La ciruela de Tolstoi
Hay un lugar común que asocia a la infancia con el paraíso perdido. Es algo que claramente no se verifica en la Argentina de hoy (donde más del 50 por ciento de los niños son pobres), pero suele tratarse de un momento de la vida vinculado a un tiempo de amor, cuidados, juegos y una existencia libre de obligaciones. Es la razón por la cual el magnate Charles Foster Kane, protagonista de El ciudadano, para muchos la mejor película de la historia, a pesar de tenerlo todo (poder, dinero, fama, mujeres) siente, en su lecho de muerte, que no tiene nada; solo sueña con aquel trineo que amaba de pequeño y que tenía tallada la silueta de una rosa y la palabra “Rosebud”. El trineo, por supuesto, simboliza su infancia, cuando vivía bajo el cuidado de su madre y no había sido tiznado por una vida de negocios y corrupción.
En 1913 Marcel Proust publicó el primero de los siete tomos de En busca del tiempo perdido. A poco de empezada la novela encontramos la famosa escena de la magdalena que dispara en el protagonista el recuerdo de un momento específico de su infancia mediante el cual recuperará escenas de su pasado: “Y cuando reconocí el gusto del pedacito de magdalena mojado en té que me daba mi tía (…), enseguida la vieja casa que daba a la calle, donde estaba su habitación, vino como un decorado de teatro a sumarse al pequeño pabellón que daba al jardín (…); y con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta la noche y en todos los tiempos, la plaza adonde me mandaban antes de almorzar, las calles por donde iba a hacer los mandados, los caminos que tomaba si hacía buen tiempo. Todo lo que toma forma y solidez, salió, ciudad y jardines, de mi taza de té”.
Desde entonces se suele recurrir a la figura de la “magdalena de Proust” para ilustrar el fenómeno neurológico por el cual somos capaces de evocar, a través de un aroma o un sabor, una experiencia significativa y en general placentera de nuestra infancia. Proust se llevó la fama, y es probable que la merezca, por el ritmo y la minuciosidad con los que compone el cuadro. Pero no era la primera vez en que un escritor intuía el trabajo misterioso y genial que biología y química, tálamo e hipotálamo, realizan recobrando la memoria mediante los sentidos. Dos décadas y media antes León Tolstoi había alcanzado una verdad parecida hacia el final de La muerte de Iván Ilich.
Luego de escribir Guerra y Paz y Anna Karenina Tolstoi afrontó una crisis espiritual que lo llevaría a adoptar una vida ascética y a escribir textos pedagógicos que debido a su inmenso talento entraron al canon de la literatura. La historia de Iván Ilich es uno de ellos. Al igual que Foster Kane, Ilich está en sus últimas horas: sufre dolores físicos y tormentos morales, sabe que va a morir. Y al contemplar su vida siente que ha sido todo menos virtuosa. No encuentra consuelo en su familia ni en el presente: “Iván Ilich, con el rostro vuelto hacia el respaldo del diván, no vivía más que en el pasado. Empezaba por los acontecimientos más próximos para remontarse, en la imaginación, hasta su infancia y detenerse allí”.
En 1886 Tolstoi hace que un sabor del presente le traiga a su protagonista el sosiego de la vida dulce de la infancia, una etapa libre de dolor: “Si Iván Ilich pensaba en las ciruelas que acababan de ofrecerle aquel día, se acordaba de las ciruelas pasas, todas arrugadas, de su niñez, de su gusto especial y de la saliva que llenaba la boca cuando se llegaba al hueso; y aquel recuerdo arrastraba otros de la misma época; su criada, su hermano, sus juguetes”. El parecido es notable. Y aunque no haya evidencia, es probable que Proust se haya inspirado en este párrafo para su modélica evocación de Combray. Quizá existan pruebas de esta lectura y algún día dejemos de decir la “magdalena de Proust” para referirnos a la idea de recuperar un pasado ideal a través del gusto, y empecemos a hablar de la “ciruela de Tolstoi”.
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