La batalla de los sexos
Hay una guerra entre el hombre y la mujer, cantaba Leonard Cohen en una de sus canciones más célebres e inspiradas. Si se acepta como cierta la idea de que efectivamente existe tal estado de beligerancia fluctuante pero insalvable, irreductible, puede contarse, entonces, con una clave de lectura eficaz para interpretar Las mujeres que amé, de Daniel Guebel. Un libro que a pesar de estar hecho de materiales heterogéneos, fragua su unidad a partir de una misma sensación de perplejidad, de una incertidumbre acuciante que tiene como origen esta "guerra" sexual; un libro que hace malabares para rendir cuenta del desencuentro atávico entre el hombre y la mujer; o, mejor dicho, entre un hombre en particular, el narrador, y las mujeres de su vida.
Las mujeres que amé está compuesto por dos relatos independientes. El primero se llama "Una herida que no para de sangrar", y puede ser leído como una secuela de la novela Derrumbe, que Guebel publicó hace casi una década, y que marcó la paradoja de que su mayor éxito editorial a la fecha haya sido una "vasta y animada fábula acerca del fracaso (artístico, íntimo, estético, erótico, místico y político)". Pero no estamos ahora ante las memorias de un escritor argentino de carne y hueso; tampoco ante una suerte de crónica o making off del oficio narrativo. Sin ir más lejos, el libro que el narrador de "Una herida…" escribió y publicó unos años atrás se titula "Demolición", y si bien comparte muchísimos rasgos con Derrumbe, ya en ese leve desplazamiento inicial queda en claro la predilección de Guebel por los juegos de espejos deformantes de la ficción, por montar como un ilusionista un sistema de referencias, guiños y pistas que tarde o temprano terminan deshaciéndose como pompas de jabón; por desmarcarse y desestabilizar cualquier certeza que el texto venía abonando páginas atrás, por darse vuelta como una media.
Frente a un panorama literario local que muchas veces recae en la autoficción más banal, en la crónica periodística mejor o peor escrita o en mundos ficcionales inanes, raquíticos, la obra de Daniel Guebel apuesta por un tipo de ficción que podríamos llamar barroca. Tal como planteaba en un ensayo de hace unos años Carlos Gamerro, se trata de un estilo que no se define por la complexión de la prosa, ni por las florituras de la frase, sino por una operación conceptual, por "una adicción o afición al juego de intercambiar, plegar o mezclar los distintos planos de los que la realidad se compone". Con su predilección por la hipérbole, por la fuga sin fin, por la mutación infinita y la parodia salvaje, Guebel podría ser considerado, en este sentido, un exponente cabal del barroco rioplatense del siglo XXI.
El segundo texto que integra y le da título al libro no hace más que confirmar esta intuición. Suerte de diario sentimental en cinco capítulos, comienza como relato de una obsesión y un duelo amoroso gatillado por la ruptura con M., una mujer uruguaya con la que el narrador mantuvo una relación amorosa no exenta de vaivenes. A medida que pasan las páginas, el narrador se aventura en un proceso retrospectivo de autoanálisis en la busca de claves y patrones de conducta en su pasado que lo ayuden a entenderse y, tal vez, a cambiar, a volverse otro hombre, alguien nuevo. El texto despliega toda su potencia cuando logra poner en funcionamiento la maquinaria narrativa y dejar atrás cierta autoconmiseración y solipsismo ("No importa lo que sigue. A nadie le importa más que a mí. A quién le importa sino a mí" se pregunta, y en ciertos pasajes el interrogante se hace eco en el lector). Articulados por una voz similar, orbitando alrededor del mismo objeto, a pesar de sus diferencias ambos relatos son como hermanos siameses que bucean en la historia personal del protagonista hasta desembocar en una escena infantil, en un trauma originario en el que se cifra toda la peripecia sentimental del adulto.
La historia, se dice, la escriben los vencedores, pero la literatura suele cobrar cuerpo en la escritura de las víctimas y los derrotados. En ese sentido, Las mujeres que amé da voz a un caído en la batalla de los sexos que, todavía convaleciente por las heridas de la trifulca, escribe su versión de los hechos.