A los 87 años murió el escritor Juan Marsé: aquel muchacho que inventó Barcelona
BARCELONA.- "Que la vida iba en serio", como escribiera su gran amigo y compañero de largas noches etílicas de risas y confidencias Jaime Gil de Biedma, es algo que Juan Marsé supo desde siempre. Quizá por eso, porque fue demasiado consciente de que "envejecer, morir, / es el único argumento de la obra", no dejó resquicio alguno a imposturas o actuaciones, ni dentro ni fuera de la página. Y tal vez por eso mismo se convirtió, sin pretenderlo siquiera, en uno de los narradores más genuinos y auténticos que haya parido jamás esta ciudad, la suya. Una ciudad, Barcelona, que para muchos de los que no hemos nacido en ella, nos resulta imposible concebirla, y ya no digo comprenderla, sin sus historias. Como si Barcelona en realidad no fuera más que una invención del propio Marsé –como igualmente le ocurre a muchos lectores con la Buenos Aires de Borges–. Y quizá en verdad lo sea.
En esa ciudad semiconfinada por la pandemia falleció Juan Marsé a los 87 años la noche del sábado 18 de julio en el Hospital Sant Pau. Pueden que muchos hoy no reconozca en esta ciudad del Mobile World Congress a la invención literaria de Marsé, pero lo cierto es que esa urbe hunde sus raíces más nobles en las desarrapadas barriadas de la negra posguerra franquista como El Carmelo o El Guinardó y hoy está de luto. Lo está porque ha perdido a su hijo dilecto –o mejor sería decir a su Tusitala (el contador de historias), como llamaban los aborígenes samoanos a Robert Louis Stevenson–. Ha perdido a Juan Marsé, el portentoso narrador que, pese a ostentar en el pecho desde 2008 la medalla del Premio Cervantes, no dejó nunca de ser aquel muchacho de barrio que se colaba en las eternas matinées de cine de domingo para luego soltarles a la pandilla reunida en cualquier baldío sus aventis –las descomunales y divertidísimas mentiras que siempre llevarán su sello–.
Las mismas aventis –alambicadas y exageradas anécdotas inventadas en forma de relato que, sin embargo, encierran la semilla de la más profunda verdad– que aquel muchacho escupiría entre dientes en la implacable Si te dicen que caí en 1973, como un furioso ajuste de cuentas al régimen y por eso mismo, a causa de la censura franquista, la novela vería la luz primero en México y no es España, sino hasta 1976, muerto el caudillo. Las mismas aventis, invencibles máquinas de ficción, que aquel incombustible muchacho no dejó jamás de soltar en letra de molde, hasta sus últimos días, como prueba la postrera y reciente Esa puta tan distinguida.
Lamentamos profundamente la muerte de Juan Marsé (Barcelona, 8 de enero de 1933 - 18 de julio de 2020). Descansa en paz, querido Juan. pic.twitter.com/1PCbI6LJ7c&— Agencia Balcells (@agenciabalcells) July 19, 2020
Aquel muchacho, que hasta bien entrada la vida adulta (1965) trabajaría en un taller de joyería, había nacido en realidad un 8 de enero de 1933 como Faneca Roca. Los apellidos de Marsé Carbó los recibió de su familia de adopción al quedar huérfano. Comienza a publicar sus primeros relatos en 1958 en las revistas Ínsula y El Ciervo, y para el año siguiente obtiene su primer premio por el cuento Nada para morir. Para 1960 aquel muchacho queda finalista del prestigioso Premio Biblioteca Breve de Seix Barral –la histórica casa editora del legendario Carlos Barral, quien fuera otro de sus amigos más cercanos–, con su ópera prima Encerrados con un solo juguete.
A partir de allí, la vida de aquel muchacho se acelera rumbo a la profesionalización literaria. Primero en París, donde trabaja de como profesor de español, traductor, guionista e incluso como ayudante de laboratorio del Instituto Pasteur y se afilia al PCE (Partido Comunista Español), siguiendo los pasos del Nobel Jacques-Lucien Monod. Y luego de regreso en Barcelona, donde publica Esta cara de la luna (1962) y Ultimas tardes con Teresa (1966) –quizá una de sus novelas más celebradas y recordadas, adaptada a la pantalla grande en 1984 por Gonzalo Herralde, el hermano del fundador de Anagrama–, ambas novelas publicadas en la editorial de Carlos Barral y le llega a Marsé la consagración con el Premio Biblioteca Breve.
Para 1970, cuando publica La oscura historia de la prima Montse (llevada al cine por Jordi Cadena en 1977), aquel humilde muchacho está completamente integrado en el mundillo intelectual de la progresía de clase alta barcelonesa, que pasaría a la historia con la etiqueta de la Gauche Divine, como redactor en jefe de la revista Bocaccio y la revista Art-Cinema. Sin embargo, el gran tema de Marsé a lo largo de toda su obra no exenta de ironía y humor (y que bien puede entenderse como un lúcido y logrado ejercicio de realismo social) es el desencuentro en esa Barcelona de posguerra y la que vendrá después entre la alta burguesía y el proletariado o las clases populares de las que el escritor siempre formó parte.
Bajo la órbita de aquel glamoroso mundo, cuyo centro ocupaba Carlos Barral, cualquier otro hubiera caído en la pose del parvenu de la conciencia de clase o en la impostura del intelectual de izquierdas militante del realismo social. Pero no sucedió ni una cosa ni la otra y Marsé siguió su propio y auténtico camino, porque aquel muchacho por entonces ya era un adusto escritor con pocas pulgas y muy poco dispuesto a hacer concesiones de ningún tipo. Si acaso no más que las que le exigía la página en blanco y el laborioso trabajo de orfebrería narrativa –quién sabe si fuera un remedo de sus tiempos de joyero– al que se sometía a conciencia. No en vano Marsé repetiría una y otra desde entones que no se consideraba un intelectual, sino un narrador a secas.
Y en cuanto al riesgo que corrió en aquellos años de convertirse en una suerte de mascota ideológica de la Gauche Divine el mismo autor lo dejó bien claro sin eufemismos y con la contundencia de la que siempre hizo gala en un pasaje de su discurso de recepción del Premio Cervantes: "Yo podía quizás haber sido, lo digo sin un ápice de sarcasmo, el escritor obrero que al parecer faltaba en el prestigioso catálogo de la editorial. Halagadora posibilidad que a su debido tiempo, la fábula de un joven charnego [inmigrante español que no habla catalán] del Monte Carmelo, desarraigado y sin trabajo, soñador y sin medios de fortuna, pero también sin conciencia de clase, se encargaría de desbaratar".
Si como quería Bolaño el arriesgado oficio de la literatura es en realidad un combate a muerte, lo que sigue a partir de allí en la historia de aquel muchacho del Carmelo, ya para entonces con el malcarado gesto de un boxeador callejero pintado en el semblante, es una andanada de magistrales golpes literarios durante más de tres décadas. Tantos y tan contundentes que casi no vale la pena repasarlos: La muchacha de las bragas de oro (1978), Ronda del Guinardó (1984), El amante bilingüe (1992), Rabos de lagartija (2000), hasta los más recientes Caligrafía de los sueños (2011), noticias felices en aviones de papel (2014) o Esa puta tan distinguida (2916). Combates por KO con los que fue ganando títulos (premios y reconocimientos), sin hacer una sola concesión, ni siquiera con la cuadrilla de valiente realizadores –los arriba citados, Fernando Trueba y Vicente Aranda el que más, en cuatro ocasiones– que se atrevieron a llevar sus novelas a la pantalla, con los que no se ahorró broncas ni reproches.
Y poco más se puede añadir de un genuino narrador urbano que nunca estuvo ni para el mercadeo literario ni el chismo. Sólo resaltar su honestidad sin fisuras hasta el final. Honestidad que llevó al Premio Planeta 1978 a bajarse del jurado en 2005, con gran revuelo y escándalo, para no prestarse a un circo mediático que ponía el mercado del libro por encima de la calidad literaria. Lo misma honestidad con la que se desentedái de confrontación lingüística entre el catalán y el castellano y los intentos de manipulación política en ese sentido por parte del nacionalismo catalán. Y eso por una sencilla razón que dejaría bien clara en su discurso de recepción del Cervantes: "La dualidad cultural y lingüística de Cataluña la he vivido desde que tengo uso de razón. Nos enriquece".
En suma, aquel honesto y genuino muchacho del Carmelo, que jamás pagó peaje de ningún tipo, tuvo una única premisa hasta el fin de sus días: "Procura tener una buena historia que contar, y procura contarla bien, es decir, esmerándote en el lenguaje". Y lo que consiguió con ella es imperecedero.
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