La desigualdad, en el ojo de la tormenta
Con la publicación de El capital en el siglo XXI, Thomas Piketty se convirtió en una estrella global del pensamiento económico. Aquí se anticipan algunos fragmentos de su muy esperado próximo libro, La economía de las desigualdades
La cuestión de la desigualdad y la redistribución está en el centro del conflicto político. A grandes rasgos, podemos decir que tradicionalmente el conflicto central opone dos vertientes.
Por un lado, la posición liberal de derecha nos dice que sólo las fuerzas de mercado, la iniciativa individual y el crecimiento de la productividad permiten mejorar en el largo plazo los ingresos y las condiciones de vida –en especial, de los menos favorecidos–, y que por lo tanto la acción pública de redistribución, además de ser moderada, debe limitarse a herramientas que interfieran lo menos posible con ese mecanismo virtuoso; por ejemplo, el sistema integrado de retenciones y transferencias (impuesto negativo) de Milton Friedman (1962).
Por otra parte, la posición tradicional de izquierda, heredada de los teóricos socialistas decimonónicos y de la práctica sindical, nos dice que sólo las luchas sociales y políticas pueden aliviar la indigencia de los más necesitados producida por el sistema capitalista, y que la política pública de redistribución, por el contrario, debe llegar hasta la médula del proceso de producción para cuestionar la manera en que las fuerzas de mercado determinan tanto las ganancias apropiadas por los poseedores del capital como las desigualdades entre asalariados, por ejemplo, nacionalizando los medios de producción o fijando escalas salariales, y no debe limitarse a establecer impuestos que financien transferencias fiscales.
En principio, este conflicto derecha
izquierda muestra que los desacuerdos sobre la forma concreta y la oportunidad de una política pública de redistribución no se deben necesariamente a principios contradictorios de justicia social, sino antes bien a análisis contradictorios acerca de los mecanismos económicos y sociales que producen las desigualdades. De hecho, hay cierto consenso en cuanto a varios principios fundamentales de justicia social: si la desigualdad se debe, al menos en parte, a factores que los individuos no controlan, como la desigualdad de las dotaciones iniciales legadas por la familia o la buena fortuna, acerca de lo cual los individuos no son responsables, entonces es justo que el Estado trate de mejorar de la manera más eficaz la suerte de las personas menos favorecidas; es decir, de aquellas que tuvieron que lidiar con los factores no controlables menos propicios. Las teorías modernas de la justicia social expresan esta idea como "regla maximin": la sociedad justa debe maximizar las mínimas oportunidades y condiciones de vida ofrecidas por el sistema social. Este principio fue introducido formalmente por Serge Christophe Kolm (1971) y John Rawls (1972), pero lo encontramos en formas más o menos explícitas muy anteriores, como la noción tradicional según la cual a todos se les debe garantizar derechos iguales de la manera más extensa, noción ampliamente aceptada en un nivel teórico. El verdadero conflicto se refiere a la manera más eficaz de hacer progresar en verdad las condiciones de vida de los menos favorecidos y a la extensión de los derechos que se pueden conceder a todos, más que a los principios abstractos de justicia social.
Así, sólo un análisis minucioso de los mecanismos socioeconómicos que producen la desigualdad podría otorgar su cuota de verdad a estas dos visiones extremas de la redistribución, y así tal vez sumar un aporte para implementar una redistribución más justa y eficaz. El objetivo de este libro es presentar el estado actual de los conocimientos que permiten avanzar en esta dirección.
El ejemplo de este conflicto izquierda
derecha muestra en especial la importancia de la oposición entre distintos tipos de redistribución, diferentes herramientas de la redistribución. ¿Hay que dejar que el mercado y su sistema de precios operen libremente, y conformarse con redistribuir mediante impuestos o transferencias fiscales? ¿O hay que intentar modificar en forma estructural el modo en que las fuerzas de mercado producen la desigualdad? En el lenguaje de los economistas, esta oposición corresponde a la diferencia entre redistribución pura y redistribución eficaz. La primera se adapta a las situaciones en que el equilibrio de mercado es eficaz, sí, en el sentido de Pareto; es decir, cuando es imposible reorganizar la producción y la asignación de los recursos de manera en que todo el mundo gane, pero a la vez las consideraciones de pura justicia social requieren una redistribución desde los individuos más favorecidos hacia los que lo son menos. La segunda corresponde a las situaciones en que imperfecciones del mercado requieren intervenciones directas en el proceso de producción, que simultáneamente permiten mejorar la eficacia paretiana de la asignación de los recursos y la equidad de su redistribución.
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Evolución histórica de la desigualdad
Para Marx y los teóricos socialistas del siglo XIX, aunque no cuantificaban la desigualdad de esta misma manera, la respuesta no dejaba lugar a dudas: la lógica del sistema capitalista es amplificar incesantemente la desigualdad entre dos clases sociales opuestas, capitalistas y proletarios, tanto en el interior de los países industrializados como entre países ricos y pobres. Estas predicciones pronto fueron discutidas en el seno mismo de la corriente socialista. La tesis de la proletarización no se sostiene, escribe Eduard Bernstein a partir de la década de 1890, ya que, por el contrario, se observa que la estructura social se diversifica y que la riqueza se difunde en capas de la sociedad cada vez más amplias.
Sin embargo, sólo después de la Segunda Guerra Mundial se pudo medir cabalmente que la desigualdad de los salarios e ingresos había disminuido en los países occidentales desde el siglo XIX, luego de lo cual se formularon nuevas predicciones. La más conocida fue la de Simon Kuznets (1955): según planteaba, la desigualdad debería dibujar una curva a lo largo del proceso de desarrollo, con una primera fase de desigualdades crecientes durante la industrialización y urbanización de las sociedades agrícolas tradicionales, seguida por una segunda fase de estabilización, luego de disminución sustancial de las desigualdades. Este movimiento de alza de las desigualdades en el siglo XIX, luego de baja desde la segunda mitad del siglo XIX fue especialmente bien estudiada en el caso del Reino Unido (Williamson, 1985) y de Estados Unidos (Williamson y Lindert, 1980). En este último país, se observa, por ejemplo, que la parte del patrimonio total poseído por el 10% más rico pasó de alrededor del 59% hacia 1770 a un máximo que rondaría entre el 70 y el 80% hacia finales del siglo XIX, antes de alcanzar en 1970 un nivel cercano al 50% típico de la desigualdad contemporánea de los patrimonios. Las fuentes disponibles sugieren que el mismo tipo de fenómeno ocurrió en todos los países occidentales.
Sin embargo, las investigaciones más recientes realizadas sobre Francia y Estados Unidos (Piketty, 2001, Piketty y Saez, 2003, Landais, 2007) muestran que bajo ningún aspecto esta fuerte disminución de las desigualdades observadas durante el transcurso del siglo XX es consecuencia de un proceso económico "natural". Esta reducción de las desigualdades atañe únicamente a la desigualdad de los patrimonios (la jerarquía de los salarios no presenta tendencia alguna a la baja sobre un período largo), y en lo esencial se debe a los sucesos que durante el período 1914-1945 sobresaltaron a los poseedores de patrimonios (guerras, inflación, crisis de la década de 1930). La concentración de las fortunas y ganancias de capital nunca recuperó el nivel astronómico que tuvo en vísperas de la Primera Guerra Mundial. La explicación más verosímil pone en juego la revolución fiscal que marcó el siglo XX.
En efecto, el impacto del impuesto progresivo sobre las ganancias (creado en 1914) y del impuesto progresivo sobre las sucesiones (creado en 1901) en la acumulación y la reconstrucción de patrimonios importantes parece haber previsto el retorno a la sociedad de rentistas del siglo XIX. Si las sociedades contemporáneas se convirtieron en sociedades de ejecutivos –es decir, sociedades en que lo alto de la distribución está dominado por personas que viven principalmente del ingreso de sus trabajos (y ya no principalmente de la renta de un capital acumulado en el pasado)– es ante todo por estas circunstancias históricas e instituciones particulares. Lejos de ser el fin de la historia, la ley de Kuznets es producto de una historia específica y reversible.
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Desigualdad de los salarios y desigualdad del capital humano
La teoría más simple para explicar la desigualdad de los salarios es que distintos asalariados hacen aportes diferentes a la producción de su empresa: el programador informático que consigue que la compañía digitalice la base de datos de sus clientes y pueda gestionarlos de manera más rápida y confiable produce más dinero a su empleador que el oficinista que se encarga de determinado número diario de expedientes; por ese motivo la empresa paga un salario más elevado al programador informático, sin lo cual lo contratarían otras empresas. La hostilidad que tantas veces se ha encontrado en la teoría del capital humano se explica sin duda por el hecho de que cuando alguien decreta que el salario del programador informático es más elevado que el del oficinista porque su capital humano y, por lo tanto, su productividad son más elevados, a menudo se lo sospecha de sugerir que esta desigualdad de capital humano mide en forma mecánica una desigualdad irremediable e insuperable entre dos seres humanos, que justifica la desigualdad eventualmente considerable de las condiciones de vida que implica la desigualdad de esos salarios. Por otro lado, estas sospechas no son del todo ilegítimas, ya que fueron efectivamente Gary Becker y sus colegas de la Universidad de Chicago, conocidos por su liberalismo a ultranza, los que efectivamente desarrollaron y popularizaron esta teoría (Becker, 1964). Es verdad que estos economistas no se conforman con explicar la desigualdad de los salarios mediante la desigualdad de las productividades individuales: sobre todo, proponen una teoría de la formación y de los orígenes de la desigualdad del capital humano que lleva a rechazar cualquier intervención pública ambiciosa.
Sin embargo, es útil examinar por separado estas diferentes cuestiones, para discriminar el problema de la redistribución pura –en forma de transferencias de ingreso entre altos y bajos salarios–, del problema de la redistribución eficaz –en forma de intervenciones en el proceso de formación del capital humano–, según la distinción ya explicada en la Introducción. Así, comenzaremos por tomar como dato la desigualdad de los niveles de capital humano individuales. ¿Esta teoría de la desigualdad de los salarios como pura desigualdad de las productividades permite explicar de manera satisfactoria las desigualdades efectivamente observadas? ¿Qué implica respecto de la manera más eficaz de redistribuir la desigualdad de los niveles de vida engendrados por la desigualdad de los salarios? Después nos concentraremos en la formación del capital humano. ¿De dónde viene la desigualdad del capital humano y qué herramientas de distribución eficaces permiten modificarla?
El poder explicativo de la teoría del capital humano
En su forma más rudimentaria –pasando por alto la cuestión de los orígenes de esta desigualdad–, la teoría del capital humano dice simplemente que el trabajo no es una entidad homogénea, y que por muchas razones distintos individuos se caracterizan por distintos niveles de capital humano; es decir, por diferentes capacidades de contribuir con la producción de bienes y servicios solicitados por los consumidores. Dada esta distribución de la población en distintos niveles de capital humano (la oferta de trabajo) y la demanda para distintos tipos de bienes y de capital humano que permite producirlos (la demanda de trabajo), el juego de la oferta y la demanda determina los salarios asociados a distintos niveles de capital humano y, así, determina también la desigualdad de los salarios. Por lo tanto, el concepto de capital humano es muy general, ya que incluye las calificaciones propiamente dichas (títulos obtenidos, etc.), la experiencia y, en sentido más lato, todas las características individuales relevantes para la capacidad de integrarse en el proceso de producción de bienes y servicios demandados. ¿Esta teoría explica la desigualdad de los ingresos de capital efectivamente pagados por las empresas?
Las grandes desigualdades históricas
En este nivel de generalidad, la teoría del capital humano parece inevitable si se busca explicar las pronunciadas desigualdades de salario observables con la distancia de tiempo y espacio. Que el salario promedio en 1990 fuese diez veces superior a lo que era en 1870 en los países desarrollados sólo se explica por el progreso de las calificaciones y de las costumbres laborales, que permitió a los asalariados producir diez veces más en 1990 que en 1870. Por otro lado, ¿cuál podría ser la explicación alternativa, ya que hemos visto que la proporción de los salarios en el valor agregado de las empresas era la misma en 1990 que en 1870, y que en el largo plazo el aumento de los salarios no era consecuencia de un descenso de esta proporción de los beneficios. En el largo plazo, es indiscutible que el crecimiento de la productividad del trabajo permitió aumentar de manera tan notoria el poder adquisitivo de los asalariados.
Del mismo modo, hemos visto que si se busca explicar el hecho de que el poder adquisitivo promedio de los asalariados de los países subdesarrollados sea diez veces inferior a lo que es en los países desarrollados, la brecha de calificación entre los asalariados del Norte –cuya inmensa mayoría tiene estudios secundarios– y los asalariados del Sur –más del 50% todavía no está alfabetizado– debe ser determinante. Otros factores, como la imperfección del mercado de crédito, que priva a los asalariados del Sur de las inversiones suficientes, así como el cierre de las fronteras, que les impide aprovechar el elevado capital físico y humano del Norte, agravan un poco más aún esta desigualdad; sin embargo, eso no impide que, para dar cuenta de la desigualdad Norte
Sur de los salarios, despunte como factor explicativo fundamental la desigualdad considerable de la productividad del trabajo.
El incremento de las desigualdades desde 1970
¿El juego de la oferta y la demanda para diferentes niveles de capital humano también explica de manera satisfactoria el aumento general de la desigualdad salarial observada en varios países occidentales desde 1970 y, de modo más general, el incremento de las desigualdades frente al empleo?
La explicación propuesta por muchos observadores para dar cuenta de esta repentina escalada de las desigualdades salariales se inscribe en una visión de la evolución de la oferta y la demanda de capital humano en el largo plazo. Luego de una primera fase de incremento de las desigualdades salariales durante la primera Revolución Industrial, ligada a las crecientes necesidades de la industria en calificaciones y a una fuerte afluencia de mano de obra no calificada proveniente del campo, las desigualdades salariales comenzaron a decrecer en todos los países desarrollados desde el final del siglo XIX hasta los años setenta del siguiente. Esta fase de descenso de las desigualdades se explicaba por la considerable retracción de las brechas de calificaciones, en especial ante el rápido desarrollo de la formación y la educación de masas, y las elevadas necesidades de la industria de mano de obra de calificación media.
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¿Un cambio tecnológico sesgado?
A priori, esta teoría de la evolución larga de las desigualdades salariales en los países occidentales resulta bastante creíble, al menos en su formulación menos extrema. En Estados Unidos –el país alcanzado en primer lugar por estas transformaciones–, la desigualdad de los ingresos del trabajo se observa un aumento de las desigualdades salariales ligadas al nivel de calificación: desde 1980, hubo un notorio crecimiento en los efectos observables, en el salario promedio, de un año suplementario de estudios, un nivel de instrucción más elevado o una mayor duración de experiencia profesional. En el lenguaje de los economistas del trabajo, el "rendimiento" de la calificación había aumentado (Juhn y otros, 1993).
El problema es que, de ese aumento total de la desigualdad de los salarios, una parte esencial, alrededor del 60%, se dio en el interior de los grupos de asalariados con las mismas características observables: igual edad, nivel educativo y duración de experiencia profesional (Juhn y otros 1993: 431). Por otro lado, que esta desigualdad en el interior de grupos de asalariados homogéneos aumente desde 1970 explica por qué la desigualdad total de la distribución de los salarios –por ejemplo, la medición de la ratio P90
P10– aumenta continuamente en los Estados Unidos desde 1970, aunque el rendimiento del título obtenido haya descendido durante esa década. De la misma manera, si bien es cierto que el incremento del desempleo y subempleo alcanzó más a los asalariados poco calificados en todos los países occidentales, la desigualdad frente al empleo aumentó análogamente entre los asalariados con el mismo nivel de preparación, incluidos los grupos de alta calificación. La teoría del cambio tecnológico sesgado implica también que el desempleo debería haber alcanzado más a los menos calificados en los países donde la desigualdad salarial aumentó poco o no aumentó, como en Francia, comparados con los países donde la creciente dispersión de las productividades habría sido compensada por la de los salarios, como en los Estados Unidos. Sin embargo, si bien es cierto que la tasa de desempleo de los trabajadores menos calificados es tanto más elevada en Francia que en los Estados Unidos, también lo es la tasa de desempleo de los trabajadores más calificados, y aproximadamente en las mismas proporciones (Card y otros, 1996).
Por supuesto, no hay que subestimar la extrema pobreza en cuanto a las características individuales que se reportan en las encuestas sobre los salarios y que son las únicas variables que los economistas pueden observar para obtener una medición objetiva de las calificaciones individuales. La significación de los indicadores disponibles varía en tal grado entre países que cualquier comparación internacional fundada sobre estos datos es muy peligrosa: por ejemplo, en 1990, menos del 25% de la población activa francesa contaba con un título superior o igual al baccalauréat, mientras que más del 85% de la población activa estadounidense tenía una edad de finalización de estudios equivalente (estudios completos en high school, el equivalente del lycée en Francia, o estudios superiores), de modo que en estas comparaciones los no calificados estadounidenses constituyen un grupo mucho más reducido que los no calificados franceses (Lefranc, 1997). Por supuesto, la realidad tiene tantos más matices que los sugeridos por estos indicadores estadísticos mediocres: es muy conocida la desigual calidad de las high schools estadounidenses comparada con los lycées franceses.
Esa pobreza de las mediciones disponibles también es problemática para el estudio de la evolución en el tiempo en un país dado. Por ejemplo, en términos generales sólo se observa el número total de años de estudios, no el nivel de la universidad o la naturaleza exacta del título obtenido por el asalariado. Sin embargo, cualquier empleador tiene acceso a este tipo de datos respecto de sus potenciales asalariados, y sabe distinguir entre niveles la desigualdad de los ingresos del trabajo de formación muy desiguales aunque correspondan a la misma cantidad de años de estudios observada por el economista. A la vez, la naturaleza exacta del diploma se utiliza para medir no sólo la calificación realmente aportada por la cantidad de años de educación, sino otras características individuales, como la motivación o la capacidad de trabajo, según la hipótesis de la teoría de la educación como "señal" (Spence, 1974); por ende, observar únicamente la cantidad de años de estudio no permitirá al economista medir lo que es en verdad pertinente para el empleador.
Esa es una de las limitaciones tradicionales de cualquier intento de explicar la desigualdad salarial a partir de características individuales observables: siempre queda sin explicar un componente considerable de la desigualdad total. Ahora bien, es plausible que desde 1970 haya aumentado la desigualdad real del capital humano entre estos grupos que para el economista tienen las mismas características observables; por ejemplo, porque se intensificaron las desigualdades entre títulos obtenidos para una cantidad dada de años de estudios.
Sin embargo, esta interpretación de los datos disponibles, propuesta por los partidarios del skill-biased technological change, muestra hasta qué punto la teoría del capital humano, interpretado en un sentido tan amplio, puede volverse tautológica: siempre es posible "explicar" cualquier variación de la desigualdad de los salarios si se aduce una variación de la productividad de múltiples características n individuales no observables para la mirada externa… Si bien parece indiscutible que la teoría del capital humano y del cambio tecnológico sesgado esclarece una parte importante del aumento de las desigualdades salariales y frente al empleo, explicar así, a cualquier precio, el fenómeno resulta exageradamente "optimista" en el estado actual de nuestros conocimientos.
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El papel de la familia y de los gastos de educación
De manera general, el conjunto de argumentos escépticos respecto del intervencionismo en el ámbito educativo no consiste en negar la importancia de la transmisión familiar de la desigualdad del capital humano, sino, por el contrario, en exponer que es en el papel central de la familia donde la desigualdad encuentra su persistencia inevitable. Las teorías de Becker sobre la familia, tales como aparecen en sus libros y los de sus alumnos (Becker, 1981, Mulligan, 1996), insistirán así en todas las opciones que realizan las familias para invertir en sus hijos, con el objetivo de mostrar la importancia de estas inversiones, que cualquier tentativa de interferencia estatal destruiría. Esta tradición de pensamiento es de larga data en Chicago: en 1966, el famoso informe sobre la educación de las minorías vulnerables, realizado por el sociólogo James Coleman para el gobierno estadounidense, generó un escándalo cuando anunció que la redistribución de los medios financieros hacia las escuelas de los barrios carenciados no había permitido progreso perceptible alguno en los resultados escolares ni su integración en el mercado del trabajo.
La conclusión de Coleman, y de varios trabajos que inspiró, es que no se podía confiar en que las cosas cambiarían si se aumentaban de forma mecánica los gastos públicos en educación de los medios carenciados, ya que primero es en el nivel del núcleo familiar y del medio de origen donde se forman las desigualdades inevitables.
Por supuesto, todo el mundo está de acuerdo con que los factores de transmisión de la desigualdad tienen mucho más que ver con el ambiente que con la genética. En 1994 el psicólogo Richard Herrnstein y el sociólogo Robert Murray estuvieron en las primeras planas de los periódicos al decretar que era una pérdida de tiempo oponerse sin cesar a la desigualdad de la inteligencia en la economía y la sociedad modernas; a menudo se los acusó de defender la idea de una muy pronunciada transmisión genética del coeficiente de inteligencia. De hecho, estos autores reconocen que, según algunos estudios de casos de adopciones aleatorias, niños provenientes de medios socioculturales muy vulnerables que al nacer fueron confiados a familias más educadas tenían el mismo desempeño que los hijos biológicos de esas familias (Herrnstein y Murray, 1994: 410-413).
Pero no es ese el desafío fundamental. En efecto, si los factores ambientales preponderantes se relacionan con el entorno familiar, y especialmente con el entorno familiar de la primera infancia (presencia de libros en la casa, diálogos con los padres, etc.), de modo que en verdad nada puede modificar esta desigualdad heredada en casa, entonces las consecuencias no son muy diferentes de las de una desigualdad genética. Sin embargo, Herrnstein y Murray, así como Coleman treinta años antes que ellos, insisten sobre todo en la idea de que el efecto de los recursos educativos invertidos en los medios vulnerables es muy difícil de medir, y que por lo tanto no vale la pena seguir insistiendo.
Si esta teoría fuera válida, sería inútil cualquier intento por modificar de manera voluntarista la distribución desigual del capital humano: sería más conveniente gastar los recursos disponibles para reducir con transferencias fiscales la desigualdad injusta de los niveles de vida que implica, en el límite eventualmente estrecho autorizado por la elasticidad de la oferta de capital humano de quienes nacieron en medios acomodados.
La economía de las desigualdades
Thomas Picketty
Siglo XXI
Traducción: María de la Paz Georgiadis
Thomas Piketty