La campaña política: el show debe continuar
Prebendas, trifulcas y un atracón con ostras detrás de una pintura de William Hogarth que demuestra que el mundo de la política poco ha cambiado desde entonces: de la vanidad a la corrupción, del despilfarro a los errores de criterio, de la obsecuencia al desacato
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William Hogarth (1687-1764) fue un ilustrador inglés testigo de los primeros pasos titubeantes de la democracia británica y un perspicaz observador de las “conductas morales modernas” que reflejaba irónicamente en sus ilustraciones y grabados. Debió ganarse la vida desde joven cuando su padre fue apresado por deudas (otros grandes artistas como Charles Dickens pasaron por la misma experiencia). Por tal razón, buena parte de su formación fue autodidacta. En la obra de Hogarth se destaca su escepticismo y sarcasmo potenciados por la lectura de autores como Henry Fielding y su “épica cómica en prosa” en libros como Tom Jones (1749), la historia de un arribista.
En esta línea, Hogarth creó una serie de cuadros que conformaron un ciclo narrativo, como Marriage à-la-mode” (donde alude al matrimonio por conveniencia y refleja el mutuo desinterés entre el marido y la esposa), El progreso del libertino (la promiscua existencia de un caballero) y La carrera de un prostituta (una joven que vende sus favores a fin de ascender en la escala social). El mundo de la política era una fuente inagotable de temas para el artista, que iban de la vanidad a la corrupción, del despilfarro a los errores de criterio, de la obsecuencia al desacato. Pintó y caricaturizó a los políticos con una extensa escala cromática para recalcar el orgullo, la desvergüenza y el poco sentido común que los caracterizaba, aunque también incluía, cada tanto, una pizca de ingenio y hasta algo de humildad entre los personajes retratados en la contienda electoral.
En La campaña electoral, de 1754, surgen con fuerza las disputas políticas partidarias, gracias a los recortes en el poder del rey Jorge II, un monarca de origen alemán que no tenía el mejor concepto de los súbditos: “Ni los pasteleros ingleses saben preparar dulce (y) las conversaciones inglesas no valen nada…”, solía decir el monarca.
Ante este retroceso de la aristocracia, la Cámara de los Comunes se convirtió en el lugar propicio para la construcción de una frágil democracia condicionada por la corrupción y la compra de votos. No era esta una democracia como la conocemos nosotros y tampoco como la habían practicado los griegos en tiempos de Solón (democracia no significaba el gobierno del pueblo para los atenienses, si vemos otra concepción etimológica, para los griegos era el gobierno de los “demiurgos” o artesanos y ”geomoros” o campesinos). Entonces, en Gran Bretaña, apenas tenían derecho a votar 16.000 personas, la mayoría, ricos terratenientes. Para asegurar la alternancia en el poder se debía elegir nuevos candidatos cada siete años, pero este detalle burocrático no siempre era observado. Entonces, como ahora, todo tenía su precio, que se exigía en forma casi descascarada. No necesariamente los votantes reclamaban dinero, sino favores y un primitivo distribucionismo prebendario a través de cenas y convites generosamente regados con gin y cerveza.
William Hogarth se inspiró en uno de estos mítines, donde desfilaban todo tipo de personajes.
Una vez que el aspirante alcanzaba un escaño en el Parlamento, que podía costar varias miles de libras esterlinas salidas del bolsillo del mismo candidato (quien pretendía reembolsarlos durante su gestión), el soborno era el instrumento político más usado para obtener la sanción de una ley. El primer ministro, Robert Walpole, quien ocupó el cargo desde 1721 a 1742, lo decía claramente, sin sonrojarse: “En la Cámara de los Comunes cada hombre tiene su precio”. Está a la vista, en política no se ha inventado nada nuevo.
Hogarth pintó en este lienzo una escena ficticia en la que los conservadores (conocido como “tories”) eran la oposición y se manifestaban en la calle contra el modo de recuento de papeletas propuesto por los liberales o “whigs”. A través de la ventana, se ve la protesta de los tories que llevan una pancarta en la que se lee, entre otros reclamos: “Devuélvannos once días”. El cartel hacía alusión a que el 2 de septiembre de 1752 entró en vigencia en Gran Bretaña y sus colonia el decreto que consagraba al almanaque gregoriano (propuesto por el Papá Gregorio Xlll y que recién fue aceptado por todos los países en el siglo XX), en reemplazo del juliano (que se usaba desde los tiempo de Julio Cesar).
Por este decreto del Parlamento, especialmente apoyado por los whigs (los tories eran más reticentes a los cambios) en la noche de ese 2 de septiembre se corrigieron los once días de desfasaje y la mañana siguiente fue 14 de septiembre, por decreto. Este cambio no fue bienvenido por todos. Aunque corregía diferencias con otros países, en Inglaterra y sus colonias alteraba las fechas de los contratos, compromisos comerciales, pago de rentas mensuales y, especialmente, ¡el pago de jornales! Muchos intereses se vieron afectados y esto ocasionó disturbios como el que Hogarth retrata en esta obra, aunque ya habían pasado dos años desde el cambio de normativa.
Los que se encontraban en la sala del banquete eran los whigs, que enarbolaban el lema de “libertad y lealtad”. Estos no fueron inmunes a las agresiones de los tories que arrojaban piedras al interior, dejando algunos lesionados como se puede ver en el primer plano donde es atendido una víctima de una pedrada (curiosamente, la curación se hace con ginebra).
Las trifulcas entre los sectores politizados no eran la excepción y a veces terminaban con muertos de cada bando, como ocurrió en Oxfordshire durante estas elecciones de 1754.
Los mítines políticos eran actos demagógicos que no solo traían confrontaciones y golpes sino también acoso de admiradores (como se ve en el extremo izquierdo del cuadro, donde una señora entrada en años intimida a un joven candidato) sino, también, indigestiones como la que sufrió el alcalde del pueblo (en el extremo derecho de la pintura) después de un atracón con ostras. El cirujano le está practicando una sangría, método terapéutico del que hacían uso y abuso en esa época de escasos recursos terapéuticos .
Sus opiniones políticas, volcadas en cuadros y grabados donde atacaba la corrupción y la hipocresía, no fueron gratuitos para Hogarth, quien sufrió agresiones verbales y literarias que el pintor respondía con caricaturas y dibujos plenos de sarcasmo. Este intercambio de opiniones, no carente de momentos violentos, influyó en su salud. Hogarth murió de una hemorragia cerebral. Fue enterrado cerca de su casa en Chiswick y el gran actor shakesperiano, David Garrick, a quien Hogarth había retratado, escribió en su epitafio: “¡Adiós, gran pintor de la humanidad! Tú has alcanzado la cumbre más alta en nombre del arte… Caminante, si te entusiasma la genialidad, ¡detente! porque aquí yacen las honradas cenizas de William Hogarth”.