Semana Santa. Judas, mucho más que un traidor
Obras literarias, pinturas, ensayos y descubrimientos arqueológicos redefinen la figura bíblica estigmatizada e identificada con el mal
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Pocos nombres en la historia están tan identificados con el mal como Judas Iscariote, el discípulo que traicionó a Jesús con un beso y lo entregó a una muerte segura. Sin embargo, en los últimos años, gracias a la arqueología, pero también a la literatura, la imagen del discípulo maldito del Nuevo Testamento ha cambiado profundamente para situarse en un terreno mucho más ambiguo. Como explica la catedrática de Historia Antigua de la Universidad de Cantabria, Mar Marcos, “las distintas tradiciones sobre Judas ilustran una variedad de ‘cristianismos’ en la Antigüedad que fue desapareciendo por la censura de la Gran Iglesia. Con ello se perdió una rica y variada tradición textual, catalogada de apócrifa y herética”.
Casi todo lo que rodea la muerte de Jesús, que los cristianos conmemoran en la Semana Santa, está envuelto en un espeso misterio, en el que se mezclan el mito y la historia. Las certezas son escasas: la inmensa mayoría de los expertos coinciden en que Jesús de Nazaret fue una figura histórica, que murió crucificado en Jerusalén durante la Pascua judía (Pésaj). Es más que posible que sus 12 discípulos también tengan una base real, al igual que, naturalmente, la conflictiva Palestina ocupada por Roma en la que se produjeron los hechos y los enfrentamientos entre los diferentes grupos judíos. Todo lo demás —la última cena, el huerto de Getsemaní, Pilatos lavándose las manos, la negación de Pedro, las 30 monedas de plata…— está más cerca de la leyenda que de la realidad certificada por documentos o excavaciones, y eso incluye la traición de Judas.
En ese inmenso terreno que se abre entre la fe y el mito, Judas se alza como una figura que ha despertado una mezcla de fascinación y repulsa: los pintores Carraci y Caravaggio, los autores clásicos Jorge Luis Borges, José Saramago, Anthony Burgess o Nikos Kazantzakis o los más recientes Amos Oz, Amélie Nothomb o Philip Pullman se han enfrentado a este apóstol que, pese a su fama universal, es un personaje secundario, aunque decisivo, en el Nuevo Testamento. Como en casi todos los episodios que rodean la muerte de Jesús, los Evangelios ofrecen versiones diferentes, incluso contradictorias, de los hechos.
Los motivos de la traición —las famosas 30 monedas que dan título a la nueva serie para HBO de Álex de la Iglesia, la influencia del diablo— y la forma de muerte —ahorcado o cayendo de forma patética y acabando destripado— varían entre Mateo, Juan, Marcos o Lucas. La Biblia incluye también una idea poderosa: que Jesús sabía que le iba a traicionar porque formaba parte del plan divino para su muerte y resurrección. De ahí la famosa frase: “Lo que vas a hacer, hazlo pronto” (Juan, 13:27). Tampoco es que el resto de los apóstoles queden especialmente bien en los momentos finales de Jesús. Pedro, por ejemplo, le niega tres veces.
Pero Judas cargó con toda la culpa y se convirtió en sinónimo del mal. Su papel en el desarrollo del antisemitismo ha sido enorme. La escritora estadounidense Susan Gubar, autora de Judas: A biography (2009), insiste especialmente en este hecho. “A finales de la Edad Media, se le vilipendia por completo. Se le asocia con el pueblo judío y se le utiliza para atacarlo. La traición se convierte, a partir de ese momento, en sinónimo de Judas y de los judíos estereotipados en la larga y despiadada historia del antisemitismo”, explica por correo electrónico esta profesora de la Universidad Bloomington de Indiana.
Algunos expertos creen que la idea de que Jesús fue traicionado por uno de sus discípulos y que la autoridad judía, el Sanedrín, fue decisiva en su condena cuadra muy bien con el momento en que se escribieron los Evangelios canónicos, entre los años 70 y 120 de nuestra era. Dado que el cristianismo tenía que prosperar en el mundo romano, era mucho más conveniente culpar a los judíos que a la autoridad imperial. Como argumenta Simon Sebag Montefiore en Jerusalén. Una biografía, “los Evangelios, escritos o enmendados después de la destrucción del Templo en 70, acusan a los judíos y absuelven a los romanos, deseosos de mostrar su lealtad al imperio. Sin embargo, los cargos contra Jesús y el castigo en sí cuentan su propia historia: fue una operación romana”.
Carmen Bernabé, profesora de Nuevo Testamento en la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto, realiza una interpretación más política: “La inmensa mayoría de los exégetas actuales piensan que tanto el grupo de los 12 como el personaje de Judas tienen visos de ser históricos. Otra cosa es que los Evangelios lo presenten de formas diferentes. Cada uno de los evangelistas añade algunos desarrollos según sus propias ideas o intereses teológicos y morales: si entregó a Jesús por dinero, si era ladrón... Como un personaje histórico que estaba en el círculo de Jesús, que fuese un discípulo y que dijese dónde estaba para que los sumos sacerdotes diesen con él tiene visos de ser cierto. Probablemente era un discípulo desencantado con la línea de mesianismo que Jesús había adoptado. No era la que tenía en mente, más guerrera, más violenta, más davídica”.
El gran hallazgo arqueológico relacionado con esta figura fue el llamado Evangelio de Judas, descubierto en los años setenta en Egipto y restaurado en 2006 en un proyecto encabezado por National Geographic. Este texto gnóstico, seguramente del siglo II, ofrece una visión totalmente diferente del discípulo. Mar Marcos, que fue presidenta de la Sociedad Española de Ciencias de las Religiones (SECR), señala: “Hubo corrientes del cristianismo que defendieron una visión positiva de Judas, como los gnósticos, entre quienes circulaba un Evangelio de Judas que contenía revelaciones de Jesús a este discípulo privilegiado. Jesús le habría pedido que le delatara para provocar su crucifixión y resurrección, y propiciar así la salvación de la humanidad. Judas se habría sacrificado para cumplir esta misión. El texto, hallado en Egipto y escrito en copto, contiene un diálogo entre Judas y Jesús y es semejante a otros textos gnósticos contemporáneos, que son copia de los originales y que eran leídos todavía por comunidades cristianas al final de la Antigüedad”.
Caravaggio, pese a ser el gran pintor de la contrarreforma, ya muestra también en una de sus obras más célebres una visión diferente de Judas. En el lienzo El prendimiento de Cristo (1602-03), conservado en la Galería Nacional de Dublín después de ser descubierto en 1990, utiliza a este personaje para reflexionar sobre el poder del Estado, según la interpretación que hace Gubar en su ensayo: “Vemos a Jesús y a Judas abrumados por los modos represivos de control social que los definen a ambos como delincuentes, criminales, parias”.
El siempre erudito, divertido e iconoclasta novelista británico Anthony Burgess (1917-1993) escribió una novela titulada Jesucristo y el juego del amor y, sobre todo, fue el responsable del guion de una serie de 1977 de Franco Zeffirelli titulada Jesús de Nazaret, muy polémica en su momento. En un artículo en The New York Times, Burgess explicaba cómo realizó la adaptación, reescribiendo a su manera los Evangelios (explicaba que el más leído, San Juan, “era el menos fiable, una fábula romántica”). Sobre Judas, opinaba: “Su personaje tuvo que ser rehecho desde cero. Lo describí primero como un universitario americano decente, bien leído, devoto de su madre viuda, encantado al principio por Jesús, más tarde totalmente convencido de su divinidad. El arresto en el huerto, la pérdida de la inocencia de Judas, su suicidio tras la toma de conciencia de su traición involuntaria al único hombre al que nunca habría querido traicionar… Ese fue mi primer Judas. El Judas final es un palimpsesto de Judas como dulce inocente, como zelote superior, como cotorra indiscreta, como hombre decepcionado, pero nunca como villano melodramático fácil”.
Ese Judas, que intuye y describe con su lucidez habitual el autor de La naranja mecánica, es seguramente el que ha llegado con más fuerza hasta nosotros: un hombre ambiguo, difícil de catalogar, ni inocente, ni zelote, metido en una trama política que acaba por destruirle.