La continuidad de una misión
Emoción, pedidos e historia en un homenaje por los 45 años del Taller de Danza Contemporánea del Teatro San Martín
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Un gesto: la cabeza de la mujer, menuda, mayor, visiblemente emocionada, busca apoyarse en el hombro de él, que es muy alto, joven, sonriente. Después de escuchar hablar sobre formación, generosidad, sueños, y de oír repetidamente la palabra lugar –”espacio propio”–, permanece la imagen de ellos dos recibiendo una placa dorada. Y el par de manos que la entrega, todo lo que sucede en los cinco segundos que dura esa escena también tiene que ver con la continuidad de una misión.
En el hall de la sala Casacuberta, anteayer, un grupo de personas celebró el homenaje que el Consejo Argentino de la Danza organizó por los 45 años del Taller de Danza del Teatro San Martín. Norma Binaghi, su directora desde 1989, y Damián Malvacio, flamante codirector, no fueron los únicos protagonistas. En una larga mesa vestida de verde –la mesa verde de Kurt Jooss, bromeó por lo bajo un colega, muy atinado con su chiste sobre una obra insignia de la danza moderna– estaban su creadora, egresados, maestros y fieles de esta institución elemental para la formación de bailarines en el país. Semillero del Ballet Contemporáneo que cumple el mismo tiempo en carrera y merece también un tributo.
Una misma madre para las dos criaturas: Ana María Stekelman, allí con el micrófono, la inconfundible melenita con una mecha rojiza adelante y una sencilla declaración para empezar: “Yo quería hacer algo bien”. A la par que dirigía el Grupo de Danza –antecedente fundacional de una compañía que es razón de orgullo para la cultura de esta ciudad–, la mujer dejó a esos bailarines en buenas manos (las de Oscar Araiz) para trabajar “con la gente más pura”, los jóvenes aprendices. El Taller se radicó en un lugar donado por Ana Itelman –Ana y Renate Schottelius, omnipresentes en el aire de este hall–, “chiquito, con columnas, mal olor”, que aun con el agradecimiento que implica toda donación “no favoreció” para que tuvieran “otro espacio propio”. Actualmente, en la sede original de la avenida Santa Fe 1440 funciona un nuevo cuarto año que extiende el original ciclo para aquellos intérpretes que quieren ampliar sus horizontes como creadores. Los alumnos de primero y segundo se forman en el Teatro de la Ribera, en La Boca, y los de tercero, en una sala del octavo piso del San Martín.
“Los espacios no son chicles y las autoridades deben dar una respuesta. No podemos pensar en las estructuras de 1977″, diría Alejandro Cervera, a quien Stekelman acababa de presentar como un maestro con la extraordinaria virtud de enseñar la música a través del cuerpo. Pero antes, en el inicio de su participación, el coreógrafo compartió una experiencia elocuente. Contaba que el mes pasado asistió al Teatro Colón a ver Los siete pecados capitales (ballet cantado, con música de Kurt Weill, libreto de Bertolt Brecht y coreografía de Ann Yee) y sobre el escenario de esa producción internacional, que tantos elogios cosechó de la mano de la directora Sophie Hunter, se encontró con varios bailarines egresados del Taller.
De este lado de la mesa verde, entonces, no eran menos amantes de la danza los que seguían el acto, algunos legendarios como José Zartman, padre de un Bolero, o Rodolfo Olguín, el señor del Modern jazz. Pocos alumnos, hay que decirlo también. Llegó a escuchar algunos halagos y pedidos la directora del Complejo Teatral de Buenos Aires, Gabriela Ricardes, no así los aplausos del final, pero muy amable más tarde respondió a la consulta sobre el tema del lugar que tanto preocupaba. No estaba en su agenda del primer año de gestión ni nadie se lo fue a llevar, dijo, pero podría revisarse con una premisa: no separar el espacio de formación del ámbito profesional, los teatros.
“Contemporáneo quiere decir a la par en el tiempo”, había recordado Cervera. Y un “taller –no una escuela– habilita la prueba y el error”. Dos conceptos que en este contexto podrían resignificarse.
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