La caligrafía, el dictado y la máquina de escribir
En El discurso vacío (y en parte de La novela luminosa), Mario Levrero cuenta cómo se propuso mejorar la letra, convencido de que la caligrafía tendría efectos terapéuticos para afirmar el carácter. En tiempos en los que la pedagogía decidió descartar la buena letra y en que el chat GPT intenta propagar que ni siquiera es necesario saber escribir, puede parecer retardatario la clase de adiestramiento a la que se sometía Levrero.
Hace tiempo, sin embargo, que, siguiendo sus pasos, me puse a combatir esa cursiva que los años frente a la computadora fueron llevando a la ilegibilidad. Me gusta la comodidad de los teclados de hoy, ni siquiera reniego del viejo traqueteo de la máquina de escribir (que obligaba a pensar cada frase con más detenimiento), pero en la escritura a mano hay algo reparador. Se parece a dibujar. No sé si la caligrafía mejora el carácter (o nos vuelve mejores personas, como pensaba Levrero), pero seguro da la tranquilidad de entenderse a uno mismo.
"‘Escribir a máquina para él era como acompañar a un cantante al piano’, decía una amanuense de Henry James"
No es un fin, claro: es, más bien, una forma de refugio. Basta el proyecto de imaginar volver a escribir absolutamente todo a mano para que la idea suene a tortura. De hecho, hace más de un siglo, poder pasar a la rapidez de la máquina de escribir fue para muchos lo contrario: una liberación. De pronto, todo se volvía evidente, fácil de leer.
La nostalgia por el escritor inclinado sobre su cuaderno o su libreta con aire meditabundo es, en gran medida, un malentendido romántico. Henry James (1843-1916), por ejemplo, prefería escribir a mano, pero en sus últimas décadas de producción se dedicó a dictar, práctica hoy abandonada que las nuevas tecnologías, con sus limitaciones, están ayudando a reeditar.
James, artístico y prolífico a partes iguales, es un buen ejemplo para ilustrar cómo la escritura va más allá de los medios que se usen. En un libro reciente, El siglo de la máquina de escribir, que estudia los efectos de la aparición de ese artilugio en distintas obras, el australiano Martyn Lyons describe en detalle los cambios en la manera de trabajar del autor de Otra vuelta de tuerca, al que siempre imaginamos manuscribiendo. Durante la primera parte de su carrera, en la segunda mitad del siglo XIX, James escribía a la vieja usanza, pero a partir de cierto momento –casi en coincidencia con la aparición de la máquina de escribir, allá por 1880– apeló a mecanógrafos para el copiado de sus obras. Escribía sus cartas con pluma, pero se disculpaba cuando lo hacía a máquina, seguro de que su corresponsal se aterraría al recibir mensajes en “remingtonés”, como llamaba, por la máquina Remington, a esas páginas de “caracteres de sangre fría”, que dejaban de lado el pulso personal.
En todo caso, según cuenta Lyons, cuando escribía Lo que Maisie sabía, en 1897, el escritor comenzó a sufrir un dolor de muñeca recurrente que lo llevó a comprar una máquina y contratar a un amanuense. El primero fue un estenógrafo que después pasaba las notas que tomaba dándole al teclado. Fue reemplazado en 1901 por una tal Mary Weld. No le agradaba el trabajo, pero dejó una descripción del escritor en acción: “Dictaba de forma hermosa. Tenía una voz melodiosa … Escribir a máquina para él era como acompañar a un cantante en el piano”.
James encontraría a su colaboradora definitiva en Theodora Bosanquet, que lo acompañaría hasta su muerte. Fue con ella al comando de la máquina que el estilo del escritor se fue volviendo más digresivo, más oral y coloquial. El dictado empezó a afectar la extensión de sus cuentos, con el riesgo de ser rechazados para la publicación (algo letal para alguien que dependía de la paga de las revistas). ¿Qué hacer? Ante la encrucijada, el escritor volvió a hacer bosquejos a mano, que después dictaba, lo cual, bien mirado, es una forma de volver a cerrar el círculo. Escribir a mano siempre va a tener algo de anacrónico, pero nunca deja de ayudar –ayer y hoy– a pensar mejor.
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