La batalla siempre perdida
2666 Por Roberto Bolaño-(Anagrama)-1128 páginas-($ 68)
En Invitado a una decapitación (1938), Vladimir Nabokov se burlaba de las novelas maratónicas. Cincinnatus, el protagonista, condenado a muerte, decide matar sus últimos días leyendo Quercus, supuesta cima de la narrativa moderna. Cuando llega a las mil páginas calcula que le faltan todavía dos terceras partes y conjetura que en las últimas páginas el roble (Quercus es la biografía de un roble) habrá alcanzado los seiscientos años de edad. Esta primera ironía (contra la longitud, contra cierta vanguardia, incluso contra el futuro Nabokov de Ada o el ardor) cobra seriedad cuando Cincinnatus concluye que la novela sólo lo hace pensar en la inevitable muerte física de su autor: el roble real podría llegar a esa edad provecta; el imaginario y su creador, nunca.
Ignacio Echeverría, albacea literario del chileno Roberto Bolaño, en un posfacio donde razona por qué se decidió editar 2666 en un único volumen y no en las cinco novelas independientes que pretendía su autor (fallecido tempranamente en 2003, a los cincuenta años) encuentra una clave de su extensión y de su ambición en la frase de un personaje que se pregunta por qué los lectores de hoy no privilegian "las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido", esas donde "los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos...". En esas páginas (con la excepción de Kafka) se nombra a escritores decimonónicos, como si Bolaño aspirara a reflejar, en el espejo deformante del siglo XXI, pasiones semejantes a las de ellos.
Su monumental novela póstuma, con más de un millar de páginas, es, en efecto, una obra torrencial. También es desprolija, una marca de estilo que el escritor afincado en España supo explotar para desactivar y distanciarse de los modos almidonados del viejo boom. Muchos elementos ayudan a anudar las cinco partes o novelas (como se prefiera) incluidas en 2666, pero hay dos que se destacan sobre el resto. Por un lado, la ciudad del norte mexicano, Santa Teresa, donde se sucede una escalofriante e irracional serie de crímenes de mujeres (el referente, real, es la fronteriza Ciudad Juárez). Por el otro, Archimboldi, un escritor alemán octogenario, ausente y escurridizo en la mayor parte de la obra y en el que se condensan diversas figuras literarias (el ambiguo Ernst Jünger, el misántropo Arno Schmidt, el invisible Thomas Pynchon).
Las cinco secciones son muy distintas entre sí. La primera (La parte de los críticos) gira alrededor de un grupo de especialistas archimboldianos que se encuentran en diversos congresos, establecen un triángulo amoroso y terminan viajando hacia el norte de México donde, se supone, fue visto el mítico escritor. La segunda, la más leve (La parte de Amalfitano), tiene como protagonista a un ex profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona que, después de que su mujer lo abandonara por otra, decide trasladarse a Santa Teresa. La tercera (La parte de Fate) se centra en un periodista negro norteamericano que es enviado a Santa Teresa a cubrir inopinadamente un combate de boxeo, se ve inmerso en el bajo mundo del narcotráfico y la prostitución y comienza a interesarse en los crímenes seriales; la cuarta (La parte de los crímenes) se ocupa de los asesinatos, de su desorganizada investigación y de la captura y reclusión de un supuesto culpable, un alemán gigante y rubio de apellido Haas. La última (La parte de Archimboldi), es sin duda la más lograda de todas. Sigue al escritor que figura en el título desde su nacimiento, sus gélidas experiencias como combatiente en la Segunda Guerra Mundial en el ejército nazi, sus amores y circunstancias, pasando revista a su anómala carrera como escritor hasta el viaje final a México que, en el comienzo, los especialistas universitarios nunca llegaron a corroborar.
El resumen, no hace falta decirlo, es somero: los diversos protagonistas ya citados pueden aparecer en las distintas secciones (aunque no necesariamente en todas) al tiempo que los personajes secundarios se reproducen a ritmo prodigioso.
Existe una velocidad característica en la prosa de Bolaño, en sus frases rápidas y certeras que, en pocas páginas, encadenan acontecimientos sin solución de continuidad. Pero esa velocidad, ese modo de rozar apenas los hechos, que el autor chileno explotó con tanta pericia en sus obras breves y en la extensa y fundamental Los detectives salvajes, en este caso tambalea, como si hubiera una inadecuación entre su estructura, por muy ambiciosa que ésta aparente ser, y su materia narrativa, mucho más simple y directa. Esto crea, en el largo tranco de mil páginas, una impresión de superficialidad. "La bondad (o la excelencia) de una obra giraba alrededor de una apariencia -le hace decir Bolaño a Ivanov, un escritor soviético de ciencia ficción-. Una apariencia que variaba, por supuesto, según la época y los países, pero que siempre se mantenía como tal, apariencia, cosa que parece y no es, superficie y no fondo, puro gesto ..."
El universo de Bolaño, de pasiones poco decimonónicas, por cierto, y sí muy contemporáneas, supo deslizarse en sus otras obras sobre esa superficie para revelar todo el absurdo y dolor contemporáneos. Sus personajes no tienen una psicología profunda. Son náufragos extraviados en un mundo donde los tejidos sociales han sido arrasados, donde las huellas de indiferencia son cicatrices de una derrota política olvidada, donde sólo queda una violencia desnuda que se adecua al epígrafe de Baudelaire con el que decidió inaugurar esta novela: "Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento".
Sin embargo, el gran edificio de 2666, frente a tanto vacío existencial, frente a esa larga saga de crímenes descriptos con minucia, queda resentido y saca a la luz un rasgo inesperado: en la novela queda muy poco de ese humor grotesco y trágico que volvían respirables casi todas las obras previas del chileno.
A un crítico poco debería importarle si Kafka soñaba con ser Samsa. Pero en este caso, se hace inevitable nombrar la muerte de Bolaño, que él preveía. No por sentimentalismo sino porque toda el texto está teñido, voluntariamente, por un melancólico y por momentos desesperado clima de despedida. Es en esa lucha a brazo partido, mucho más que en las desconsoladas vicisitudes de sus personajes, que se esconde su secreta emoción. Un ejemplo, que es también una metonimia de 2666: Amalfitano, confundido por el autoexilio absurdo que se impuso en la desbocada Santa Teresa, encuentra entre sus libros uno que no le pertenece. Decide seguir entonces las indicaciones que, como regalo de bodas, Marcel Duchamp le envió desde Buenos Aires a su hermana para realizar un ready-made. Amalfitano engancha el libro de una soga para colgar la ropa y deja que el viento elija qué páginas leer, que el clima, el viento, las lluvias lo erosionen, lo rasguen, lo vayan volviendo irreconocible, como si Bolaño sospechara que en el año que le da su enigmático título al libro (único año del milenio que incluirá la cifra del apocalipsis; ese año mucho más lejano que los años que nos separan del Quijote) poco y nada fuera a quedar de la obra que leemos, de él, de nosotros. Con rebeldía resignada, siguiendo los pasos de Cincinnatus en su celda, Bolaño parece decirnos que, a pesar de su belleza y necesidad, la literatura es una batalla en la que, tarde o temprano, todo se pierde.
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