La diplomacia y el amor
En sus memorias, Carlos Ortiz de Rozas retrata su labor de embajador infatigable, desde sus comienzosen Bulgaria hasta su último destino en Estados Unidos
El diplomático es un observador, no un fiscal. Debe saber que su vida será ardua y exigente, pero la hallará interesante y llena de compensaciones. Esa vida será más fácil si su pareja está dispuesta a seguirlo, "haciendo gala de una perfecta conducta, desplegando buen humor y trato agradable hasta con las personas más aburridas e incluso detestables". Debe saber, también, que, en ocasiones, tendrá que tomar decisiones por su cuenta y riesgo con las cuales podrá ganarse un elogio o una amonestación.
Estas Confesiones diplomáticas , del embajador Carlos Ortiz de Rozas, no son sólo un homenaje a la carrera que abrazó desde 1948 con el mismo amor que prodigó durante más de medio siglo a su señora, María del Carmen Sarobe, lamentablemente fallecida hace un par de años. Son, también, una lección de vida.
Por momentos, durante la lectura, uno se olvida de la profesión del autor y se deleita con anécdotas sabrosas y desconocidas sobre los pormenores de las reuniones de presidentes argentinos como Arturo Frondizi, Raúl Alfonsín y Carlos Menem con pares de la talla de John Fitzgerald Kennedy, François Mitterrand y George Bush. En esos encuentros, en los cuales Ortiz de Rozas resultó ser hasta intérprete, alumbraron las claves de la política exterior argentina de la última mitad del siglo XX. Fue un período de enormes cambios en todo el planeta.
A lo largo de los años, la intervención de su esposa, "Nené", ha sido vital en las buenas y en las malas. De ello deja constancia Ortiz de Rozas mientras traza, con pinceladas bien escritas y dosis frecuentes de sana ironía, desde los duros comienzos en la Bulgaria comunista y opresiva de 1952 hasta el final en los Estados Unidos de principios de los años noventa, tras haber desempeñado papeles centrales en asuntos tan sensibles como el diferendo por las Malvinas, el desarme y la guerra entre la India y Paquistán, entre otros.
No es fácil hacer de un libro de memorias un compendio ágil y divertido, de lectura imprescindible para el servicio exterior, así como para todo aquel que quiera asombrarse con las peripecias que deben sortear los diplomáticos en sus carreras y su influencia en las decisiones que toman los gobiernos.
Ortiz de Rozas nació en 1926, al igual que la reina Isabel II de Inglaterra y el futbolista Alfredo Di Stéfano, con el cual compartió el servicio militar. Es descendiente directo de Juan Manuel de Rosas. En el libro contagia su vocación mostrándose tal como es: inteligente, curioso y sensible, siempre ávido de información y dispuesto al diálogo, aunque cauto en sus juicios y respetuoso en el disenso. Su buen ánimo no decae ni cuando cuenta que, de regreso a Buenos Aires durante la Revolución Libertadora, debió conducir un remise para sobrevivir. Son facetas inéditas de su vida que sorprenden.
Confesiones diplomáticas es el retrato de un embajador infatigable, hoy miembro de número de la Academia de Ciencias Morales y Políticas y director de su Instituto de Política Internacional. Lega con este libro, cuya portada está ilustrada con un acrílico del edificio de las Naciones Unidas y otros de Nueva York que hizo él mismo, un generoso tributo a la diplomacia y al amor, encadenados en un fervoroso agradecimiento a la vida misma.
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