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Al caer la tarde, después de un día de sol y deporte junto al Río de la Plata, se prendía el fuego en la costa de Vicente López. Alguien calentaba agua para el mate y los panaderos convidaban facturas. Entonces, comenzaba la discusión. No faltaban temas para aquel grupo que incluía sindicalistas, carniceros, médicos, marineros y hasta jóvenes con cuerpos esculturales que solían posar desnudos en la escuela de Bellas Artes.
"Eran discusiones interminables. Una hora, dos... Para mí, el ejercicio era escuchar", dice hoy Julio Le Parc, a los 90 años, más de siete décadas después de haber escuchado junto a aquel fogón una de las lecciones más importantes de su vida: "Si tenés un objetivo, las condiciones se van a crear para que se realice".
El resultado está a la vista en estos días en Buenos Aires, donde tres de las principales instituciones culturales del país coinciden en un megahomenaje a la exitosa carrera de uno de los artistas argentinos más reconocidos a nivel internacional. Criado por una humilde familia en Palmira, un pueblo de Mendoza, se radicó en París, fue premiado en la Bienal de Venecia y expuso en importantes museos del mundo.
La perseverancia de Yamil, uno de sus tres hijos, hizo posible concretar el proyecto que abarca ahora una monumental muestra en el Centro Cultural Kirchner –la más grande que haya hecho, con más de 160 obras de distintas épocas distribuidas en 3000 m2–, otra que repasa sus orígenes en el Museo Nacional de Bellas Artes y una instalación realizada especialmente para ser exhibida en el Centro de Experimentación del Teatro Colón. Y aún falta la intervención lumínica sobre el Obelisco que dará cierre, a mediados del mes próximo, al reconocimiento de este gran referente del arte óptico y cinético.
–¿Qué enseñanzas lo guiaron a lo largo de su carrera?
–Muchas. Empezando por las de mi mamá, que se reía conmigo todo el tiempo por las travesuras que hacía. Era muy chiquito y quería discutir con las gallinas; había un gallinero al fondo de la casa. Subir una escalera, agarrar una bicicleta de una persona mayor... Quería hacer todas esas cosas que me abrían a sentimientos, sensaciones, a la vida que comenzaba.
–¿Cómo fue la mudanza a Buenos Aires?
–Mi mamá se había separado de mi papá y se vino a Buenos Aires con mi hermana mayor. Nosotros nos quedamos tristes, sobre todo mi hermano, que era menor. Cuando la situación mejoró un poco, nos trajo. Era una mujer simple, de San Juan, pero era visionaria. Habrá dicho: en este pequeño pueblo, mis hijos no tienen porvenir. En Palmira, había una sola calle asfaltada y la casa donde vivíamos no tenía agua corriente. Había que ir a buscarla todos los días con unos tachos, a 50 metros.
–Su papá trabajaba en el ferrocarril... ¿y su mamá qué hacía?
–Mi mamá hacía costura. Trajes, vestidos... Nos hacía ropa; cortaba los pantalones que usaba mi papá y con la parte de abajo nos hacía pantaloncitos. En Buenos Aires siguió trabajando de eso.
–¿Dónde vivían en Buenos Aires?
–Primero, en un lugar por el centro. Y, después, en la calle Callao, cerca de Las Heras. Ella había alquilado dos habitaciones en un departamento que quedaba a la vuelta de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Entramos ahí a averiguar de qué se trataba, porque le habían dicho en la escuela primaria que yo tenía condiciones para el dibujo. Yo tenía 14 años. La secretaria nos aconsejó que me preparara para el examen de ingreso de la preparatoria, que quedaba en la calle Cerrito.
–¿Aprobó?
–Inmediatamente.
–Se acuerda de todas las calles, parece que no se hubiera ido nunca.
–Tiene que ver con lo que me preguntabas antes, sobre las cosas que me han ido formando. La ciudad de Buenos Aires, sus galerías, sus museos...
–¿Qué importancia tienen las raíces en una carrera internacional como la suya?
–Son fundamentales. Siempre consideré que cuando me fui a los 30 años de Buenos Aires, tal vez no lo supiera en ese momento, ya estaba formado. Una manera de ser, mi carácter, mi manera de reaccionar ante las cosas o de relacionarme con la gente, o de llevar adelante con obstinación algo que pensaba que podía tener algún resultado... Todo eso venía de la Argentina.
Gran parte de esa educación fue informal. Tras haber aprobado tres años en la Escuela Manuel Belgrano y el primero de la Pueyrredón, Le Parc aún era un adolescente cuando decidió abandonar todo. "Era como un rechazo de lo establecido socialmente, que en mí se reflejaba en buena parte en la academia: la rigidez de los planes de estudio, el sistema de celadores... Hice muchas cosas en esos años de intervalo". Entre esas cosas, quedaron recuerdos imborrables de aquellos fines de semana junto al río.
"El río llegaba hasta 50 metros de la Avenida del Libertador y venía gente de Buenos Aires hasta la costa de Vicente López para aprovechar el sol, la playa, jugar a la paleta, nadar... A veces, la playa era gigantesca: se podía correr, correr, correr... Hacer vida sana".
Pero, sobre todo, Le Parc recuerda las discusiones interminables entre gente muy diferente, "una mezcla muy extraña. Se hablaba de política, de filosofía, de conducta social. Era como un foro improvisado. Yo no participaba porque no tenía los suficientes elementos. En un momento había un fuego, la gente se juntaba alrededor del mate. Esas discusiones me ampliaron mucho, como si hubieran sido un complemento de las escuelas de Bellas Artes a otro nivel. Fue interesante porque uno de los que participaban, Tito Perruzzi, desarrollaba teorías. Una que me impresionó fue la teoría del condicionamiento".
–¿En qué consiste?
–Quiere decir que si tenés un objetivo, las condiciones se van a crear para que se realice. Yo lo practiqué solo y después con un amigo. Todavía no existía "hacer dedo", pero teníamos un método para viajar por el Interior. Salíamos a la General Paz, que no estaba completa, cerca de Vicente López. Íbamos con unos pocos pesos en el bolsillo, vestidos simples, pero limpios. Con una mochila con lo necesario. Había que parar un auto, un camión, lo que fuera, y explicarle al conductor de manera amable, correcta. El tema era crear con la voluntad, con la confianza, las condiciones para encontrar cómo viajar, comer y dormir durante un mes. La prueba de que eso había funcionado era que, al volver, trajéramos en el bolsillo la misma cantidad de plata que nos habíamos llevado.
–¿Lo lograron?
–Sí, sin mendigar ni nada. Surgía en las conversaciones con la gente. Fuimos a San Luis, Mendoza, bajamos al sur, Malargüe, San Rafael...
–¿Cuánto tiempo viajaron?
–Un mes, mes y medio. El tema era ponerse a prueba y conseguir subsistir, estando atentos y provocando que se crearan las condiciones de una manera no artificial. Por ahí no teníamos dónde dormir y nos presentábamos en la comisaría del pueblo, les decíamos a los policías que estábamos de viaje y les pedíamos si podíamos tirarnos en un calabozo vacío a pasar la noche. Se quedaban asombrados una vez que entrábamos en conversación, y nos dejaban quedarnos.
–¿Ese principio lo trasladó después a su carrera?
–Todo eso quedó. Se volvió innecesario repetirlo como prueba. En un momento decidí retomar un ritmo de actividad, una rutina, y las circunstancias fueron provocando soluciones. Alguien, no recuerdo quién, me dijo que podía conseguirme un puesto en la Municipalidad. Era como portero del Teatro Colón. Tendría 24, 25 años. Ya había hecho el servicio militar y estaba completamente huérfano.
–La experiencia del servicio militar no debe haber sido agradable, ¿no?
–Me adapté. Al principio tuve suerte. Me metieron preso, me querían mandar a un regimiento de corrección…
–¿Por qué lo metieron preso?
–No sé, por algunas travesuras que hacíamos los soldados.
–¿Qué tipo de travesuras?
–Diferentes. Creo que una vez dibujé un tanque americano Sherman en un papel. Los militares preferían los tanques de los alemanes.
–Usted habla de suerte, pero según la teoría del condicionamiento tiene mucho que ver la voluntad: primero, fijarse el objetivo.
–Eso, planificaciones.
–¿A esa edad ya planeaba ser artista?
–No, nunca planifiqué ser artista. En ese momento solo se trataba de volver a una rutina. Por eso, para mí fue muy importante el trabajo en el Colón. Me permitió alquilar una habitación de dos metros por dos en Viamonte y Leandro Alem, en el departamento de una señora que había enviudado. Entré también en el teatro de Los Independientes, en la calle San Martín; creo que ahora se llama teatro Payró. En ese momento lo estaban haciendo. Pasé con un amigo, preguntamos si necesitaban ayuda y nos quedamos. Íbamos todas las noches a ayudar, a hacer todo tipo de cosas: el decorado de la primera función, aparecimos también como extras... Uno de los retratos que están ahora expuestos en el Bellas Artes es de una de las actrices del teatro. Después, me volví a anotar en la escuela de Bellas Artes para seguir los cursos nocturnos.
–Y durante el día trabajaba en el Colón... ¿Cómo fue esa experiencia?
–Habré estado dos años, hasta que me pasaron a una oficina de arquitectura de la Municipalidad, donde hacía pequeños dibujos. Sobre la calle Viamonte tenía una garita y una ventanita, miraba a la gente que entraba y salía. Cuatro horas a la mañana y cuatro a la tarde. Poco a poco me hice amigo de los músicos y, cuando había ensayos, bajaba por los pasillos que conectan la entrada con las salas, como un laberinto. Ayudaba a los que ponían los atriles y las partituras para las grandes orquestas sinfónicas que actuaban en el teatro, o para el coro. Venían directores de orquesta muy famosos, y estaba la orquesta sinfónica juvenil. Fue como un reinicio después de haber abandonado la escuela de Bellas Artes, el primer paso.
–Como una reinvención.
–Una vuelta a la vida social, pero en una etapa superior. Porque ya no era una ovejita que obedecía todo lo que le decían. En 1955, después del golpe de Estado que sustituyó a Perón, se hicieron reuniones en todas las facultades y los estudiantes de Bellas Artes convocaron a una reunión en la Facultad de Ingeniería para analizar la situación. Todo lo que había aprendido en silencio en el río, con esas discusiones, estaba presente. Escuchando a los otros, analicé la situación. Y ayudé a que se tomara la decisión inmediata de tomar las escuelas.
–Marta Minujín recuerda que participó de esa toma; tenía apenas 12 años y se quedó a dormir tres días en la escuela.
–Fuimos esa noche y le dijimos al director, que estaba en su oficina, que tenía que irse. Al día siguiente tomamos también la escuela preparatoria. Seguramente ahí estaba Marta.
–¿O sea que la formación en el río lo ayudó con esa lucha?
–Me había dado reflexión, discernimiento, una manera de escuchar a los otros...
–Pero ahí ya no se quedaba callado.
–No. Llegué a presidir el movimiento de estudiantes.
–¿Qué querían lograr con esas tomas?
–Una enseñanza artística adecuada al arte actual, a las nuevas técnicas. Tener nuevos profesores, planes de estudio más abiertos... La mayoría de los profesores habían sido dibujantes o habían pintado unos cuadros, y una vez que consiguieron el puesto, nunca más hicieron nada.
–¿Lo lograron?
–En parte, sí; por lo menos se pusieron en ruta. Conseguimos que todos los profesores fueran puestos en disponibilidad, echamos a todos los directores, suspendimos el cuerpo de celadores, pedimos un nuevo interventor en la enseñanza artística para confeccionar nuevos planes de estudio.
A mediados de 1958, Le Parc visitó una muestra que cambiaría su vida. El Museo Nacional de Bellas Artes, dirigido entonces por Jorge Romero Brest, expuso pinturas abstractas en blanco y negro de Victor Vasarely, considerado el abuelo del arte óptico. El shock fue instantáneo.
Esas obras de gran formato no sólo impulsaron su búsqueda de transformar de manera radical el vínculo del espectador con las obras de arte, sino también su deseo de viajar a Europa. Desde París sintió llegar el aire fresco que ponía en crisis la noción de autoría, el rol protagónico de la pintura de caballete y la concepción ilusionista de la representación.
–¿La muestra de Vasarely marcó un antes y un después en su carrera?
–Sí, fue como un respiro. Aunque las obras y los textos de Mondrian ya habían marcado una gran perspectiva. También nos había llamado la atención lo que expuso el grupo de arte concreto a mediados de los años 40 en la calle Florida, donde hubo una discusión con Romero Brest. Ellos se reclamaban progresistas, desde el punto de vista ideológico. Nosotros éramos adolescentes, pispeando.
–¿Por qué fue como un respiro ver la muestra de Vasarely?
–Aparecía una presencia visual muy fuerte. Y con una geometría mucho más simple, menos elaborada. Los que seguían a Mondrian, los constructivistas, buscaban variaciones agregando cosas. Más diferencias de colores… La composición dentro del cuadro. Los cuadros de Vasarely impactaban y era muy fácil relacionarse con ellos. Eran más fuertes, más simples, más directos que los otros. También tenía muy buenos textos.
–¿La experiencia con Lucio Fontana también fue decisiva en su carrera?
–Sí, Fontana era profesor de modelado en la escuela preparatoria.
–¿Cómo surge la decisión de ir a París?
–Estábamos invadidos de informaciones contradictorias de artistas que iban y volvían, y cada uno contaba su experiencia personal. Y nosotros queríamos tener una idea de cómo era ese mundo. Un lugar en gran ebullición, donde sucedían cantidades de cosas. Me presenté en una beca del gobierno francés en la que estaba Romero Brest en el jurado. El hecho de que yo pudiera viajar estimuló a los otros, que hicieron rifas para juntar plata para pagar el barco.
–¿Quiénes siguieron después?
–Vino muy rápido Francisco Sobrino. Después, Horacio García Rossi, Héctor García Miranda, Sergio Moyano, Hugo De Marco…
–¿La idea inicial era ir y volver?
–En mi caso no había ninguna idea. Cuando se terminaron los ocho meses de beca del gobierno francés, me dieron otra del Fondo Nacional de las Artes, que estaba dirigido por Julio Payró. Tuve mucha suerte de haberme encontrado con Payró y Romero Brest, personas de una gran honestidad, que no tuvieron ningún rencor. A Romero Brest le había pedido una recomendación para una beca en Canadá, pero como no decía gran cosa, le tiré la carta en la cara. Pensé que jamás me iba a perdonar.
–¿Y qué le hizo a Payró?
–Payró había sido nombrado interventor de Enseñanza Artística, un puesto que él había soñado siempre tener. La relación empezó muy bien, pero poco a poco fue dejando de lado al centro de estudiantes. En una asamblea se decidió pedirle que renunciara. Y a mis amigos se les ocurrió que el telegrama tenía que estar firmado por el presidente, que era yo. Payró recibió el telegrama y renunció una hora después. Yo lo quería mucho y le tenía mucho respeto. Pensé que nunca más me iba a mirar ni a dirigir la palabra.
–¿Cómo evalúa ahora esa decisión de haberse quedado en Francia?
–Le tomé el gusto a algo que no me había sucedido nunca en mi vida de aprendiz de dibujante o pintor, que era poder tener las 24 horas disponibles para mí. Cuando estudiaba acá, durante la adolescencia, trabajaba en una fábrica de marroquinería durante el día y a la noche iba a la escuela.
–Y en París podía producir libremente...
–El primer año hice 140 de las acuarelas que se exhiben ahora en el Bellas Artes. Trabajábamos con intensidad, a veces hasta las seis de la mañana, con lo poco que teníamos. Con Sobrino al comienzo, y cuando vinieron los otros, se adaptaron al ritmo. No teníamos dinero, pero teníamos un lápiz, un cuaderno... Comprábamos un pedacito de cartón, unos tubitos de témpera negra y sacábamos de eso lo mejor. Cuando compré la primera maquinita de cortar, para hacer agujeros, me pasé como tres meses reflexionando... Por suerte, compré una que no hacía ruido. Ya había nacido mi primer hijo y vivíamos en una pieza en la Rue Garancière, cerca de la estación de metro Odeón y de los Jardines de Luxemburgo. La suerte continuó, porque cuando terminó la beca del Fondo Nacional de las Artes se estableció una relación con la galerista Denise René, que vino a ver lo que hacía y me propuso reemplazar la beca.
En una escena "mucho más exigente que Buenos Aires", mientras formaba una familia con Martha Le Parc, el joven mendocino creó también con sus amigos porteños y colegas franceses el Grupo de Investigación de Arte Visual. Entre 1960 y 1968 no solo impulsaron –con materiales y mecanismos simples– impactantes experimentaciones ópticas y cinéticas, sino que también promovieron la interacción entre el público y las obras. De esta manera, se adelantaron medio siglo a la realidad virtual y a la horizontalidad de la era de las redes sociales.
"Siempre trabajó entre ocho y diez horas por día, y sigue trabajando como un obrero, incluso sábados y domingos, con interrupciones para comer y su sagrada siesta mendocina. Fue un padre estricto en el sentido de no responder a caprichos; me enseñó a trabajar desde muy joven", dice Yamil, músico y asistente de Le Parc desde hace 14 años, que ha impulsado grandes muestras dedicadas a su obra en el Palais de Tokyo y Casa Daros (2013), el Malba (2014), el Pérez Art Museum Miami (2016/17) y el Met Breuer de Nueva York (2018/19).
Como director artístico del actual homenaje porteño, Yamil reconoce que este ambicioso proyecto no hubiera podido hacerse sin el apoyo clave de la primera dama, Juliana Awada, y estima que podría alcanzar el récord de medio millón de visitantes. Otro sueño cumplido para Le Parc, ese humilde hombre criado en Palmira que priorizó "llegar con un arte simple y directo al público más vasto posible". Y que a pesar de vivir hoy con toda su familia en un taller de 1700 m2 en Cachan, en las afueras de París, sigue considerando a Buenos Aires como "una gran ciudad cultural. No hay diferencias con Madrid, París, Londres o Nueva York. Solo están los juegos de dominio internacional, las luchas por el poder que impulsaron desde hace décadas los norteamericanos para imponer a sus artistas como los mejores del mundo, lo cual no es cierto. Buenos Aires queda en el sur del Sur, y las apreciaciones en el hemisferio norte respecto de los latinoamericanos son muy limitadas."
–Es decir, ¿el éxito para un artista es cuestión de lobby?
–Siempre pensé que América Latina tendría que haberse unido más, en vez de estar mirando hacia Europa y Estados Unidos. Hacer un polo de contención ante las invasiones culturales o artísticas, contraponer lo artificial que llega de afuera con lo auténtico que se puede hacer en nuestra región.
–Hoy hay muchos jóvenes que piensan en irse del país, buscar un futuro afuera. ¿Qué les diría?
–No puedo decir absolutamente nada. Yo fui a París y me fui quedando, hasta ahora. No fue para hacer una carrera, sino para seguir aprendiendo. Y, cuando llegué, me di cuenta de que lo que podía aprender tenía que salir de adentro mío. Lo que vi fuera de mí, en los museos y en las galerías, con una semana fue suficiente.