La aventura de vivir en casas ajenas
Desde hace unos meses vivo en casas de otros: entre sábanas ajenas, libros marcados, muebles y objetos elegidos por alguien que no soy yo y a quien desconozco casi por completo. Es una sensación extraña; casi como vivir una vida prestada. Ahora mismo estoy escribiendo desde el living de un departamento en Atenas, rodeada de enormes fotos de mujeres desnudas que sacó la fotógrafa que es dueña de la casa. Todos estos cuerpos, sin cabeza, me miran mientras intento descifrar quién es realmente la mujer que habita acá dentro. Me pregunto si terminaré convirtiéndome en ella, como el protagonista de la película El inquilino de Roman Polansky que se muda a la casa de una suicida y termina tirándose por la ventana.
Supongo que muchos conocen ese experiencia. Cada vez son más los viajeros que alquilan departamentos de otras personas por internet en lugar de pasar la noche en un hotel. No sólo porque es más barato sino que además, te permite tener una vida doméstica (cocinar, lavar la ropa) en un lugar que no es el tuyo. De alguna manera, uno tiene la ilusión de ser "local", autónomo, sin depender del señor de la recepción para que te de la llaves o de la mucama de hotel para que te haga la cama. Una rara ilusión de familiaridad en medio de lo extraño, casi como si viviéramos ahí en lugar de estar de paso.
Y a su vez, cada vez son más los que alquilan su propia casa a completos desconocidos. En Atenas, son mayormente personas de clase media o media alta que tienen una propiedad y muchas deudas. Desde que empezó la crisis, muchos de los que perdieron su trabajo o sufrieron recortes en sus salarios se vieron obligados a volver a las casas de sus padres o de amigos y alquilaron sus casas. Un amiga griega me contó de una pareja adinerada que tenía una villa en una isla y que para no perderla, se convirtieron en los caseros de su propia casa. Se fueron a vivir al cuarto de servicio, atendían a los turistas que llegaban y volvían a ser dueños del palacio en temporada baja.
Me pregunto a dónde se habrá ido a vivir la fotógrafa que es la dueña del lugar desde donde escribo. Cuando nos dejó las llaves y partió dijo que cualquier cosa le avisáramos, que estaba viviendo cerca de la casa. A veces imagino que vuelve sigilosa por las noches y duerme en el colchón que está en el altillo, una especie de nicho al que solo se puede entrar agachado. A veces la imagino entrando a la casa cuando no estamos, para recostarse en sus sillones de cuero, sentarse a su mesa, un poco porque extraña sus cosas y otro poco para constatar que no hemos prendido fuego el parqué para hacer un asado.
Recuerdo un relato de Mis documentos del escritor chileno Alejandro Zambra: un hombre cuida la casa de un pariente lejano en su ausencia y termina seduciendo a la vecina haciéndole creer que es él el dueño de esa casa y que la mujer y la niña de la foto que cuelga en la pared son su ex mujer y su hija. Vivir en casas ajenas es vivir entre fantasmas: podría me apropiarme de la casa, de la vida, de la historia de alguien y pretender que siempre viví ahí, que soy otra persona.
La autora es escritora, dramaturga y directora de teatro