voces oprimidas, y que deben ser escuchadas. No hay duda de que tienen que salir a la superficie más Alice Walker, más James Baldwin, más Mudroorous.
Pero nada cambiará a menos que una nueva camada de lectores tome esos textos y los haga propios, para encontrar en ellos "nuevas visiones de cómo hay que vivir". Es en los lectores que tenemos que concentrarnos, no en los escritores, sino en los lectores que harán uso de esos textos "y harán que pase algo". Mientras no se eduque así a los lectores, no habrá número de voces que cambie las cosas, pero rebotarán contra una audiencia sorda. Y si esos lectores además aprenden a buscar, a interpretar, a traducir, a llevar los textos a otros contextos, a transformarlos con múltiples capas de lecturas —si nosotros, como lectores, nos entrenamos a nosotros mismos en esa práctica— ya no pediremos que se silencie ninguna voz, porque tendremos opciones. Una voz silenciada, sea voluntariamente o no, jamás desaparece. Su ausencia se vuelve ensordecedora, insoslayable por su estridencia, por más que le lleve décadas o siglos salir a la superficie, como las voces de los esclavos, de las mujeres, de los gays. Seguramente no queremos otra ausencia, otro vacío de cientos o miles de años, sino un periodo de rectificación, donde esas voces sean oídas y compartan esa audiencia que los poderosos usurparon durante tanto tiempo. También estoy convencido de que la esperanza radica en el individuo, y que las soluciones no se encuentran en las multitudes. Uno de los mayores triunfos de cualquier opresor es convertir al oprimido al uso de sus propios métodos. Un lector no tiene por qué adherir a los métodos del autor que está leyendo, ni siquiera a los métodos de otros lectores. El texto en sí mismo habilita mayores libertades de las que creemos, y es por eso que a los gobiernos en realidad nunca les gusta demasiado el alfabetismo, y también es por eso que usualmente son los escritores los encarcelados, torturados y asesinados por razones políticas, y no los buceadores de profundidad o los agentes de bolsa.
Una voz silenciada, sea voluntariamente o no, jamás desaparece. Su ausencia se vuelve ensordecedora
Pero la historia del genio de la botella tiene su contrapartida.
En el diálogo platónico Gorgias, para establecer una relación intelectual con el retórico con el que no estaba de acuerdo, Sócrates propone este método: "¿Seguirás, Gorgias, preguntando y respondiendo como lo estás haciendo?", dice Sócrates, "¿o mantendrás lo prometido y te limitarás a dar breves respuestas a cada pregunta?" A su oponente, Sócrates le propone la estrategia del diálogo.
Como sabemos, la razonable sugerencia de Sócrates no resultó infalible sino todo lo contrario, ya que eventualmente lo condujo a una condena injusta y una sentencia de muerte. Sin embargo, el desenlace trágico no invalida la verdad esencial del método propuesto. Si hay algo que puede salvarnos de nuestra propia insania, es la insania de la palabra. El lema que ostenta el escudo de Chile es una clara instrucción para el suicidio colectivo: "Por la razón o la fuerza". Como lo demuestra el desenlace de la historia del genio, esa dicotomía no es válida. Porque si una causa, por justa y noble que sea, es impulsada por la violencia y el ánimo de venganza, sin importar lo lícitos que sean los motivos, su triunfo será el triunfo de la locura. Y esa, creo yo, es otra posible lectura de la historia del genio.
(Traducción de Jaime Arrambide)
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