La decadencia del país, a bordo de un tren que hizo historia
Esta crónica se publicó originalmente en el diario LA NACION el domingo 29 de enero de 2017.
En Estados Unidos avanza el proyecto Hyperloop, un tren de carga que a una velocidad de 1200 kilómetros por hora unirá en 30 minutos los 610 kilómetros que hay entre Los Ángeles y San Francisco. En la Argentina, el panorama es más modesto. Al Belgrano Cargas, el más emblemático de los trenes cargueros del país, viajar de Jujuy a Retiro (1675 kilómetros) le lleva 22 días.
Con semejante récord, se lo podría considerar la gran joya del "costo argentino". En el caso del azúcar, el 20% del precio que paga el consumidor corresponde al flete. Pero el problema es más grave: llevar la mercadería a Buenos Aires en camión es tan caro, y en tren tan difícil, que muchos campos productivos de Salta y Jujuy han decidido no sembrar porque la ecuación económica no les cierra. En el maíz, el 50% del valor que reciben se destina al transporte.
El Belgrano es también un vivo retrato de la decadencia. Orgullo del país a mediados del siglo pasado, pésimas administraciones y falta de inversión lo han transformado en el más ineficiente de los transportes de cargas. En una foto vieja y gastada de lo que alguna vez fue. Mientras tanto, su competidor, el camión, no ha dejado de crecer. Hasta hace 15 años, la relación entre el azúcar transportada en tren y en camión desde el norte era de 6 a 1 en favor del tren. Hoy, de 2 a 1 en favor del camión. Lo insólito es que un camión lleva, como máximo, 28 toneladas. Un tren, hasta 1500 toneladas. Para equiparar lo que lleva un solo tren se necesitan 53 camiones.
"A comienzos del siglo pasado, el Estado hizo llegar el ferrocarril al noroeste aunque en ese momento no había producción. La llegada del tren la impulsó. Hoy hay producción, pero no tenemos trenes", dice Federico Gatti, administrador general de Ledesma, el principal productor de azúcar del país (20% del total) y uno de los grandes clientes del Belgrano.
"El año pasado invertimos en esta línea 1200 millones de dólares, en vías y material rodante", dice el presidente de Trenes Argentinos Cargas (TAC), Ezequiel Lemos.
Turismo de aventura
Lo que todavía se ve es la foto vieja. LA NACION se subió a una formación del Belgrano para hacer tres tramos de ese viaje eterno de más de 20 días. En rigor, no es un viaje: es turismo de aventura, una experiencia extrema. "Este tren es para valientes", dirá un funcionario de TAC al atravesar un sector particularmente crítico del recorrido: las barriadas más miserables y violentas de Rosario.
El punto de partida es la estación Ledesma, en Jujuy, en la formación 5008, compuesta por una locomotora General Motors y 13 vagones repletos de bolsas de azúcar. La partida de un convoy era rutinaria hace 15 años: salían tres por día. Hoy, apenas dos por semana.
La máquina es como una pieza de museo: estas GM llegaron al país en la década de 1970. Treparse a ellas es un viaje al atraso: vetustas, deterioradas, mal equipadas. No tienen velocímetro (o no les funciona) ni aire acondicionado, y la bocina se activa tirando de una cuerda. El conductor tiene que estar atento, entre otras cosas, al estado de las vías, a la velocidad (que calcula a ojo de buen cubero), a cruces clandestinos, a los animales que invaden la traza, a la marcha de los vagones y a los frenos, que suelen fallar. Las viejas GM muestran su agotamiento: el promedio indica que se rompen cada 2000 km.
La cabina de la locomotora tiene su parabrisas protegido por rejas. Una suerte de jaula de seguridad, porque habitualmente son blanco de pedradas. El año pasado, un convoy que marchaba a velocidad muy lenta fue obligado a detenerse y saqueado, algo para nada inusual. El robo dejó pérdidas en mercadería por 10 millones de pesos. El enrejado actúa también como malla protectora contra la vegetación, crudamente hostil en muchísimos lugares. En 2013, una rama entró en la cabina de una locomotora del Belgrano y se clavó en la cabeza del motorman Ángel Zelaya, de 50 años. Murió minutos después.
Los maquinistas de la formación 5008, Julio Rivadeo (63 años, 42 de ferroviario) y Francisco Araya (57, 36 de ferroviario), cuentan estas historias mientras el tren atraviesa territorio jujeño a ritmo cansino y trabajoso, a un costado de la ruta nacional 34. Una y otra vez el convoy se mete en extensos túneles vegetales, una fiesta para los ojos pero pesada faena para la transitada GM, que más que andar parece abrirse camino a los golpes, como un hachero.
La marcha es necesariamente lenta. Con máquinas y vías en condiciones se podrían alcanzar los 60 kilómetros por hora, calcula Rivadeo. Hoy, nunca más de 30 o 35. La primera meta de las autoridades de Trenes es conseguir un ritmo más o menos constante de unos 40 kilómetros por hora. En Europa, los trenes cargueros van a una velocidad media de unos 100 kilómetros por hora.
Descarrilamientos
"Miren las vías", avisa Araya, parado detrás de Rivadeo. Rieles oxidados y desparejos son un llamado de atención: es un tramo en el que no se puede ir a más de 10 kilómetros por hora. En el Belgrano, el descarrilamiento está lejos de ser excepcional. Tiene un promedio que debería figurar en el libro Guinness: uno y medio por día. Volver a montar un tren sobre las vías, mediante grúas especiales, puede llevar muchas horas o incluso días. "Nos ha pasado de tener que dormir tres noches acá, en la cabina", cuenta Rivadeo.
En Trenes prometen colocar vías nuevas a lo largo de casi todo el trayecto. Las actuales son, en su mayoría, de comienzos del siglo pasado.
Van tres horas de viaje y el convoy sigue en tierras jujeñas. Se alternan tramos abiertos e incursiones en sectores selváticos, una lucha a brazo partido entre la bestia de metal y la jungla que le cierra el camino. La locomotora, también en su interior, ya es un muestrario del reino vegetal y animal: polvo, ramas, lianas, hojas, moscas, arañas, mariposas, jejenes. Los maquinistas cuentan que hasta se han cruzado con leones. "Y además, el calor", dice Ayala. "En verano esto es insoportable". Afuera, el espectáculo es singular. En primer plano, la maleza tropical, abigarrada, invasiva, salvaje. Más allá, sembradíos y cerros de baja altura. En el fondo, la majestuosa Quebrada de Humahuaca.
Sigue la marcha y en el horizonte aparece un caserío. A medida que la formación se va acercando, la proximidad entre viviendas precarias y las vías es intimidante: llega hasta un metro e incluso menos. Literalmente parece que el tren se va a llevar por delante casas, galpones, personas. En realidad, ha ocurrido lo contrario. Todos se han llevado por delante al tren. La usurpación de su espacio es una metáfora de la vieja crisis que arrastra. Al ferrocarril lo invaden construcciones, malezas, animales, basurales, saqueadores, ríos y arroyos. Y la peor invasión de todas: el abandono. Las normas indican que debe haber una franja de seguridad, despejada, de al menos siete metros de cada lado de las vías. En decenas de puntos del trayecto eso no se cumple.
"Estamos patinando. Son los yuyos", dice Rivadeo, el conductor, y baja la velocidad. Un rato después, los rieles no tienen yuyos, pero se han dilatado por el calor y viborean. No lejos de San Pedro, en Jujuy, dos vagones yacen a un costado de las vías. "Un descarrilamiento jodido, hace años", apunta Ayala.
Los puentes son otros tramos sensibles. Entre Ledesma y Retiro hay unos 200, muchos deteriorados. El año pasado se rompieron diez. Superada la ciudad de Perico, cerca del límite con Salta, la formación encuentra un camino más abierto. Por fin, la GM puede acelerar hasta 30 km por hora. En auto, velocidad de paseo. En este tren, ritmo trepidante. La formación llega a la ciudad de General Güemes, en Salta. Los 110 kilómetros desde Ledesma le demandaron 6 horas, a un promedio de unos 18 kilómetros por hora. "Somos muy lentos y además no somos seguros. Por eso los clientes nos han perdido la paciencia", admite Juan Frassá, jefe de Vías y Obras de TAC.
El derrotero en este primer tramo ha sido un himno al contraste. Dentro de la cabina, calor, precariedad. Afuera, la belleza de una geografía única. El problema es que el Belgrano no es hoy la mejor platea para disfrutar el espectáculo.
Rosario, un abismo
Después de surcar Salta, Tucumán, Santiago del Estero y Córdoba, travesía que le lleva más de 15 días, el tren llega a Rosario. Empieza la etapa más riesgosa. Durante la próxima hora y media atravesará una sucesión de villas que parece interminable. la nacion está nuevamente a bordo. Como siempre en este tramo, va un policía. "No creo que hayan visto algo parecido", advierte el maquinista. "Esto es para valientes", agrega el ingeniero Marcelo Juárez, a cargo de Infraestructura, que ha subido para acompañar a LA NACION.
La locomotora se pone en marcha. En la cabina hay mucha tensión y pocas palabras. Aparecen el primer basural y la primera villa, en el barrio Empalme Graneros. A un costado de la vía, un grupo de grandes y chicos conversa. De pronto, dos chicos agarran piedras y las tiran a la máquina. Impactan en los viejos y nobles aceros de la GM, veterana de mil batallas. Después aparecen las villas Ludueña y Banana. "Ahora viene la joda", advierte Juárez. El espectáculo es estremecedor: al frente aparece un abismo de pobreza y marginalidad. El tren avanza lentamente entre casillas miserables construidas a menos de uno o dos metros de las vías. Otra vez: el espacio del ferrocarril ha sido usurpado, pero los términos parecen haberse invertido. El invasor es el tren y así es recibido. En Banana, una lluvia de piedras saluda su paso. Al rato, nuevo estrépito: un cascote estalla contra las rejas del parabrisas.
El día anterior cayó un temporal y todavía queda mucha agua sobre las vías, que casi no se ven. "Acá descarrilamos la semana pasada", dice el maquinista. Cada descarrilamiento en este sector de Rosario es amenaza de saqueo. El Belgrano atraviesa con su carga de azúcar y granos por zonas en las que el hambre es una realidad cotidiana.
La formación va hacia el barrio Echesortu. Aparece un basural que se extiende a ambos lados de las vías. Más adelante, un joven de unos 20 años está preparando una sorpresa: coloca troncos sobre las vías; no se sabe si busca que el tren se detenga o que descarrile. Con tranquilidad se para a un costado para ver cómo funciona su trampa. Juárez y el maquinista explican que no hay por qué preocuparse: el miriñaque (especie de pollera metálica que va delante de la locomotora) se ocupará de remover los troncos. Eso pasa, efectivamente. Otro obstáculo superado.
Está lloviendo y hay goteras en la máquina. Tres de los cuatro limpiaparabrisas no andan. La Rosario profunda, con su miseria explícita, va quedando atrás. Que una tropilla de 20 o 30 caballos paste sobre las vías es un tema menor. Ya se correrá. El tren llega a Villa Amelia, al sur de Santa Fe. Hacer 70 kilómetros le llevó 3 horas. Promedio, 23 km por hora.
La descarga, a hombro
Desde ahí hasta Retiro hay 285 kilómetros. Algo más de dos días de marcha. LA NACION comparte el último tramo: la llegada a la terminal. El convoy ha recorrido 1674 kilómetros, atravesó siete provincias, cambió 10 veces de maquinistas y varias veces de locomotora. Lo único que se mantuvo inalterable fueron los 13 vagones con bolsas de azúcar cargadas hace tres semanas en Ledesma. Que lleguen intactas ya es un triunfo. La formación superó selvas, rieles deteriorados, puentes endebles, pedradas, obstrucción intencional de las vías, descarrilamientos, calores extremos, lluvias torrenciales. Y superó, sobre todo, sus propias limitaciones.
El último retrato del atraso y la ineficiencia está en la descarga: se sigue haciendo a hombro. La faena llevará dos jornadas de trabajo. Entre la primera bolsa subida y la última en ser bajada han pasado 26 días. Casi un mes para poner azúcar del norte del país en un galpón de Retiro.
El viaje del Belgrano es una incursión profunda en las dos caras brutalmente opuestas de la Argentina. Sus pobrezas y penurias, y también sus riquezas y posibilidades. Lo maravilloso y lo miserable extendido y superpuesto en 1700 kilómetros de vías.
¿Por qué la elegimos?
Una de las firmas más destacadas de LA NACION, autor de la columna política "De no creer", hace en esta nota un vivo retrato de la decadencia del ferrocarril Belgrano Cargas. La crónica forma parte de una serie en la que Carlos María Reymundo Roberts describe en profundidad la realidad de la Argentina.