Julio Verne: la conquista del mundo
El próximo jueves se cumplen cien años de la muerte de Julio Verne, el gran escritor francés que con sus obras de desbordante imaginación, donde se funden anticipación científica y aventuras, conquistó a sus contemporáneos y marcó las primeras lecturas de sucesivas generaciones hasta hoy. Infatigable usina de producción literaria, sus novelas superaron el centenar y acompañan, junto a la tarea de su editor, Hetzel, el surgimiento de la moderna industria editorial
A fines del siglo XIX, Raymond Roussel, que por entonces hacía el servicio militar en las proximidades de Amiens, fue recibido por Julio Verne. "Tuve la alegría... -cuenta el primero de ellos en Cómo escribí algunos de mis libros- de poder estrechar esas manos que escribieron tantas obras inmortales. ¡Oh maestro incomparable, que te bendigan por todas las horas sublimes que pasé a lo largo de mi vida leyéndote y releyéndote sin cesar!"
No deja de ser una bella paradoja que esta alabanza extrema provenga de un escritor al que la historia de la literatura colocaría en un pedestal tan distinto al de Verne: éste sigue llevando sobre las espaldas el estigma de ser considerado un gran autor para niños, un optimista pedagogo del siglo XIX. Roussel, en cambio, es el escritor incomprendido y genial que encandila a las vanguardias.
Cuando tuvo lugar la visita del joven admirador no faltaba mucho para que el creador de Los hijos del Capitán Grant muriera -afectado por el desarrollo de una diabetes mal tratada, el 24 de marzo de 1905- . Las unánimes críticas laudatorias de los tiempos de Viaje alrededor de la luna (1865), donde se lo señalaba como el inventor de un género nuevo que combinaba ciencias y aventuras, fueron reemplazadas por la indiferencia. Sus intentos de devenir "inmortal" -ingresar en la Academia Francesa- habían quedado archivados. El nuevo siglo, disponiéndose a perder la inocencia, comenzaba a ver a ese anciano recluido en la provinciana Amiens como un amable anacronismo. Sólo le quedaba -y le quedaría- la innumerable cantidad de lectores que de su mano continuaban ingresando en el mundo de la literatura.
"En un siglo que cuenta con genios como Balzac, Dickens, Dumas padre, Tolstoi, Dostoievski, Flaubert, (Verne) aparece un poco al margen, como un prodigioso artesano en materia de ficciones, como un encantador de atractivos inagotables, como un visionario capaz de imaginar medio siglo (o un siglo) antes de su nacimiento algunas de las más sorprendentes conquistas de la ciencia", afirma una reciente edición francesa de bolsillo. La síntesis es tan precisa como canónica. Sin embargo, hay algo en Verne que todavía hoy puja por excederla. ¿El valor de su obra reside apenas en su capacidad de anticipación? ¿Es un autor atrapado para siempre en la redes del siglo XIX?
Un hijo de su tiempo
Verne -a diferencia de otros autores que, para crear, se le oponen- es, sin duda, hijo de su tiempo. Lo es la tensión entre su imaginación desbocada y esa existencia sin -en apariencia- contratiempos mayores, marcada a fuego por su adhesión a los valores conservadores heredados de su familia.
Nació el 8 de febrero de 1828, en Nantes, Bretaña, ciudad que en el siglo anterior había sido un importante centro esclavista a orillas del Loire. Hijo de un abogado (Pierre) y de Sophie Allote de la Füye, Verne pasó la infancia convencional de un vástago de la burguesía. En su familia tenían la costumbre de intercambiar poemas ligeros por el más nimio motivo cotidiano, en el que es el único detalle literario de la infancia de ese muchacho que -según recordaría Verne en una célebre entrevista que en 1893 le concedió al inglés Robert Sherard- no mostraba particular interés por la ciencia. El joven Jules (rebautizado en castellano Julio por la larga tradición de traducciones en nuestro idioma) no conocería el mar hasta los doce años y es por esa época que se acostumbra situar una pertinaz leyenda: el futuro escritor se habría alistado como marino y, atrapado por su padre en la primera escala, razonó: "De aquí en adelante sólo voy a viajar en mi imaginación". Según Herbert Lottman, el más reciente biógrafo de Verne, la anécdota propalada por la familia es falsa y su meta era justificar ante sus lectores su vida sedentaria antes que aventurera.
Julio siguió el mandato paterno y se mudó a París para convertirse en abogado. Aunque corría 1848 y una nueva revolución, no se mostró interesado en los virulentos vaivenes políticos. Su mayor preocupación eran los problemas de salud que lo aquejaban (descompostura crónica, parálisis faciales) y su mayor interés frecuentar los cenáculos literarios. Lo que lo desvelaba era el teatro y durante una década dedicaría todos sus esfuerzos a convertirse en un autor de éxito. Con alguna excepción, esas obras ligeras o históricas pasaron a mejor vida.
Verne solía asegurar (he ahí un don profético) que no llegaría a ser un verdadero escritor antes de llegar a los 35 años. Mientras tanto, muy lejos del prototipo de escritor bohemio, fue construyendo una vida que no colisionara con lo que de él esperaba su familia. Para casarse encontró la candidata ideal en Honorine Deviane, una joven viuda de 26 años, madre de dos hijas, que residía en Amiens. Decidido a abandonar la literatura hasta no hacerse de una posición estable, se convirtió también en corredor de bolsa.
Verne se dirigía, ineludiblemente, al abandono de su vocación. Pero sin advertirlo ya desde 1952 había venido labrando, en paralelo a sus intentos teatrales, los pilares de los futuros Voyages extraordinaires ("Viajes maravillosos"), como se conocerá a una de las series de novelas que conformarán lo más rico de su obra. Tuvo un amigo mayor y célebre, Jacques Arago, divulgador de temas científicos y explorador impenitente, que le contagió entusiasmos diversos. Al mismo tiempo comenzó a publicar relatos, como ganapán, en Le Musée des Familles, una revista de público familiar donde se divulgaban avances científicos y relatos sobre diversas zonas del planeta. Allí vieron la luz "Los primeros navíos de la armada mexicana" o "Un viaje en globo" (1852), claro antecedente de su primer éxito. Allí también publicó Martin Paz, relato romántico que transcurre en el Perú.
Los años Hetzel
El giro radical en la vida de Verne tuvo lugar en 1962. Fue en ese año que se presentó en la editorial de Pierre-Jules Hetzel, en la rue Jacob, con un grueso manuscrito. Se trataba de Cinco semanas en globo, el recorrido de una misión científica que observa desde las alturas zonas de Africa imposibles de transitar por tierra. El dilema de las fuentes del Nilo, que obsesionaba a los exploradores del momento, le agregaba un condimento de actualidad. El libro se publicaría en enero del año siguiente, poco antes de que Verne cumpliera 35 años, y a partir de entonces, para el autor, ya nada será igual.
Casi no hace falta enumerar las novelas que pronto se sucedieron a ritmo trepidante, donde Verne pulirá una fórmula nunca, al menos en esa época, predecible: Las aventuras del capitán Hatteras (peripecias en el Polo Norte), El viaje al centro de la tierra (relato iniciático con dinosaurio), Viaje alrededor de la luna y De la tierra a la luna (en los que lanza, desde un lugar cercano a Cabo Cañaveral, cañón mediante, a un grupo de personajes a la luna; entre ellos, bajo el anagrama de Ardan, a su amigo, el gran fotógrafo Nadar), Los hijos del capitán Grant, 20.000 leguas de viaje submarino (las aventuras en los fondos del mar del capitán Nemo), La vuelta al mundo en ochenta días (para muchos su mejor novela, donde Phileas Fogg apuesta que podrá circunvalar el orbe en el plazo que estipula el título al tiempo que al paso le salen toda clase de aventuras...). Allí están los ejercicios de anticipación -que no lo son tanto, si se piensa en lo alejado que están de los futuros modelos reales-, pero envueltos en la gracia e ironía de los vodeviles que amaba.
En Hetzel, que había editado a Balzac o Victor Hugo, Verne encontró su contraparte ideal. A pesar de los contratos leoninos, de la obligación de escribir dos novelas anuales o de las numerosas correcciones o sugerencias a que lo sometía, el escritor siempre le estuvo agradecido a ese hombre que en muchos aspectos se encontraba en sus antípodas: el editor era un republicano consuetudinario,. En el tandem Hetzel-Verne pueden verse ya actuar las futuras técnicas del bestseller industrial: todavía época de folletines, las novelas se fueron publicando en la propia revista de Hetzel, el Magasin d´Education et Récréation, pero también, si era necesario en revistas rivales; luego, aparecían en formato de libro y, por último, en bellas ediciones ilustradas para ser regaladas, como era costumbre en la Francia de entonces, para Año Nuevo. En la fama de estas ediciones reposó el prestigio del autor. Más adelante, el propio Hetzel no dudó en proponer a Verne escribir colecciones sobre cada región de Francia o libros sobre grandes viajeros. Incluso, cuando llegó a sus manos una novela mediocre pero prometedora, se la compró al autor para que el bretón la reescribiera y la firmara con su nombre (es el caso de Los quinientos millones de la Bégum).
A pesar de que muchas de las tramas de Verne parecían producto de una imaginación absolutamente personal, éste nunca ocultó sus inspiraciones e influencias: el mito de Robinson (más que el náufrago de Defoe, el Robinson suizo), James Fenimore Cooper, Walter Scott, Edgar Allan Poe, ya traducido en Francia, del que admiraba en particular Las aventuras de Arthur Gordon Pym. Su única novedad -decía él- era su modo de hacer pasar por real lo inverosímil. El método consistía en tomar infinidad de anotaciones de revistas y textos científicos para que sus inventos tuvieran asidero.
La ingenuidad de muchas de sus construcciones imaginarias, la defensa real o tácita de la misión de la civilización del europeo, su obsesión por situar o calcular todo con absoluta precisión ("trayecto directo en 97 horas 20 minutos" se subtitulaba Viaje alrededor de la luna) llevó a que mucho críticos del siglo XX vieran en él un decidido publicista del eurocentrismo.
En una de sus Mitologías ("Nautilus et Bateau Ivre"), Roland Barthes realiza un notable analisis que hace de Verne un embajador perfecto (en contraposición con Rimbaud) de los ideales y prejuicios de su tiempo. Para Barthes, Verne es el creador "de una cosmogonía cerrada sobre sí misma, con sus categorías propias, su tiempo, su espacio, su plenitud, incluso su principio existencial". Es "un maníaco de la plenitud", alguien que amuebla el mundo como un enciclopedista del siglo XVIII o los pintores holandeses. La tarea del artista, en la versión de Verne, es la de catalogar, inventariar, poblar los rincones vacíos, apropiárselos.
Es la imagen del hombre instalado en sus sucesivas residencias de Amiens (la ciudad de Honorine, que terminó por adoptar), incrementando su fortuna a través de una pluma febril, viajando con su velero por el Mar del Norte o el Mediterráneo (únicos viajes de importancia que se permitía), tachando en un gran planisferio los lugares que ya figuran en sus obras y que él nunca visita ni le interesará visitar.
Geografía total
De hecho, a mediados de su carrera, Verne comenzó a abandonar progresivamente esos libros donde ciencia y aventura se fundían en una para privilegiar los relatos de aventura. Desde Michel Strogoff hasta el póstumo El faro del fin del mundo -que transcurre en la argentina Isla de los Estados- son los paisajes del planeta los que ocupan el primer plano. Es una orgía geográfica que no le teme al error, a colocar cocodrilos donde no existen o a inventar faros donde sólo hay una cabaña.
Pero esa vida que en la cotidianidad se regía con un orden que recuerda el de los meridianos y las latitudes tuvo sus inconvenientes. Al menos eso suelen creer los biógrafos que han buscado contra viento y marea un lado oscuro del creador bretón.
El escritor se mostraba -tal vez reflejo de la amorosa rigidez de su padre- obsesionado con su único hijo, Michel, que había nacido en 1861. Lo consideraba un despilfarrador y llegó a encerrarlo en un correccional durante la adolescencia o a embarcarlo en un viaje de dos años como marinero. (Michel terminaría por "regenerarse" y, de hecho, muerto el padre, se encargaría de completar algunas de sus obras póstumas).
Se sospecha que, desinteresado sexualmente de Honorine, tuvo amantes e incluso una hija ilegítima. Su amistosa relación con algunos adolescentes (como Aristide Briand, futuro Premio Nobel de la Paz) fueron puestos bajo la lupa en busca de indicios de pederastia. Pero lo que más tinta ha hecho correr en los últimos años ha sido el antisemitismo que se filtra en algunas de sus obras. La prueba más concreta es Hector Servadac (1877), una fallida novela, hoy desaparecida de catálogo. Hetzel no logró disuadirlo para que eliminara el prejuicioso prototipo de un avaro judío. Muchas explicaciones -ninguna definitiva- se han dado a este supuesto antisemitismo en un hombre que, ni en su trato particular ni en su correspondencia, hizo jamás ninguna alusión por el estilo.
Otra desgracia marcó la última década de vida de Verne. Su sobrino Gaston, hijo de su hermano Paul, sin que se expliquen las razones excepto un delirio esquizofrénico, le disparó en una pierna. A partir de allí los achaques se fueron incrementando gradualmente. Verne vendió su barco, se refugió en su casa y se dedicó, además de a la escritura, a la actividad política donde, contradiciendo sus propias opiniones conservadoras, se presentó como concejal en una lista radical. Siguió trabajando y publicando hasta el fin de su vida: el 24 de marzo de 1905.
El mundo se enteró de inmediato y las obras suyas que quedaban (el escritor tenía listas las novelas que saldrían en dos o tres años) fueron inventariadas ante la prensa por Michel. Todavía tendría Verne tiempo de ser noticia de actualidad en 1994, cuando se publicó París en el Siglo XX, su tercera novela que Hetzel había rechazado de manera cortante por "pesimista". De inmediato se convirtió -como era habitual un siglo antes- en bestseller.
Una bella frase anónima afirma que no debe verse en Verne a un ingeniero del siglo XX, sino a un poeta del XIX. Muchas novelas del escritor francés, de las más de cien que publicó, perduran, sin embargo, por alguna misteriosa razón, con acentos actuales. Más allá de la carencia de espesor de sus personajes, de la pátina logocéntrica de sus tramas, de los diversos defectos y virtudes atados a su siglo, lo que parece motorizar aún hoy su obra es un rasgo presente en las expresiones de nuestro tiempo: el gozo de la liviandad antes que el de la profundidad. La literatura como una superficie infinita, frágil como una maqueta, en la que el lector querría deslizarse para siempre por el puro placer de ser parte del juego.
Los cambios de Nemo
Pierre-Jules Hetzel, el editor de Verne, no sólo fue un sagaz hombre de libros. También era un corrector implacable y vehemente. No sólo acribillaba los manuscritos de su autor principal con acotaciones de toda especie ("Mais non, mais non, mais non!" era una usual anotación al margen), sino que también lo alentaba a realizar correcciones mucho más profundas.
Uno de los casos más notorios es el de 20.000 leguas de viaje submarino (1869). En la versión de Verne, el espíritu vengativo del excéntrico capitán del Nautilus tenía una razón de ser de primer orden: Nemo era un capitán polaco que odiaba a los alemanes por haberle matado un hijo. Hetzel, sabiendo de la popularidad de su autor entre lectores en otros países, incluida Alemania, decidió que no convenía estropear las relaciones entre Francia y ésta última (de hecho, poco después se desataría la guerra franco-prusiana). Nemo quedó así huérfano de motivos claros de odio, algo que acaso lo torna más enigmático.
Verne, sin embargo, años después, se daría el placer de que Nemo reapareciera en otra de sus novelas marítimas, La isla misteriosa (1874). Allí se revelarán nuevos orígenes y razones: es en realidad un indio que detesta a los ingleses por lo mucho que éstos le hicieron sufrir a su pueblo.