La desmesura de lo profético
La historia de un peletero al que el mundo se le va volviendo ancho y ajeno da lugar a una novela de personajes donde la realidad parece imantada por una multitud de signos dispersos
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El peletero Por Luis Guzmán Edhasa/246 páginas/$ 32 Debemos a los oficios todos los objetos que nos son necesarios en la vida”, consigna bajo la entrada Métier la Enciclopedia de Diderot y D Alembert, aquel vasto proyecto de barricada que aspiraba menos a ser un vasto catálogo erudito que una reivindicación de las múltiples labores artesanales. Dos siglos y medio después, en Buenos Aires, cuando hace tiempo que el optimismo iluminista adquirió contornos de paraíso irrecuperable, el peletero Landa descubre infiltrado en su correo un volante de la sociedad ecologista Greenpeace y se permite un aciago corolario: “Antes el trabajo era una causa, ahora eso a nadie le importa. La cuestión es hacer dinero”.
El peletero , de Luis Gusmán (1944), se apoya sobre una idea eje, una matriz que augura el desarrollo de una tesis: ¿qué le queda a un individuo cuando advierte que su oficio se encuentra en vías de extinción, que se apresta a desaparecer en manos de un sistema que lo declara prescindible con sorda belicosidad? Por fortuna, como siempre ocurre en las obras del autor de Villa , esa tesis se encuentra sabiamente postergada. Es el punto de partida, el cebo para que una literatura despliegue con sigilo sus múltiples vectores.
El protagonista de la novela, Landa, se dedica a la peletería por razones de legado: heredó el negocio de su padre, que ya lo había heredado a su turno. El oficio no es para él, sin embargo, un peso; resulta, en realidad, la clave de su existencia. Separado, padre de un hijo al que casi no ve y que con seguridad no lo comprende, su intimidad está atada a la rigurosa rutina de una diabetes. El negocio, por su parte, está en franca decadencia: él no mata a los animales, piensa, apenas cura esas pieles lujosas, pero debe sufrir el doble embate de las copias sintéticas y de la propaganda ecologista. El mundo se le ha vuelto extraño, ancho y ajeno.
Los personajes de Gusmán (que inició su larga obra, en 1973, con El frasquito ) suelen estar definidos por su oficio. El peletero es, en ese sentido, la impecable tautología de un sistema. Alrededor de Landa -por lo general designado en la novela, sin más, como "el peletero"- se filtran diversos contrapuntos temáticos: la muerte (y el ritual de los velorios), el fetichismo, un dominio minucioso y sesgado de la cultura popular. Con una prosa precisa y sin sobresaltos, que describe degradados paisajes fluviales, industriales, marginales, la trama de El peletero va dejando crecer, como una mancha empetrolada, una sombra ominosa.
A Landa lo asfixia, con su abrazo constrictor, el presente. Solitario y confundido, el peletero visita en sus ratos libres casas de masajes, donde se escuda bajo un nombre falso y opta por presentarse como abogado. Esa impostura lo llevará a conocer a Hueso, empleado municipal en una lancha que surca el Riachuelo y que, en sus propios ratos libres, se dedica a hurtos de segundo orden para poder sobrevivir. En el momento del encuentro, Hueso perdió la memoria (acaso por el exceso de cocaína o por el rezago de un viejo golpe), pero la colisión definitiva de los dos personajes, que pondrá en marcha la novela, se posterga. La ocasión llegará cuando Landa, en una inspiración desesperada, decida recurrir al marginal conocido en una noche turbia para programar el incendio de su propio local de pieles y, de ese modo, poder cobrar el seguro.
En el desarrollo de la novela, hay pausas, demoras inesperadas, súbitos virajes. Esos cabos argumentales sirven para dar sustancia a dos personajes que en nada se parecen y tienen todo en común, porque la imposible amistad de Landa y Hueso ("Piel y hueso", anota un personaje secundario, como si la propia novela ironizara para agotar sus posibilidades alegóricas), el flujo que se establece entre uno y otro, es en realidad la principal razón de ser de la novela.
En Hotel Edén , otra ficción de Gusmán, el escritor Ochoa visitaba una localidad que había sufrido una inundación arrasadora. Los habitantes del lugar tenían la impresión de haber sido tragados por "un ojo de agua, una fuerza centrífuga que nos succionaba". Esa fuerza centrífuga, que monta un sistema de vasos comunicantes entre realidad material y realidad psíquica, llega hasta El peletero . Su médium principal, aunque no el único, es Landa, que recuerda al capitán Ahab, según la interpretación que el propio Gusmán daba del personaje de Melville en los ensayos de Epitafios : el mundo que lo lleva de un signo a otro se desplaza tan vertiginosamente como el Pequod navegando tras la ballena.
Para el peletero, como para Ahab, todo sugiere "la desmesura de lo profético". La realidad le parece imantada por una multitud de claves dispersas. Al entrar en la cámara frigorífica de su local, tiene la impresión de que el espíritu de los animales perdura vivo en las pieles y que el sudor de su propio cuerpo se mezcla con esas emanaciones. Landa termina por abandonar su peregrino proyecto de incendiar el local y decide infiltrarse en Greenpeace, con el raro impulso heroico de atentar contra un rompehielos, uno de los barcos insignia de la ONG: su propia, obsesiva, paródica Moby Dick. Ese proyecto demencial será la excusa, sin embargo, para profundizar su relación con Hueso e intuir una supuesta historia de sujeción y dominio de la que el marginal sería víctima. En la senda de las novelas paranoicas norteamericanas (aunque con una impronta que nada les debe), El peletero de Gusmán no aspira a las certezas, sino a indagar hasta la médula esa textura tan anfibia como escurridiza, material y al mismo tiempo ideal, que, por pura convención, llamamos realidad.
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