La cábala en la obra borgeana
LOS CAMINOS DE BORGES Por Beatriz Borovich (Lumen)-158 páginas-($ 29)
ENTRE las incontables aproximaciones críticas alentadas hasta la fecha por la obra de Borges, hay una -la que explora sus relaciones con el judaísmo- que supo alcanzar, especialmente en la Argentina y en los Estados Unidos, un desarrollo admirable.
Sería poco menos que imposible y del todo innecesario enumerar aquí los trabajos que dan forma a ese elocuente caudal exegético. Bastará en cambio con remitir a dos de esos libros para saber que, en ellos, ese acercamiento al vínculo de Borges con el judaísmo encuentra su expresión cabal. Ellos son el de la norteamericana Edna Aizemberg, titulado El tejedor del Aleph , y el del argentino Saúl Sosnowski, Borges y la cábala, ambos publicados en 1986. Tanto Aizemberg como Sosnowski entienden lo judío en Borges como una trama simbólica llamada a jugar un papel elocuente en la conformación de su propio universo temático. De no haber sido así, Borges hubiera terminado siendo una metáfora de lo judío y no lo judío un recurso más, hondísimo por cierto, del universo borgeano.
Es esa conversión de Borges en una metáfora de lo judío el error de perspectiva en el que, desgraciadamente, incurre el libro de Beatriz Borovich.
El interés de la profesora Borovich por la cábala no es reciente pero tampoco es novedoso ni devoto de la profundidad. Bien lo prueba este trabajo cuyos desvelos oscilan entre la demorada glosa de algunas piezas borgeanas, realizada al parecer para esclarecimiento de quienes no lo leyeron nunca, y una afanosa caracterización, por cierto más descriptiva que analítica, del universo judío y, dentro de él, de la cábala, sus intrincadas ramificaciones y su íntima unidad. De manera que, renunciando en su labor al despliegue de todo otro propósito que no sea el de inscribir a Borges en el orbe de la cábala, termina la autora por desatender el cumplimiento de la que acaso hubiera sido su tarea más pertinente: la de describir y ponderar la función de la cábala en relación con el orbe borgeano, sin hacer de esa función un hecho autónomo o segmentado.
En su recorrido epitelial por la mística judía, en el que resulta evidente la escasa incidencia de las enseñanzas imperecederas de Scholem, la profesora Borovich no logra iluminar con una interpretación personal el mundo de Borges ni tampoco contemplar ese mundo como una construcción personal. Prefiere reconocer a Borges sólo como expresión del campo problemático judío y no como un creador ejemplar que supo encontrar en lo judío (así como también en las sagas finlandesas, en los mitos germánicos y en las leyendas gauchescas) una más de sus metáforas entrañables.
No subestimo la sinceridad del empeño de la profesora Borovich; cuestiono en cambio su concepción de la literatura borgeana; ésa que la impulsa a leer al autor de El Aleph como un aficionado a la mística antes que como un creador de ficciones. Ciertamente, ese empeño algo nos dice del indiscutible fervor de Borges por algunas tradiciones judías; poco y nada, lamentablemente, nos revela de lo que supo hacer de Borges -incluso por el tratamiento poético dispensado a lo judío- una de las voces más originales de la literatura del siglo XX. De modo que, habiéndoselo propuesto o no, la profesora Borovich termina convirtiendo los cuentos y poemas que analiza en un reflejo o en un eco entusiasta de cuanto la cábala desde siempre sentenció.
Quisiera, por último, recordar algo que, para muchos, será sin duda más que evidente. Inscribir la producción de un artista en un campo conceptual previamente trazado, tratar de que, esa producción, quepa como sea en lo prestablecido por él, es un vicio estéril que ya probó con generosidad su insuficiencia en decenas de volúmenes de crítica estética marxista y en no menor número de monografías de psicoanálisis mal aplicado. ¿Para qué insistir en ello si no es para liberarnos de la auténtica complejidad de lo bello? El reduccionismo, venga de donde viniere, seguirá siendo siempre lo que es: un credo esquemático. Poco importa que sus estandartes sean esgrimidos por la tropa leninista o la freudiano-lacaniana, o abusivamente atribuidos al sutil Luria o al maravilloso Baal Shem.
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