Ken Hamilton y la música del azar
Un texto de Roland Barthes y una charla con Laura Ros, nieta de una leyenda chamamecera y de un pionero del jazz argentino
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Fue hace casi 20 años, cuando empezamos a frecuentarnos y nos hicimos amigos. Julieta Ulanovsky sacó de su biblioteca un libro pequeño, abrió la página 41 y la puso frente a mis narices. Leí. “Estar con quien se ama y pensar en otra cosa: es de esta manera que tengo los mejores pensamientos , que invento lo mejor y más adecuado para mi trabajo. Ocurre lo mismo con el texto: produce en mí el mejor placer si llega a hacerse escuchar indirectamente, si leyéndolo me siento llevado a levantar la cabeza a menudo, a escuchar otra cosa. No estoy necesariamente cautivado por el texto de placer; puede ser un acto sutil complejo, sostenido, casi imprevisto: movimiento brusco de la cabeza como el de un pájaro que no oye nada de lo que escuchamos, que escucha lo que nosotros no oímos.” Al día siguiente, en una librería frente a las Barrancas de Belgrano, conseguí mi ejemplar de El placer del texto y la lección inaugural de la Cátedra de Semiología literaria del Colège de France (Siglo XXI).
Volví muchas veces a ese párrafo fantástico. Me gusta la frase inicial, que en una asociación acaso demasiado libre, me resuena en otra idea, sencilla y cotidiana. Cuando estamos buscando una cosa y encontramos otra. Me pasa cada vez más seguido.
Hace unos días, por ejemplo, llamé por teléfono a la cantante, guitarrista y compositora Laura Ros. Nunca habíamos conversado. Como está por lanzar un precioso disco donde revisita la obra de Joni Mitchell, le pedí que arme una lista para Rolling Stone con sus canciones favoritas de la artista canadiense. Suena lógico que Laura una el rock y el folclore con naturalidad, porque su linaje musical es asombroso. Por el lado paterno, es nieta de Tarragó Ros, una leyenda del chamamé. Y es, claro, hija de Antonio Tarragó Ros, figura indispensable para entender la renovación de la música litoraleña a partir de los años 80. Pero acaso el link más inesperado sea por el lado de su abuelo materno, Ken Hamilton. Se trata del seudónimo que utilizaba el pianista y arreglador Bernardo Noriega (1914-2002) a comienzos de la década del 30, cuando con apenas 19 años empezó a liderar y dirigir a los Band Boys, un conjunto vocal espejado en los Mills Brothers. Pronto fue convocado por los Santa Paula Sereneiders, y a fines de aquella década, junto al pianista Dante Varela, fundó la memorable orquesta Hamilton-Varela. Luego, Varela emigró a Estados Unidos y él quedó a cargo. “Hacíamos lo que nos gustaba, sin concesiones. Trabajábamos en Radio El Mundo. Luego un año por Splendid. Bailables radiables los sábados y domingos, así como bailes en clubes esos dos días. Tres audiciones por semana, y boites como Embassy y Ciro´s”, le contaba Ken Hamilton a Ricardo Risetti, en el indispensable Memorias del Jazz Argentino (editorial Corregidor).
Perseguido aquí por sus ideas políticas (estaba afiliado al Partido Comunista), como Osvaldo Pugliese y Atahualpa Yupanqui, asumió la dirección de la orquesta de la gran bailarina Katherine Dunham y su ballet, y recorrió el mundo, incorporando ritmos latinoamericanos como el frevo a su repertorio.
Compuso la música de la película Mambo (1953), protagonizada por Katherine Dunhan y Vittorio Gassman. En su agitada vida, conoció a Charles Chaplin, dirigió el sello infantil Calesita, hizo sets de solo piano, fue elegido Presidente del Sindicato Argentino de Músicos y tuvo entre sus fans a la vedette Nélida Roca. A partir de los 60, se dedicó a representar artistas y fue productor de Mercedes Sosa.
Uno de sus últimos conciertos, en los 90, fue en el ciclo Jazzología, acompañado por el trompetista Fats Fernández. “Es la única filmación que tenemos de él tocando”, me contó Laura. “Yo tuve mucho vínculo con él. Cuando era chica, tomaba clases de piano cerca de su casa y practicábamos juntos. Para mí, era un placer”, me contó Laura, en la primera de muchas conversaciones musicales que tendremos de aquí en más.
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