Juan Villoro: “Moctezuma y Julio César tenían supersticiones mejores que los políticos de ahora”
Tras nueve años, el autor mexicano regresa a la ficción con la novela “La tierra de la gran promesa”, que tiene como asunto el narcotráfico; “el crimen organizado construye su propia narrativa”, dice
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“Mi memoria ya es un campo minado: donde pises salta una irritación”, le dice un personaje al protagonista de la nueva novela de Juan Villoro, quien regresa a la ficción tras nueve años con una obra sobre la furia y la violencia, escrita con exquisita y paciente prosa. La tierra de la gran promesa (Penguin) es la propuesta de uno de los intelectuales y periodistas más sabios y versátiles de Hispanoamérica que brilla en todos los universos que visita, allí donde se convierte en anfitrión. Villoro (México, 1956), ex diplomático (fue agregado cultural en Berlín Oriental), profesor universitario (Princeton, Universidad Autónoma de México, etc.), traductor (Las afinidades electivas, de Goethe), ensayista (La utilidad del deseo), cronista (fue él quien definió al género como el “ornitorrinco de la prosa”), dramaturgo (Alfredo Alcón protagonizó Filosofía de vida y también escribió Conferencia sobre la lluvia), poeta (“El puño en la mano” se convirtió en 2017 en una poesía popular recitada por los sobrevivientes del terremoto en el D.F. mexicano), autor de libros infantiles (El libro salvaje), periodista (Reforma y Proceso), obtuvo el Premio Herralde en 2004 por su novela El testigo.
La tierra de la gran promesa toma su título de la traducción al castellano de una película de Andrzej Wajda. Esta cinta y esta historia, basada en el daño que produce el rencor, se proyectaba en la Cineteca en México, en 1982, cuando el edificio ardió por motivos que hasta el presente son poco claros, una tragedia donde se destruyeron los archivos de la filmografía nacional. Villoro viaja al pasado y al presente de un documentalista, Diego González, hijo de un notario –ambos son testigos, ambos dan fe de los hechos–, casado con una sonidista. En sus sueños emergen sus secretos, aquel trauma que no logra superar. El narcotráfico, el (buen) periodismo, la memoria y el independentismo catalán atraviesan esta novela sobre el perdón y la amistad, la pasión y los pocos rincones aún íntimos y privados que conservamos, en nuestros sueños y pesadillas. Dos orillas, América y Europa; dos hombres, el perseguido y el perseguidor; y múltiples pasiones en esta novela donde nada es tibio, donde todo arde y explota.
–Su novela explora un concepto clave de la literatura y la historia: ¿Quién narra y, a partir de él, cuál es su punto de vista? ¿Siempre pensó en acudir a un narrador omnisciente? ¿Pensó contar esta historia en primera persona?
-Quería escribir sobre un personaje que habla dormido; ese fue el disparador de la historia y condicionó el uso de la tercera persona, pues él no puede narrarse a sí mismo; es su mujer quien descifra lo que dice. Además, mi novela anterior, Arrecife, está escrita en primera persona y quería cobrar distancia de ese tono íntimo. Diego González, el protagonista, hace documentales y procura controlar de manera objetiva lo que registra, sin lograrlo del todo. La tercera persona me ayudaba a ejercer una perspectiva semejante respecto a mi protagonista.
–Resulta interesante cómo en su novela construye dos dimensiones: la vida durante nuestra vigilia y aquellas experiencias que tenemos en los sueños, a veces reveladoras. Al protagonista le aconsejan consultar a un psicoanalista argentino. ¿Se considera freudiano? ¿Se ha psicoanalizado alguna vez?
-Me he psicoanalizado varias veces y mi madre y mi hermana son psicoanalistas. En mi familia, a los 18 años ir al diván era un requisito necesario, como hacer el servicio militar. Cuando mi protagonista pasa por una crisis personal en Barcelona, un amigo le recomienda que vea a un psicoanalista argentino porque el inconsciente no es precisamente una especialidad española.
–Quizá me equivoque, pero, ¿es la primera vez que escribe escenas tan violentas, al menos en ficción? ¿Cómo fue esta experiencia? También hay escenas eróticas que no son recurrentes en su extensa obra.
-La violencia ha cubierto todas las zonas de nuestra vida en los últimos veinte años. Es muy difícil escapar a eso. En El testigo, el protagonista es detenido y amedrentado por unos judiciales, y en Arrecife, la violencia adquiere un rango teatral, pues forma parte de los programas de entretenimiento de un resort en el Caribe que promueve “paranoia recreativa”. En La tierra de la gran promesa la violencia es parte constitutiva de la vida diaria; la forma en que hablas, circulas por la ciudad, te reúnes con la gente, está determinada por el riesgo. El peligro se ha convertido en nuestra principal costumbre. En todas las guerras hay estadísticas de muertos o mutilados, pero no de crisis emocionales o problemas de pareja ocasionados por la violencia. Quise hablar de esas repercusiones en mi novela. En cuanto al erotismo, juega un papel muy importante para resistir a las amenazas. Lo contrario a la muerte no es una idea abstracta de la vida, sino el sexo, su afirmación vital más primaria.
–En la novela aparece una idea: “En México no existe el exilio”. ¿Por qué?
-A diferencia de Argentina o Uruguay, México no tiene una cultura de emigración. Por necesidades económicas, millones de mexicanos han ido a los Estados Unidos, donde reproducen la forma de vida de sus comunidades, como se puede ver en el Este de Los Ángeles o en Queens, Nueva York. La idea dominante no es la de emigrar para adoptar otra cultura, sino la de empacar tu lata de chiles para ir lejos. En general, el mexicano se la pasa mal cuando se ve forzado a vivir en el extranjero. Obviamente, algunos mexicanos triunfan lejos, pero mi protagonista no es material de exilio; vive para documentar una realidad que no puede meter en su maleta.
–La idea de testigo, y, parafraseando su famosa novela, El testigo, también está omnipresente. ¿Es, en cierto modo, un llamamiento a la responsabilidad individual o social en el sentido de aquello que podemos hacer con aquella información valiosa o aquello que conocemos y el daño que hacemos al callarnos?
-Es una pregunta decisiva. Diego González recibe información confidencial para entrevistar a un capo del narcotráfico en una casa de seguridad. Pero nadie ofrece ese tipo de enlace sin un interés de por medio. ¿En qué medida se convierte en vocero de otras personas al documentar eso? Su entrevista puede ser una delación. El crimen organizado construye sus propias narrativas; de pronto, resulta muy conveniente culpar de todos los delitos a un grupo de la competencia. Cada vez que se captura al líder de una banda, eso permite que otros se sientan exonerados porque a él se le pueden endilgar toda clase de fechorías, incluso las que aún no suceden. Mi documentalista entra en esta encrucijada de narrativas y no sabe cómo manejarlas; su testimonio puede ser usado de muy distintas maneras. Además, el último corte de una película no es del director sino de los productores, y Diego no puede rastrear el origen de cada peso que se invirtió en su película. ¿A quién le conviene que informemos? Me interesaba reflexionar sobre los contradictorios efectos de la verdad en un entorno descompuesto.
–Su estilo está compuesto por aforismos, reflexiones poéticas, sagaces, donde imprime símbolos y metáforas en contextos disímiles (diálogos, descripciones, recuerdos). ¿Cómo lo trabaja? ¿Reescribe sus textos en busca de este estilo? ¿Escribe de un tirón en pos de que se narre una acción y luego corrige sobre lo escrito?
-Lo que llamamos estilo es la respiración de un autor. Ese efecto no puede ser forzado porque entonces parece una respiración asistida. Se trata de una cuestión de temperamento. Al escribir no pienso en aforismos o metáforas, pero al reescribir es imprescindible hacerlo. La primera versión tiene una condición sonambúlica y el texto “despierta” en las siguientes versiones. Me divierte más reescribir que escribir, pero también ahí hay un problema porque puedes enfriar el texto de tanto pulirlo o complicarlo en forma innecesaria. Hay un documental en el que Picasso dibuja un toro en forma maestra; logra trazos geniales pero la cámara sigue rodando y él se siente obligado a agregarle detalles; poco a poco lo vemos arruinar un Picasso. Hay que saber detenerse, pero ese límite sólo se puede establecer de manera intuitiva.
–Hay un diálogo brillante entre un español y un mexicano, donde el europeo es despectivo con el segundo. ¿A menudo hay (o aún hay) una mirada caricaturesca en España hacia América Latina?
-Todos los países hacen caricaturas del otro. Los mexicanos hemos sido pasto de bromas en Hollywood, que a veces nos han acabado gustando. El personaje de Speedy González ha desparecido porque la corrección política juzgó que nos ofendía, pero ya estábamos orgullosos de ese ratón pícaro y veloz. Como mi novela transita entre España y México, por ahí aparecen prejuicios recíprocos de ambos países. Lo interesante, como en el caso de Speedy, es que a veces esas reducciones de la identidad acaban gustando. En México, los capitalinos fuimos descritos en plan ofensivo como chilangos hasta que eso se convirtió en motivo de orgullo, como pasó con el término queer.
–El cine es uno de los protagonistas de esta novela y aparece cómo la tecnología cambió el modo de los espectadores de ver TV y cine (por ejemplo, cómo nos distraemos con dispositivos móviles)? ¿Cambió también el modo en el que leen los lectores con la tecnología?
-Estoy escribiendo un largo ensayo sobre la lectura en la sociedad digital. Beatriz Sarlo trabaja muy bien el tema en La intimidad pública. La cultura de la letra se ha vuelto atmosférica, aparece en todas partes y en los más diversos dispositivos. Esto nos lleva a leer a saltos, de manera discontinua. Google es una herramienta formidable si conoces lo que buscas, pero no es un sitio de pesca al azar. Quienes también leen libros pueden darle contexto, articulación y sentido de continuidad a la realidad virtual. El soporte último de las redes, su “disco duro”, está en el libro.
–Esta película es también un homenaje al cine y a los cineastas. ¿Le gustaría escribir un guion de cine?
-Hace muchos años escribí guiones por necesidades alimentarias. Por suerte, sólo se filmó uno, Vivir mata. El teatro es literatura; en cambio, el guion es un pretexto para contar una historia en la que intervienen demasiadas voluntades. El guionista es como el cocinero de un antropófago: prepara guisos que le parecen suculentos hasta que descubre que la merienda es él mismo.
–Hay un personaje que aparece mencionado en la novela, y que es clave: la hermana del presidente López Portillo, Margarita, sin experiencia alguna para su cargo, cuyas acciones eran guiadas por un gurú o brujo. En la Argentina tuvimos un caso quizá más grave aún, pues la presidenta era ella, Isabel Perón. Décadas después, tenemos también líderes que creen en elementos mágicos. ¿Cómo analiza este escenario latinoamericano?
Las explicaciones mágicas no desaparecerán de un continente donde la representación siempre es más importante que los hechos. Una ventana se abre, un pájaro entra a la oficina del presidente y se posa en su hombro. Eso decide un destino. No me preocupa que haya superticiones, sino que se hayan deteriorado tanto. Me parece interesante consultar a un chamán que dispone de una sabiduría atávica, pero la crisis de sistemas de creencia hace que ahora los políticos, los financieros y otros hacedores de destinos consulten a charlatanes new age y participen en sectas impresentables. Moctezuma, Julio César y Carlos V tenían mejores supersticiones.
–“Un cineasta que no lee el periódico se llama publicista”, le dice un personaje de su novela a otro. ¿Siente que en América Latina se le exige a los artistas a pronunciarse políticamente más que en otras regiones?
-La función social del intelectual en América Latina sin duda ha sido exagerada y proviene de una paradoja: es más importante lo que representa que lo que hace. En un país sin lectores domina una forma de la dificultad, que es la escritura. Por lo tanto, se le consulta como si fuera un oráculo. Muchos intelectuales han tenido una intervención social decisiva y han pagado por sus ideas con la cárcel o el exilio, pero también se ha inflado la importancia del “opinionista” que responde a cualquier hora sobre cualquier tema. Como siempre, el mejor sitio para un artista no es estar en una silla o en otra, sino en el hueco entre dos sillas.
–Escribe en la novela: “Si pudiera dialogar con el que fue a los 22 años, le diría la cara: «Tener cafeína en el cuerpo no es tener talento». ¿Qué le diría al joven Juan Villoro?
-“Mantén el entusiasmo, aunque pierdas la causa”.
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