La Bienal de Venecia busca un futuro mejor en el arte del pasado y el presente
La gran cita del arte contemporáneo reivindica el trabajo de mujeres que se adelantaron a los grandes debates de la actualidad y augura un porvenir lleno de híbridos con la tecnología y con el resto de especies
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Hay otros mundos, pero están en este. La cita célebre del poeta surrealista Paul Éluard es el hilo conductor de la nueva edición de la Bienal de Venecia, que abrirá sus puertas al público este sábado, con un año de retraso respecto al calendario previsto a causa de la pandemia. La exposición principal de esta bienal, que sigue siendo la cita más importante del arte contemporáneo más de un siglo después de su creación en 1895, plantea otros futuros para la civilización en un momento en que las crisis se superponen y ponen en duda su propia supervivencia.
La curadora italiana Cecilia Alemani, responsable del programa artístico del High Line de Nueva York, enuncia algunas hipótesis para alcanzar un porvenir algo más próspero a través de las obras de 213 artistas de 58 países, que dan cuenta de todos los debates de la actualidad. La mitad de ellos están muertos y el 90% son mujeres, el mayor porcentaje en la historia de una bienal que solo logró alcanzar la paridad en su edición de 2019.
No es solo un gesto simbólico. También traduce una voluntad de señalar a esas mujeres arrinconadas en el canon como visionarias, más lúcidas a la hora de rastrear esos mundos posibles que se esconden en el que ya conocemos, tal vez por su propia condición de marginales. Otro aforismo de Éluard rezaba que vivimos en el olvido de nuestras metamorfosis. No es el caso de estas artistas, que se anticiparon a casi todo lo que llegó después. Al frente de ese grupo está Leonora Carrington, la surrealista británica exiliada en México. La exposición lleva el título de uno de sus libros, The Milk of Dreams (Leche de sueños), un conjunto de historias sobre seres en transformación permanente, que conviven pacíficamente con los animales y las máquinas. Esa es la primera de las quimeras que Venecia aspira a esbozar. “Tomé el libro como inspiración para una muestra que quiere hablar de las transformaciones del presente, de cómo nuestros cuerpos cambian bajo la presión de la tecnología y el medio ambiente”, decía Alemani al inicio de su exposición.
En pabellón central de los Giardini, una escultura de Katharina Fritsch da la bienvenida al visitante. Representa a un elefante a tamaño natural, solo que colocado sobre un pedestal, como si fuera un líder militar de otro tiempo. La alemana, que recibirá el León de Oro de esta edición junto a la chilena Cecilia Vicuña, defiende que ese paquidermo, que cinceló en 1987, es tan digno de elogio, si no más, que cualquier hombre de poder. En salas sucesivas aparecerán otras artistas que proponen una inversión parecida de valores. Vicuña presenta una instalación inspirada en la laguna veneciana, donde trozos de cuerdas, plásticos y otros residuos marinos esconden una insospechada delicadeza. Lo feo se vuelve bello, como sucede con las estatuas de cristal de la rumana Andra Ursuta, que parecen haber sobrevivido a una catástrofe nuclear. Rosemarie Trockel convierte la más gruesa de las lanas en una serie de lienzos minimalistas, igual que la india Mrinalini Mukherjee usa el macramé para erigir esculturas colgantes, llenas de pliegues y cavidades que remiten a la anatomía femenina.
Alemani busca el origen de esos híbridos imposibles en las mujeres vinculadas al surrealismo y encuentra algunas correspondencias en el arte actual. Por ejemplo, la propia Carrington a una dama de la alta sociedad que se convierte en ave, Dorothea Tanning retrata a una fémina transformada en planta y Remedios Varo, una de las seis artistas españolas de la muestra, a otra que se transmuta en gato. Por su parte, Jane Graverol, asociada al grupo surrealista belga, pinta a una mujer con esqueleto de máquina décadas antes que llegaran las tesis sobre los cíborgs de Donna Haraway o incluso Titane, ganadora de la última Palma de Oro. El recorrido sigue con la reivindicación de las prácticas ocultistas y la inclusión de nombres como Georgiana Houghton, pionera de la abstracción en el siglo XIX con sus dibujos guiados por supuestas fuerzas divinas, o Josefa Tolrà, una médium del Maresme que dibujó caligramas donde combinaba el espiritismo con la herencia católica, traumatizada por la muerte de su hijo en la Guerra Civil.
Por su parte, la danesa Ovartaci pintó criaturas antropomórficas mientras estuvo encerrada en un sanatorio y creó maquetas de máquinas voladoras para poder escapar de este mundo en dirección a otro un poco mejor. En realidad, la muestra también funciona como una historia cultural de la violencia ejercida contra el cuerpo de las mujeres. Recorre su representación en el arte de las últimas décadas, de los cuentos malsanos que suelen ser los óleos de Paula Rego a los retratos espectrales de Miriam Cahn o las esculturas fragmentarias de Sara Enrico, Julia Philips o June Crespo, que pueden recordar al tropo surrealista de la mujer desmembrada.
En la otra sede de la Bienal de Venecia, en el Arsenale de la ciudad italiana, Alemani apuesta por otra vía distinta para encarar el futuro, bastante menos osada que la de la hibridez y el transhumanismo: la supervivencia del planeta pasará necesariamente por el respeto al medio ambiente y sus frágiles equilibrios, por volver a conectar con los saberes ancestrales y las tradiciones que el colonialismo casi logró aniquilar. Ese segundo tramo comienza con un diálogo entre una escultura monumental de Simone Leigh con las obras de la cubana Belkis Ayón, que comparten el mismo imaginario poscolonial, y sigue con una larga sucesión de obras que actualizan las tradiciones del arte naíf, el folk art o incluso el arte povera. En su mayoría, proceden del mundo no occidental, como los mantos vudú de la haitiana Myrlande Constant o los lienzos elaborados con cable eléctrico del etíope Elias Sime.
Latinoamérica está muy bien representada, gracias a la cerámica del argentino Gabriel Chaile, los retratos femeninos en formato acordeón de la chilena Sandra Vásquez de la Horra, un laberinto de tierra, tabaco y café de la colombiana Delcy Morelos o los óleos monocromos e inspirados en la naturaleza de la brasileña Solange Pessoa. Todo termina en un peculiar jardín de las delicias firmado por Precious Okoyomon, corrompido por la herencia de la colonización y el esclavimo. Aunque, justo antes, la muestra se detenga en la escultura mutante representada por los aliens de Marguerite Humeau, las obras giratorias de Monica Al Qadiri, inspiradas en la industria petroquímica, o los nuevos trabajos de Teresa Solar, en los que formas coloristas surgen de otras que parecían inertes, como crisálidas que insinúan que una regeneración no es imposible, aunque no se vaya a parecer en nada a lo que hemos conocido hasta ahora. Hay otros mundos, y puede que las artistas los vean mejor.
El punto de partida del pabellón español en Venecia es sencillo: hacer girar diez grados este edificio de ladrillo inaugurado en 1922 para alinearlo con los de sus vecinos de Bélgica y los Países Bajos. Con su proyecto Corrección, Ignasi Aballí ha creado una arquitectura paralela en el interior del pabellón, en un tono de blanco ligeramente distinto, lo que provoca un conflicto entre pasado y presente que da como resultado un nuevo espacio híbrido y algo ominoso, solo apaciguado por la luz del Adriático que entra por las claraboyas.
Este juego de superposiciones tiene una lectura política —”la oposición entre dos ideologías, como puede ser la que es propia de las dos Españas”, confirmaba la comisaria Bea Espejo—, de la que Aballí no renegaba ayer, en una primera jornada en la que su proyecto despertó el interés de una importante galería internacional. Se trata de una apuesta radical en dos sentidos. “De entrada, deja casi vacío un pabellón en una bienal que tiende a la espectacularidad. Tengo la sensación de que vamos muy a contracorriente”, sostenía Aballí sobre el minimalismo que desprende su intervención.
Por otra parte, aboga por reinventar los espacios obsoletos de estos pabellones centenarios, vestigios de un tiempo donde los nacionalismos hacían estragos en Europa. ¿Tiene sentido prolongar la competición artística entre países que es la Bienal de Venecia en un tiempo en que la guerra ha vuelto al continente? La comisaria Cecilia Alemani dice ser partidaria de “no cerrarlos, sino de usarlos de manera inteligente, poniendo en duda la herencia incómoda de los Estados-nación”. El pabellón español es el mejor ejemplo de esa línea, igual que una intervención arquitectónica relativamente similar de Maria Eichhorn, representante de Alemania, y que los discursos críticos con el colonialismo y el esclavismo que contienen los espacios de Francia, Estados Unidos o México.
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