Julian Barnes escribió otra historia de amor en los tiempos difíciles del Brexit
El escritor inglés no ocultó en Barcelona su fastidio por el gobierno británico; la excusa fue La única historia, novela que cuenta el amorío de un joven de 19 y una mujer de cuarenta y pico
BARCELONA.- En la solapa lleva un pin con el círculo de estrellas de la UE que exhibe "francamente como toda una declaración de intenciones", dice. Y aunque se encuentra feliz en el Mediterráneo, lejos del culebrón del Brexit, "haciendo como que Londres no existe", no puede ocultar "la tristeza y la rabia", mientras juguetea con su pasaporte, por la posibilidad de que tal vez esta sea la última vez que pueda utilizar el documento como un free pass para entrar al continente. "Porque me siento muy europeo y muy inglés, no británico, que eso remite a una idea del imperio que no comparto", aclara.
Quien habla es Julian Barnes (Leicester, 1946), una de las voces más brillantes, sólidas y eficaces de aquella pandilla de amigos (Amis, Ishiguro, Kureishi, McEwan y otros tantos) que Jorge Herralde reclutó para Anagrama a comienzos de los 80 y bautizó como dream team. Invitado al festival Kosmopolis 19, la fiesta de la literatura amplificada, según su eslogan, en la que participó ayer con el diálogo "El sentido de un relato", junto a la periodista Anna Guitart, Barnes también aprovecha para presentar su última maravilla: La única historia, casi una secuela o una deriva de su última genialidad El sentido de un final, que se llevó el Booker Prize 2011, mediada por los más recientes ensayos sobre arte reunidos en Con los ojos abiertos.
La única historia lleva el número 1000 de la colección limón de Anagrama, Panorama de Narrativas, "cosa que no es casual", aclara la editora Silvia Sesé. Con esta novela del autor al que ha publicado todo Jorge Herralde celebra otras varias cosas: el 50º aniversario de la casa editorial, que se conmemora en 2019, la reciente medalla de oro al mérito cultural, concedida recientemente por el ayuntamiento de la ciudad, y puede que hasta la reciente salida de imprenta de sus memorias: Un día en la vida de un editor y otras informaciones fundamentales.
Quizá por eso el autor de Hablando del asunto se muestra del mejor humor. Incluso se permite alguna broma corrosiva para la tensa coyuntura catalana en pleno juicio a sus presos políticos al pedir, antes de hacer un excesivo spoiler de su nueva novela: "Hagamos un referéndum para decidir si podemos hablar de eso". Pero lo cierto es que el Brexit le borra la sonrisa: "Es una situación aberrante. No es normal, si consideramos Gran Bretaña como el país de Shakespeare y de Churchill, pero también es la tierra de los Monty Phyton y de Alicia en el país de las maravillas. A veces se nos va la cabeza y no somos tan racionales", remarca. Lo que irrita al escritor no es solo la figura de David Cameron, "que nos metió en este embrollo y no ha hecho nada por el bienestar general", sino la "perspectiva práctica" que rigió desde siempre en el Reino Unido al ingresar en el Mercado Común Europeo. "Nunca se habló del marco moral, emocional o de un proyecto idealista", se lamenta.
Pero, en todo caso, del Brexit no trata su nuevo prodigio narrativo, sino de la única verdadera historia que le importa a cada cual, la de su primer y gran amor. La única historia deriva en forma directa de El sentido de un final. "En aquella novela, aparecían las consecuencias de una relación entre un hombre de 21 y una mujer sobre el final de sus cuarenta. El lector no conocía la realidad de esa relación y se la tenía que imaginar. Pensé que ese podría ser un buen punto de partida", explica.
Cualquier interpretación autobiográfica está vedada de antemano, porque Barnes sigue con su humor afilado: "Para saber eso habrá que esperar mis memorias póstumas". Pero lo que sí está claro es que niega cualquier filiación de su nueva obra a La educación sentimental, de Flaubert. Cosa cierta, porque la historia de Paul, un universitario de 19 durante las aburridas vacaciones estivales en los suburbios residenciales del Londres de los 60, y Susan, una mujer casada de 48 y con dos hijas mayores, va más allá de la peripecia sentimental de un verano acicateado por la erótica del tenis. La relación se extenderá en el tiempo más de una década, y su relato -en un prodigio técnico de gran hondura que pasa de una primera persona en presente, en la primera parte, a un relato en segunda persona para acabar en una lejana tercera persona que rememora- se expande en una suerte de tratado sobre el amor, el dolor de la pérdida y las tretas de la memoria.
"Esta estructura la decidí muy pronto. Estaba claro que el primer amor siempre es un presente eterno y en primera persona. Cuando te acercas al final de tu vida tienes la perspectiva de la distancia", explica. "Tenía mis dudas en el intermedio, porque la segunda persona no es muy común. Pero me di cuenta de que funcionaba con la novela Bright light, Big City, de Jay McInerney, y necesitaba esa segunda persona que abraza al lector", completa. Y para el narrador que "siempre había pensado que la memoria es el equivalente a la identidad", las distorsiones del recuerdo merecen un capítulo aparte. "Me preocupa cómo se va degradando la memoria. Cuanto más contamos nuestros recuerdos preferidos, son menos fiables". Algo que le había revelado su hermano, el filósofo Jonathan Barnes, y el escritor se negaba a creer. Ahora Julian sabe que lo rememorado "tiene más que ver con la imaginación que con lo vivido".
La gran pregunta es la que abre su novela. ¿Preferirías amar más y sufrir más o amar menos y sufrir menos? La suya es "la primera opción, está clarísimo", concede. "Pero es una pregunta sin sentido, porque si tienes posibilidad de elección, entonces no se trata de amor".
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