La culpa y la identidad
A propósito de la reedición en español de las Obras completas, de Franz Kafka (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg) y El hombre sin atributos, de Robert Musil (Seix Barral), el autor de El Entenado reflexiona sobre las curiosas y abundantes semejanzas de forma y contenido que existen, más allá de las épocas, entre la Carta al padre del escritor checo y las Confesiones de San Agustín. Además analiza la genealogía espiritual de la obra maestra inconclusa del novelista austríaco y encuentra un antecedente, tan remoto como ilustre, en la expresión "hombre sin situación" de los filósofos budistas y taoístas chinos de la antigüedad
El segundo volumen de las Obras completas de Kafka, que apareció no hace mucho en Barcelona, publicado por el sello Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, reproduce la edición crítica alemana de la editorial S. Fischer y constituye un acontecimento significativo en el mundo literario de habla hispana. La vieja edición de obras completas publicada por Emecé hace ya varias décadas cumplió su cometido difundiendo ampliamente la obra de Kafka en castellano, pero los progresos filológicos, biográficos y críticos sobre el gran escritor checo necesitaban una edición más minuciosa y sistemática.
La actual está al cuidado de Jordi Llovet y las nuevas traducciones fueron ejecutadas por Andrés Sánchez Pascual y Joan Parra Contreras. La edición castellana no coincide exactamente con la original, ya que incorpora la Carta al padre , que en la edición de Francfort está incluida en el volumen donde se recopilan los escritos póstumos de Kafka. La Nota del editor nos anuncia que en la introducción de las notas a la Carta... se explican las razones de la inclusión, y aunque en dichas notas se busquen infructuosamente esas razones, es fácil adivinar que, puesto que el volumen comprende la totalidad de los Diarios de Kafka, más sus diarios de viaje, un texto autobiográfico como la Carta al padre tenía asegurado un espacio natural en el conjunto. El prólogo de Nora Catelli, sin embargo, en el que no faltan las observaciones perspicaces, no se abstiene de sugerir, a propósito de los Diarios , que muchas de sus páginas, sin pertenecer al plano de la ficción, no tienen nada de autobiográficas (como ocurre por otra parte con casi todos los diarios íntimos). Que la inclusión de la Carta al padre en tal o cual volumen de las obras completas pueda variar según el criterio de diferentes editores no es sorprendente, puesto que ese largo alegato, que encarna como ningún otro de sus escritos la evidente ambigüedad de Kafka, es, y a la vez no es, un texto autobiográfico. Sin la menor duda figuran en él numerosos datos autobiográficos, pero presentados de tal manera en el conjunto, que pierden su valor referencial y parecen aludir a cosas más generales. A Kafka, en tanto que escritor, lo atraían las metáforas, los símbolos, las alegorías, y es posible afirmar que cada uno de los gestos de su escritura tendía a expresarse a través de esas formas, tanto en las obras de ficción como en los Diarios , y aun en la correspondencia. La Carta al padre , texto tardío (lo escribió en 1919, pocos años antes de su muerte), es probablemente el ejemplo más claro de ese giro alegórico propio de su práctica literaria, por no decir de su pensamiento.
Las cincuenta páginas apretadas de ese mensaje desmedido, al igual que los emisarios de casi todas sus ficciones, no alcanzaron nunca su destino. En ese detalle, podemos comprobar que se verifica una vez más el aforismo famoso de Oscar Wilde según el cual "la naturaleza imita al arte". La Carta... , con la que pretendía poner en claro las relaciones con su padre, según se lo comunicó a diferentes personas, amigos o familiares, incluida su propia madre, Kafka no hizo ningún esfuerzo para que llegara a las manos, o por lo menos al conocimiento, de la única persona que hubiese debido leerla y meditarla: su padre. Pero si tenemos en cuenta que las relaciones entre Franz y Hermann Kafka, entre el hijo y el padre, estaban marcadas por un desencuentro permanente, y que justamente la incomunicación y el perpetuo malentendido que viciaban esas relaciones era lo que podría llamarse la tesis de la carta, no es excesivo pensar que para probar esa tesis era imprescindible que la carta no llegara nunca a su destinatario.
Es por lo tanto durante sus peripecias vividas en la realidad que el texto autobiográfico se transforma en alegoría. Pero esto que en la Carta al padre parece ser un efecto deliberadamente buscado por el autor, no es difícil rastrearlo en todo lo que se relaciona con él, para terminar verificando que se trata del elemento unificador de su vida y de su obra. No sería demasiado erróneo evocar esa tendencia como una estética de la imposibilidad, para designar de alguna manera la enigmática ambigüedad de Kafka, en quien el destino adverso de la biografía es transfigurado por la lógica férrea del arte. La identificación de su vida inacabada (sus relaciones familiares, amorosas, su enfermedad, su muerte) con su obra inacabada (textos inconclusos, impublicados, desmembrados, póstumos) es patente, y esa coincidencia perfecta permite sugerir que, consciente o no, había por encima de ella una voluntad unificadora. La total coherencia de sus fracasos transfigurados en imagen imperecedera por su literatura no es de orden psicológico o biográfico sino estético.Y si Joachim Unseld, en su interesante libro Franz Kafka: una vida de escritor , concebido para demostrar que Kafka era un autor como cualquier otro que quería ser publicado en vida y aspiraba a tener relaciones normales con su editor y con sus lectores, logra convencernos a medias de su tesis, es porque él mismo relata que, en una carta a su editor, cuando estaban en tratativas para la publicación de su primer libro, Kafka le sugiere: "Yo, si fuese usted, no publicaría este libro".
La Carta al padre sería un libro único si no hubiesen sido escritas las Confesiones de San Agustín. Ningún lector que haya recorrido los dos libros puede ignorar la curiosa (y larga) serie de semejanzas que contienen. Y aunque se busque en vano la mención de San Agustín entre las referencias literarias que aparecen en los Diarios , la tentación de pensar que las Confesiones han sido el modelo que Kafka tuvo en mente mientras redactaba su carta es inevitable, porque la suscita la experiencia misma de la lectura. Los dos libros tienen una estructura idéntica: alternando la primera y la segunda persona del relato, la introspección y la interpelación a un interlocutor ausente, en uno de ellos se trata de un hijo que le habla a su padre, y en el otro de un creyente que le habla a su dios. Y ya sabemos que la relación de un hijo con su padre es comparable a la de un creyente con su dios. Considerando la inclinación natural de Kafka por los símbolos y las alegorías, resulta difícil aceptar que no pensase un solo instante en la identificación posible de los dos destinatarios. En ambos textos, en todo caso, la posición del que habla respecto del interlocutor ausente es la misma: temor, culpa y amor para el que no se está seguro de obtener reciprocidad (y ni siquiera de merecerla) constituyen lo esencial de sus sentimientos y de sus emociones.
Nora Catelli afirma en el prólogo: "Es evidente que sería difícil imaginar para la carta un contexto de ficción. Pero no menos difícil es suponerla fruto de un impulso". Ese hecho no es desde luego suficiente para incorporar la Carta... al campo de la ficción, pero al señalar su carácter premeditado, permite establecer cierta semejanza con las Confesiones , de las que algunos historiadores han sugerido que podría no haber sido la autobiografía espiritual de un individuo, sino un mero texto colectivo de propaganda eclesiástica. Y una observación del profesor García de la Fuente, en su introducción a las Confesiones , adquiere para este ejercicio comparativo una resonancia más afín con la idea que tenemos de Kafka que con el texto agustiniano: "Con respecto a la apología de su vida que habría hecho Agustín contra sus adversarios hay que decir que no quedan rastros en las Confesiones . Más que defenderse a sí mismo lo que hace el autor es acusarse".
Ficción o autobiografía, gracia o perdición, consuelo o reproche, requisitoria o culpa, confesión o imprecación: siempre es la misma opción apenas disimulada por las circunstancias la que nos dejan quienes, después de habernos traído a lo incomprensible, se instalan, retirándose, para nuestro pobre apetito de comunión, en su brumosa lejanía.
Un día, a mediados del siglo noveno, en el noreste de la China, en el monasterio que dirigía Lin Tsi, el maestro de la secta budista T ch´ang (en japonés zen, ambas pronunciaciones locales del sánscrito Dhyâna , "meditación"), subió a la cátedra y dictó la más célebre de sus lecciones: " ÔSobre vuestro conglomerado de carne roja hay un hombre verdadero sin situación, que sin cesar entra y sale por las puertas de la cara. ¡A ver qué opina de esto alguno que no haya hablado todavía!´ Uno de los monjes salió del grupo y preguntó cómo era el hombre verdadero sin situación. El maestro bajó de su banco de meditación y atrapando al monje e inmovilizándolo, le ordenó: Ô¡Dilo tú mismo, dilo!´ El monje vaciló. El maestro lo soltó y dijo: ÔEl hombre verdadero sin situación es un montoncito cualquiera de excremento´.Y se volvió a su celda".
La expresión "un montoncito cualquiera de excremento" es en el original mucho más cruda pero, para su publicación en los diarios, he preferido sustituirla por la presente, que aparece en otra traducción de esta misma escena. El eminente sinólogo francés Paul Demiéville, traductor, en 1977, de las Lecciones de Lin Tsi , comenta así la brutal comparación, que resulta todavía más sorprendente cuando sabemos que también se la utiliza a menudo para designar a Buda: "toda definición del hombre verdadero sólo puede ser impropia, vil, sucia, puesto que por definición es lo que escapa a toda definición".
En lo referente al hombre verdadero sin situación, el profesor Demiéville ofrece el comentario siguiente: "La expresión hombre verdadero deriva directamente de los filósofos taoístas de la antigüedad, aunque también haya sido utilizada para designar a Buda y al Arhat (el santo liberado) en las primeras traducciones chinas de los textos búdicos. La palabra situación se aplica en el vocabulario administrativo a la situación de un funcionario en la jerarquía oficial. Como esa jerarquía incluía a toda la elite social, que era la única que contaba en la antigua China, un hombre sin situación era un ente marginal, carente de estatuto, una entidad indeterminada. Es más o menos en el sentido de Lin Tsi que el novelista austríaco Robert Musil, que se interesaba tanto por Lao Tsé poco antes de su muerte trágica en 1942, concebía a su héroe como un hombre sin características particulares, Der Mann ohne Eigenschaften " ( El hombre sin atributos en la traducción castellana).
En la exacta referencia que antecede, hay un solo error: la muerte de Musil fue tal vez prematura (tenía 61 años) pero no trágica. Su mujer, Martha Marcovaldi, la cuenta así en una carta: "Después de una mañana tranquila, pasada en parte en su mesa de trabajo y en parte en el jardín, subió la escalera que conducía al baño diciendo: ÔVoy a darme un baño antes de almorzar´. Y mientras se desvestía, durante un ejercio físico, o simplemente a causa de un movimiento brusco, fue derribado por un ataque. Unos minutos después que subió, abrí la puerta del baño para llamarlo, y lo encontré sin vida. Era imposible admitir que estuviese muerto, a tal punto parecía vivo con su aire de sorpresa irónica en la cara".
¡Qué bien le cuadra esa muerte al discreto mentor del hombre sin atributos! Morir, podría decirse, en plena salud, y experimentar no temor sino una sorpresa irónica ante la irrupción imprevista de la muerte, es tal vez la confirmación irrefutable de sus teorías. Porque el hombre sin atributos es aquel que, desembarazándose de todas las convenciones, las posturas sociales, los contenidos intelectuales o morales, las máscaras identitarias, los sentimientos y emociones calcados de los que difunde el medio ambiente, la sexualidad canalizada por los diques de lo socialmente permitido, volviendo al grado cero de la disponibilidad, construirá su vida oponiéndose a todo automatismo y a todo lugar común de la inteligencia, de la vida afectiva y del comportamiento.
En el imperio austro-húngaro declinante, agobiado por las pomposas reglas de la corte y por las constantes reinvindicaciones del archipiélago de pequeñas y grandes naciones y culturas que lo componían, ser un hombre sin atributos, reivindicar sólo la propia disponibilidad, sin previas adhesiones obligatorias a supuestas causas, sagradas o no, a determinadas normas de conducta, dictadas de una vez y para siempre y destinadas a regir la sucesión de generaciones fugitivas, pretendidamente idénticas unas a otras, representaba no una forma de egoísmo o una manera de volverle la espalda a la realidad, sino una sana desconfianza hacia lo consabido, lo no reflexionado, lo impuesto por la inercia aplastante del mundo.
Musil nació en una pequeña ciudad austríaca en 1880. Destinado a una carrera militar o científica, poco a poco fue abandonándolo todo, a pesar de perspectivas prometedoras en sus otras actividades, para dedicarse enteramente a las letras. Y aunque escribió varios magníficos relatos, una obra de teatro, algunos ensayos minuciosos y un apasionante diario íntimo, podría decirse que también abandonó la literatura entregándose por completo a la redacción de El hombre sin atributos , novela que le llevó casi treinta años de su vida y que quedó inconclusa. Los únicos dos volúmenes que publicó en vida, en 1930 y en 1933, tuvieron un gran éxito de crítica pero no se vendieron, el segundo sobre todo, cuya aparición coincidió con la llegada de Hitler al poder. Musil, que estaba en Berlín en ese momento, emigró primero a Viena, y después a Zurich y a Ginebra, donde vivió en la miseria hasta su muerte en 1942. En 1938, los nazis incluyeron sus libros en la lista de obras "indeseables y nocivas" y las prohibieron en Alemania. Pero en el año 2000, una encuesta entre los principales críticos literarios de Alemania demostró que la mayoría de ellos consideraba El hombre sin atributos como la más importante novela del siglo XX escrita en alemán.
Ulrich, el protagonista, no tiene nada de un aventurero o un sensualista que quisiese gozar indefinidamente de nuevas experiencias a la manera de los decadentes de finales del siglo XIX. Es un espíritu racional, sistemático, amable y jovial. Su vida transcurre en el marco de una banal existencia burguesa. El único acto verdaderamente transgresivo es su relación amorosa con su media hermana, que, a medida que avanza la novela, va transformándose en el elemento simbólico de una vida sistemáticamente dirigida a trascender las convenciones exorbitantes que el mundo impone a los individuos.
El hombre verdadero sin situación del enérgico maestro Lin Tsi retorna entonces inesperadamente en nuestro tiempo en la gran novela de Robert Musil. Pero, en otro registro, también podrían representarlo a su manera esas hilachas de hombres que son los personajes de Samuel Beckett. En todo caso, está presente en las reflexiones actuales sobre la crisis y el estatuto del sujeto, y en la desconfianza de algunos hacia todas aquellas ideologías que exaltan, sin mayores precisiones, los méritos discutibles del concepto de identidad.