La angustia de Harold Bloom, un crítico sincero y, por eso, de pocos amigos
Harold Bloom (1930-2019) supo en carne propia que la misión de un crítico no era ganar amigos. Su muerte, ayer, no anula ese destino, porque los libros de un crítico, como los de cualquier escritor, siguen liberando sus efectos aun cuando el autor ya no pueda poner el cuerpo en su defensa. "La crítica sincera no debe causar resentimiento, porque el juicio no está subordinado a la voluntad", escribió Samuel Johnson, santo patrono de Bloom. A Bloom le falta la gracilidad intelectual de su maestro, pero el juicio participa de lo inevitable. Nada de lo que escribió fue caprichoso, y todo fue sincero. El mundo literario –como cualquier otro– prefiere lo primero a lo segundo.
Si quisiéramos simplificar, podríamos decir que dos núcleos rigieron el pensamiento crítico de Bloom: la llamada "angustia de las influencias" y el decaimiento de la tradición en la literatura de Occidente (del que deriva en gran medida su libro más famoso, El canon occidental). Pero en realidad estos dos núcleos no transcurren indiferentes uno del otro sino que, más bien, se implican mutuamente.
En ocasiones, una sola idea puede alcanzar para organizar un sistema entero. Es el caso de "la angustia de la influencia". The Anxiety of Influence: A Theory of Poetry fue escrito, según declara el autor en el prólogo, en el verano de 1967, pero el libro se publicó en 1973. La idea en cuestión es sencilla, aunque de consecuencias considerables: "Como la crítica, que es parte de la literatura o no es nada en absoluto –observa Bloom–, la escritura verdaderamente grande está siempre ‘desleyendo’ (misreading) fuerte o débilmente una escritura previa".
La historia de la literatura es así un campo de batalla eminentemente poético en el que los poetas tardíos luchan con la influencia de sus precursores. En palabras de Bloom: "La historia poética es indistinguible de la influencia poética, puesto que los poetas fuertes hacen esa historia al ‘desleer’ a otros, de modo de abrir un claro imaginativo para sí mismos".
No es improbable que Bloom haya tenido la primera insinuación de esta angustia de la influencia durante su trabajo con la poesía romántica inglesa en su libro La compañía visionaria, escrito en 1961. Al estudiar los poemas de William Blake, Lord Byron, William Wordsworth, Shelley, Coleridge y Keats, el crítico habrá advertido cómo ellos lucharon contra la influencia de, por ejemplo, John Milton. Incluso, el corpus de libros que Bloom seleccionó en El canon occidental tributa a estos mismos principios. A Bloom siempre le interesaron los poetas fuertes.
El poeta fuerte está unido a lo nuevo, es su condición de posibilidad. El canon occidental –el único que le importa a Bloom, que con razón no pierde el tiempo en devaneos– está hecho de poetas fuertes, aquellos que saben "desleer", ser originales sobre la base de tradición, o mejor dicho: extraer de la tradición las consecuencias necesarias.
"No me parece que en la literatura contemporánea haya algo radicalmente nuevo", dijo hace unos años Bloom en una entrevista. La constatación, que podría parecer antipática, muestra un punto de verdad: no, no hay nada nuevo. Eran frases como estas las que le no le hacían ganar amigos. Tampoco lo había en la crítica, que era su campo. El dominio de los estudios de género, la crítica feminista aliada con el marxismo y las estribaciones sociológicas había recibido ya su bautismo: Bloom llamó a esas líneas "escuela del resentimiento". Como George Steiner, no confiaba en las fraseologías de moda: confiaba en la lectura y en la memoria, madre de todas las musas.
Es probable que el crítico Bloom haya sentido, igual que los artistas que veneraba, la inminencia de un final; la vanidad oscura, el sentimiento un poco incómodo aunque no ajeno al consuelo, de que con él (con ellos) se terminaba no sólo una manera de hacer las cosas, sino aun el arte mismo. Esa inminencia que asalta a determinados artistas puede atacar también a los críticos y adoptar dos variantes sensatamente conservadoras: la primera, muy conocida, invoca las alturas insuperadas del pasado; la segunda, derivada de la anterior, pero más insidiosa porque se disfraza de progresista, consiste en defender lo nuevo que defendieron como nuevo en su momento e insistir en que no hay ninguna novedad a la vista. Bloom fue el más inteligente en el cultivo de las dos.
Pero el decaimiento de la fuerza de la tradición en el interior de la literatura y el arte actual alcanza asimismo a la crítica, ligada en toda la época moderna a las corrientes intelectuales que acompañaba o con las que entraba en pugna. Pero una crítica que no se resigne a la especialización ni la manifestación caprichosa de una opinión se vuelve imprescindible en este panorama. "No hay grandes poetas como Trakl... ni novelistas como Proust, Joyce, Beckett…" dijo Bloom. Esos nombres son los objetos de la elegía por la novedad perdida. Podría agregarse que aquello que fue radicalmente nuevo alguna vez sigue siéndolo siempre a su modo. La pregunta que ese tipo de crítica debería formularse es si es posible que vuelva a haber algo nuevo. Es claro que nadie imagina lo nuevo hasta que aparece y se revela como necesidad. Sin embargo, no habrá nada nuevo mientras se lo busque allí donde ya no puede haberlo.
El filósofo Theodor W. Adorno había hablado, a propósito del destino de la llamada nueva música, de la imaginación de lo no imaginado. Puede encontrarse allí también un imperativo de las responsabilidades que le competen ahora a la crítica. La frase vale no sólo para lo que no existe todavía sino sobre todo para lo que está a la vista, para lo que se sigue leyendo como si no hubiera pasado y como si nada hubiera pasado. Bloom nos puso en guardia: nos re-cuerda que el pasado existió y que, como se dice ahora, pasaron cosas.
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