La curiosa historia detrás de un manual ilustrado de botánica imaginaria
En “Vademécum de la Flora naturalis imaginaria”, la artista Irene Singer pinta y describe flores de ficción en un diálogo poético con una investigadora misteriosa
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En un delicado juego de encastre, en el que la poesía se fusiona con la pintura y la botánica, el álbum ilustrado Vademécum de la Flora naturalis imaginaria borra las fronteras entre ficción y realidad para presentar una obra exquisita. Como si fuera una de esas cajas chinas que contienen otra más pequeña y otras más, el libro publicado por Calibroscopio anuncia en la tapa: “Un trabajo de Irene Singer y la Dra. Brenda Twiler”. Detrás de esos nombres hay una artista visual (Singer) y un personaje ficticio que le dio origen a la historia.
“Los amantes de ciencias exactas y refutadores de leyendas no verán aquí más que casualidades. Algunas de las tantas historias que pueden cruzarse entre las mayores alturas del Asia y los valles cercanos a los grandes lagos de la América del Norte. Nosotros, fieles devotos de la literatura y los indicios, no podemos soslayar las búsquedas persistentes, los proyectos obstinados, las pasiones sin límites que coinciden, empalman y nos interrogan a lo largo de este libro”, dice el epílogo.
Todo empezó con un café. No con un café cualquiera sino con la búsqueda de uno bueno y rico. Corría 2017, Singer estaba de viaje por la zona del Himalaya y no podía creer que nadie por allí sirviera un café que no fuera instantáneo. Cuando, finalmente, la artista encontró un bar que ofrecía “café de Brasil” en Turtuk, un pueblo pequeño a cuatro mil metros de altura, no pudo evitar saborearlo en un vaso extra grande. Intenso y fuerte, le produjo un insomnio creativo que no había experimentado antes: se pasó la noche pintando flores.
Pero, antes de esa noche, unos quince años atrás, una leyenda norteña había inspirado a Singer y al editor y autor Walter Binder a hacer un trabajo conjunto que permaneció inédito y recién ahora están por publicar: Diario de viaje de la Dra. Brenda Twiler y la leyenda del Lirolay. Es un libro con textos e ilustraciones, una especie de bitácora ficcional con las observaciones de Twiler, un personaje ficticio, durante una expedición al lago Ontario en 1919. Unos cien años después, Singer establece un diálogo pictórico con las flores imaginarias de la doctora Twiler.
“El diario es el libro que dio origen a Vademécum de la Flora naturalis imaginaria. Surgió de una versión que escribió Walter de la leyenda de la flor del Lirolay que yo ilustré. Al tiempo, coincidimos con Walter en unas jornadas en Tucumán en 2009, y dimos un salto cuántico: vimos que se podía crear una botánica que hace un viaje ficcional en busca de la flor del Lirolay basada en la leyenda”, cuenta Singer a LA NACION.
“No soy muy fan de las leyendas, pero la del Lirolay siempre me partió la cabeza porque habla de una flor que no existe. En general, todas las leyendas tienen como fin que una cultura explique un hecho natural. No conozco otra leyenda que cuente la historia de una flor de ficción”, explica Binder. “Decidimos, entonces, que esa flor existe, pero que nadie aun la ha encontrado y se convierte en la obsesión de la botánica Twiler”, agrega.
Para conseguir datos reales, la artista y el editor fueron al Instituto de Botánica Darwinion. Le presentaron el proyecto a Fernando Zuloaga, por entonces director de la institución, que quedó tan fascinado que accedió a firmar el prólogo. Hubo investigadoras que les prestaron sus libretas de campo y otros materiales con los que armaron el diario de viaje.
Ese libro no consiguió, hasta ahora, editor porque a ninguno le parecía “vendible”. Es por eso que, por el momento, solo existe un ejemplar que contiene un libro de formato pequeño con la leyenda. Una editora chilena les dijo: “Le están presentando a una loca el libro de dos locos”, recuerda Singer entre risas. “Me parece que era un libro muy adelantado para el mercado de aquella época”, arriesga.
Pasó el tiempo. Hubo otro salto “cuántico” y temporal. Singer está cerca del Himalaya en busca de un café decente, se toma el único que consigue y esa noche no puede dormir. Y en esa peculiar vigilia dibuja flores imaginarias sin parar. A su regreso a Buenos Aires, sigue con ese trabajo que tiene como lienzo unas hojas amarronadas de un antiguo manual de bacteriología que había pertenecido a su padre. Pinta flores que no existen con estambres poderosos, pétalos que parecen alas, tallos con formas extrañas.
Un día, Binder y Judith Wilhelm, fundadores del sello Calibroscopio, la visitan en su estudio de Belgrano. Walter ve las flores y queda hipnotizado. “Hay que hacer un libro”, piensa. Así nació Vademécum de la Flora naturalis imaginaria, cuyas imágenes interiores ilustran este artículo. Cada flor, con nombre ficticio, está acompañada por una descripción poética. Sobre una de ellas, Jabibna, dice: “Florece en las primaveras del Nilo/ Los lugareños cuentan que las más/ cerradas noches de luna nueva/ son intentos vanos del cielo/ por imitar la sedosa negrura/ de sus pétalos”.
En la historia de ficción, el vademécum es anterior al diario de viaje porque, después de la expedición al lago Ontario, Twiler desaparece sin dejar rastros. Nadie volvió a saber de ella.
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