Kawabata: el abrazo del abismo
A propósito de la publicación de Kioto (Emecé), novela hasta ahora no públicada en español, del autor japonés Premio Nobel de Literatura 1968, el escritor mexicano Mario Bellatin reflexiona sobre la desnudez de un mundo cerrado sobre sí mismo, en el que la ficción le debe muy poco a la realidad
¿Qué puede pasar con esa totalidad sospechosamente admitida que la convención crítica llama con resignada etiqueta clasificadora "literatura japonesa", si alguien decide erigir una cámara de vacío a su alrededor? ¿Qué pasaría si los hilos sentimentales que se crean alrededor de la idea de determinada escritura se deshicieran en el vacío? Quizá sea este el mecanismo retórico que Yasunari Kawabata creó para obligar a una literatura a reescribirse a sí misma.
Da la impresión de que no realiza exactamente una ruptura, una transgresión o un quiebre, sino que crea una aureola invisible y persistente que borra todo lo escrito sobre ese cuerpo aparentemente atrapado en una teoría. Borrarlo como para obligarlo a escribirse otra vez, sin que lo ya escrito desaparezca.
Me parece que ese es el punto fundamental de quiebre que hace de Yasunari Kawabata uno de los mayores exponentes de la modernidad japonesa. El borrado de Kawabata, por llamarlo de alguna manera, parece tener como fin hacer aparecer toda una tradición literaria a partir de una desnudez implacable, no vista quizá desde la aparición del Genji Monogatari .
Algunos europeos de la segunda mitad del siglo XX afirmaban que el Oriente les era indiferente, que solo les proporcionaba un conjunto de rasgos cuyo despliegue, ese juego inventado, les permitía privilegiar la idea de un sistema simbólico desconocido, enteramente distinto. Lo que puede advertirse acerca de Oriente no son otros símbolos, otra metafísica, otra sabiduría: es la posibilidad de una diferencia, de una mutación, de una revolución en la articulación de los sistemas simbólicos. Esa revolución sería el hecho de que Japón dispara o propicia determinada situación de escritura, que Kawabata, con su infatigable diálogo con la cultura occidental, parece reconocer perfectamente. Es tal vez por esa razón, por haber creado esa especie de cámara de vacío alrededor de lo que se considera japonés y haber dejado en la nada cualquier expectativa práctica que se pueda tener ante una literatura semejante, que para algunos críticos contemporáneos -cito el caso de Alan Pauls- se les hace difícil reconocer a Yasunari Kawabata como a un escritor. Alan Pauls afirma que desde hace algunos años no hace más que leerlo y aquello que sabe de él le llega por escrito. Y, sin embargo, no hay caso, no consigue verlo del todo como a un escritor. Su identidad -la identidad literaria Kawabata, por denominarla de alguna forma- no es otra cosa que un trompe l oeil , una especie de alias, la impostura que Kawabata ha venido poniendo a punto con el tiempo para llegar al límite, colmar el vaso de su propia comedia y desenmascararse y revelar por fin qué diablos era esa otra dimensión con la que flirteaba pero en la que nunca terminaba de instalarse.
Más de una vez Kawabata dijo, eso puede leerse en sus diarios y en la correspondencia que mantuvo con Yukio Mishima, que la clave de su obra era crear mundos propios, universos cerrados, que solo tuvieran que rendir cuenta a la ficción que los sustenta. Todos sus libros acatan esa ley al pie de la letra, a pesar de que busque disimularlo apelando a un falso realismo.
Hay mucho para admirar en la literatura de Kawabata: un arte diabólico de la construcción, un humor exhausto -especialmente en ese homenaje a la miniatura que es Historias en la palma de la mano -, un tratamiento de la lengua elegante y anoréxico, dado por igual en las distintas modalidades que utilizaba para escribir. Pero hay una destreza más fina, más invisible, que es quizá lo que la ate profunda, estéticamente, al arte japonés: es su talento para el contorno. No hay artista del fragmento -Yasunari Kawabata lo es siempre, aunque lo enmascare en textos en apariencia lineales como El sonido de la montaña - que no sea un maniático del encuadre y el delineado. Kawabata no es una excepción. Sus fragmentos siempre abiertos son a la vez formas herméticas, ensimismadas, en virtud de ese orillado de calígrafo con el que nuestro autor los circunscribe. Una vez más la literatura tiembla: ¿y si escribir fuera solo la modesta antesala de una pasión pictórica?
Porque también podríamos acercarnos a la obra de Yasunari Kawabata desde la aseveración de que literatura es aquello que ocurre entre la palabra y el silencio. No es un decir ni un callar sino un estado intermedio, acaso un murmurar vacíos. Está escrita y, sin embargo, valen tanto las palabras como los espacios blancos entre ellas. Los gritos terminan, los silencios se extienden. La literatura, libre de discursos, abraza el abismo. Se escribe para expresar lo menos. Se mira el mundo para acotar su ruido, no para retratarlo. Se hace literatura para extinguirla, no para prolongarla. No obstante, la literatura nunca muere. Está hecha de palabras y las palabras siempre significan. Toda literatura dice. Por lo mismo, para callar es necesario batirse en su contra. Entonces la novela agonizará hermosa, silenciosamente.
Pareciera como si Yasunari Kawabata fundara su obra desde prohibiciones extremas. Desea desaparecerlo todo, y para ello actúa negativamente. El mundo es el ruido y, por eso mismo, no debe ser retratado. Todo él está prohibido. Puede existir como eco o espejismo, pero no como realidad o escándalo. Hay humanos, lugares y emociones solo porque antes atravesaron el umbral de la literatura y son ahora personajes, atmósferas, obsesiones. Todo es literatura y esta se encuentra también prohibida. Tabú capital: no se explotará lo típicamente literario. Solo el vacío es permisible, pero incluso este debe ser acotado. Minimalismo extremo -vuelvo a Historias en la palma de la mano o a La casa de las bellas durmientes -, pronunciar el abismo con silencio.
Muchos de los relatos de Yasunari Kawabata se dividen en párrafos aislados. Como en general nunca son demasiado largos se producen blancos sobre el papel. Por lo tanto uno tiende a considerar que cada párrafo consiste en un momento particular de la historia o una nueva escena aislada e independiente, pero esta impresión visual choca con la naturaleza del discurso, cuya reticencia narrativa, junto con su predilección por las situaciones genéricas, o más bien generales, aunque inevitablemente unidas por la escasez de elementos y la parquedad de las acciones, tiende a la concentración. El resultado es un vacío persistente y un enigma, digamos, conceptual.
La obra de Yasunari Kawabata no dialoga con el mundo. Ni con las ideas que sobre Oriente tienen ciertos intelectuales occidentales, ni con la idea de cámara de vacío puesta alrededor de lo que se considera japonés. El mundo no importa. Existe algo parecido a él, bajo la forma, valga la redundancia, de literatura japonesa. Todo ocurre en espacios nulos, en atmósferas tan bien delineadas que no parecen alcanzar el apelativo de contextos. Es uno de los pocos escritores que creo han logrado esta sensación por medio de una especie de sobresaturación de elementos y de detalles.
Es muy posible que en la obra de Yasunari Kawabata empecemos como lectores y terminemos como espectadores. Hay, en principio, una escritura que leemos tradicionalmente. Transcurren las primeras páginas y ya notamos lo obvio: el lenguaje dice poco. El texto está escrito pero apenas por accidente. Podría ser un artefacto visual, y, de hecho, lo es por debajo de las palabras. Sus obras son tan plásticas como literarias. Hay palabras e imágenes, sobre todo imágenes que se valen de las palabras. Así funcionan, usualmente, sus dispositivos: fija una imagen maestra y ya solo se ocupa de combinarla o destruirla. No hay drama sino composición. Todo movimiento es sustituido por una estética estática.
Se podría describir las obras de Yasunari Kawabata como pequeños laboratorios en los que se exponen para la mirada uno o varios rasgos que construyen a un personaje como un ser de novedad y que se presenta en el texto con fines informativos. El otro elemento es el fragmento. A partir de la estética del fragmento se prefigura un mundo siempre acumulativo y, al mismo tiempo, desjerarquizado de la novela en la que se eliminan paulatinamente los parámetros clásicos y las relaciones de causa-efecto. Quizá por eso la obra de Kawabata tenga ese carácter universal y pueda ser leída en distintas épocas y en diferentes contextos.
Baste leer, y para concluir esta aproximación, el fragmento final del Diario de un muchacho . Como sabemos, en estas páginas finales el protagonista, ya llegado a la juventud, se sorprende a sí mismo luego de redactar, se supone que en un estado de conciencia alterado, determinado texto que dice esto: "Quizás el aporte más significativo de nuestro líder, el legendario protagonista de este relato, fue la pretensión de sistematizar sus conclusiones. Los últimos años de su vida los dedicó a describir las formas de un dolor que para muchos solo se presenta en su aspecto negativo. Aquel texto fue destruido por las autoridades del Imperio durante los años más duros de la hambruna que asoló la región central a fines del siglo XVI. De la lectura de las telas bordadas, que en secreto confeccionaron los seguidores inmediatamente después de la destrucción del manuscrito, llaman especialmente la atención las reflexiones que produce el estudio de la cámara oscura. En ellos se plantea la duda sobre si la verdadera imagen se encuentra en el instante en que se genera, o en sí misma".