Formado como compositor, el chaqueño despliega sus inquietudes sobre el sonido en instalaciones conceptuales como la que se puede ver actualmente en la Fundación Andreani
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Ahora, después del arte, las persianas metálicas microperforadas que van cayendo con la noche en Buenos Aires ya no son lo que eran. Una vez que se ha visitado la instalación u obra de sitio específico A 8′ 18′' del sol que el artista sonoro Juan Sorrentino (Chaco, 1978) presenta en el espacio minimalista de Fundación Andreani, frente al Riachuelo -última obra proyectada por Clorindo Testa-, las persianas esas que a la vista resultan blandas y que dejan filtrar la luz por una miríada de orificios solo pueden pensarse en relación a esta obra.
Formado como compositor en Córdoba, Sorrentino encontró en el arte contemporáneo un espacio donde volcar sus intereses sobre el sonido como materia propia por fuera de todo lo que llamamos música, ya fuera dodecafónica, folclórica o popular. Pero a la vez es una rara avis de la escena porque eso de arte sonoro no se termina de ver ni escuchar.
En La Boca, las cuatro persianas suben y bajan en una coreografía controlada por un sistema arduino en un ciclo que dura 8 minutos con 18 segundos, lo que tarda la luz del sol en llegar a la Tierra. El movimiento es aleatorio, pero, si se las atraviesa, el visitante se enfrenta a la luz de una lámpara de sodio (quedan muy pocas en el alumbrado público) que lo convierte en una figura monocromática, absorbiendo todo valor de color. En tanto, se escucha la voz de Anahí Fernández Caballero en una pieza de canto gregoriano escrita a partir de la antífona “O Pastor animarum” de Hildegard Von Bingen (1098-1179), la mística alemana que inspiró esta instalación en la que -dice Sorrentino- se fundieron todas sus preocupaciones en una suerte de catedral neogótica y posindustrial. “Los efectos ópticos de la luz atravesando una persiana, el contrapunto entre el ruido y la música, la iluminación del arte y el rock”, resume.
Sorrentino habla en el primer piso de un taller compartido con otros artistas en un secreto geográfico de Buenos Aires conocido como “la isla”. Pero no la de departamentos afrancesados pegada a la Biblioteca Nacional sino otra, minúscula, que muere en la avenida Warnes, en La Paternal, cuando ya no quedan repuestos de autos que vender. Es curioso. El arte de Sorrentino dista de ser telúrico y, sin embargo, la topografía urbana lo devuelve a su origen: el monte chaqueño donde aprendió a escuchar con detalle, tanto como con la colección de discos de Spinetta heredada de un tío (el nombre de la obra en La Boca remite al álbum A 18 minutos del Sol, un error astronómico de Luis Alberto ahora corregido), y la isla como metáfora de sus primeras intuiciones como artista lejos de todo, aislado de la información.
Ese primer piso del taller compartido tiene la forma del software que termina disimulado en sus obras inauditas. Podría ser el lugar de trabajo de un herrero, un carpintero industrial, un técnico electrónico y, al fin, un artista contemporáneo. Aunque todo confluye en la forma-Sorrentino: el speaker o parlante, a veces expuesto, otras disimulado en una estructura como las extravagantes “mancuspias” (nombre que tomó prestado de Cortázar) con las que imagina una orquesta. Sobre la mesa de trabajo está la tapa de su futuro primer álbum hecho con el sonido de estas cajitas de música que recuerdan a las Intonarumori del futurista italiano Luigi Russolo.
Formado como compositor en Córdoba, Sorrentino encontró en el arte contemporáneo un espacio donde volcar sus intereses sobre el sonido como materia propia por fuera de todo lo que llamamos música, ya fuera dodecafónica, folclórica o popular
“El parlante es para mí como el óleo para un pintor”, dice, con el pelo revuelto, un Les Luthiers desprolijo. La frase se le hizo obra más que nunca en sus Cuadros sonoros, telas en blanco con un speaker-ojo en el centro donde una voz describe una masterpiece robada de algún museo. Escuchamos ahora lo que no vemos de El Grito de Munch, por ejemplo. Sorrentino dice que esas obras, de alta calidad conceptual, fueron pensadas como un ejercicio mientras estudiaba composición en Córdoba y de inmediato rechazadas. No era música, claro. Sin embargo, a Sorrentino le tocaría formar parte de la formación previa de Tonolec (dúo folktrónico chaqueño) y llevar adelante proyectos propios como ElectroLiving, El Pastiche y Les Yacare, en un rango que va de la electrónica dura a una nueva idea de sonido litoral y la performance paródica.
Frente a la mesa, contra la pared, se dispone Temblor, un sistema de tres speakers alimentados por una frecuencia sísmica inaudible para el rango humano. He aquí dos claves del universo Sorrentino (muy diferente al costumbrismo de Paolo, claro): por un lado, cómo tipificar la obra. A ver (o a oír): ¿Qué es Temblor? ¿Una escultura sonora? ¿Una instalación? ¿Un objeto? ¿Un simulador sismográfico? “No lo sé. Lo que me interesaba era reproducir el cablerío de un músico de rock en vivo, pero en lugar de alimentar una guitarra eléctrica acá hay un sonido que no se escucha pero se siente”, trata de explicar. Los silencios del sonido, se diría, con permiso de Paul Simon.
Por otro lado, Temblor pone contra la pared, amurallada, una de sus mayores obsesiones. Si se recorren las instalaciones de Sorrentino se ve y escucha una insistencia con el movimiento permanente de la tierra, la inminencia del terremoto. Y ahí hay algo que va muy lejos en su bio, un recuerdo que parece corporizarse en la impresora 3D de Hemingway. “Recuerdo estar en Chile, muy chico, cerca de Valparaíso, pescando con mi padre en un muelle, y sentir que la estructura entera se movía; que el mar se descontrolaba y de pronto picar un lenguado y ver esa forma venirse encima”. El desmoronamiento a través de la vibración del sonido es, entonces, una de las claves de su obra. Lo ha intentado de muy distintas, pero acaso la más acabada sea Quincha (nido vinchucas), donde una frecuencia de 35 Hertz se alterna con el silencio para agrietar un cubo rosado construido con técnica quechua y pintado con el mismo tono colonial de la Casa Rosada. De pronto, el derrumbe adquiere una dimensión política. Pero estas instalaciones que se autodestruyen no son una metáfora de ninguna crisis. “No pienso en el movimiento interior de las obras como en una representación apocalíptica, sino más bien de cómo las cosas pueden ser transformadas, en el ciclo de vida de la materia”, dice el artista que ha sido visto y escuchado en muestras colectivas en toda América y Europa. Sobre la mesa hay ahora, yuxtapuestos, un pedal de guitarra eléctrica Cry Baby (el que usaba Hendrix), un libro de física y un manual de carpintería. Huele a espíritu surrealista.
Una de las mayores sorpresas de la obra comisionada por Fundación Andreani es que es la primera vez que Sorrentino incluye música (aunque sea canto a capella arcaico) en una de sus instalaciones. La voz de Anahí Fernández Caballero fue grabada en ese mismo lugar y en el lado B (para seguir la analogía musical) hay otra pieza site specific que incluye un poema inspirado por las persianas microperforadas escrito y recitado por Camila Pose. La voz ha sido grabada y reproducida hasta deshacerse en una cita deliberada de I’m sitting in a Room (1969), la obra conceptual de Alvin Lucier. Aquí hay un speaker que sigue el movimiento de un Teleférico (tal el nombre de la pieza) e invierte la lógica del volumen: cuando sube es cuando menos se puede escuchar. La luz que se deja ver en esa coreografía de 8 minutos y 16 de segundos es, en tanto, un señalamiento a los artificios de Olafur Eliasson, el gran danés que hizo brillar un sol dentro del espacio de la Tate Modern. Pero son las iluminaciones de la mística alemana medieval, cuyas intuiciones proto científicas (la capa de ozono, por caso) fueron divulgadas como revelaciones del espíritu, las que esperan, acá, detrás de las persianas microperforadas. En el taller, una maqueta de la instalación y el riel donde fueron probados los movimientos de su ballet mecánico dan una idea del arte de Sorrentino. Mucho cálculo y logística para, luego, abandonar los objetos e instalaciones al azar de la transformación. “Dicen que dios y el diablo están en todos los detalles y un poco es así en esta instalación”, asegura el artista en su bunker.
-¿Y a quién encontramos en esa catedral que montó en La Boca?
-Un poco a los dos.
PARA AGENDAR
Además de la muestra en Andreani (Pedro de Mendoza 1973, de 12 a 19), el miércoles 10 de agosto la fundación estrena en su podcast Líneas Paralelas una entrevista a Sorrentino con el periodista Imanol Subiela Salvo.
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