Juan Goytisolo: semblanza de un disidente impasible
Imágenes imborrables. El autor de este artículo traza un retrato singular del flamante ganador del Premio Cervantes, hecho de recuerdos y observaciones personales
D e todas las imágenes que conservo de Juan Goytisolo, este disidente impasible que ganó la semana pasada el premio Cervantes de Literatura, la más significativa es quizá la del escritor cruzando todo Londres, de un lado al otro de la ciudad, porque quería pasear un rato. Poco antes de que se reuniera el jurado, sin que nadie supiera cuál iba a ser el rumbo de las deliberaciones, él estaba en París, paseando, preparándose para regresar a su refugio desde hace años, en Marrakech, donde el aire y la famosa, gracias a él, plaza de Xemaá-el-Fná, son el alimento de su sosiego.
Cuando viene a Madrid, Goytisolo pasea alrededor de su hotel de siempre, en el barrio de Chamberí, y también por Barcelona, donde nació, donde tiene a su agente, Carmen Balcells, y tiene también los recuerdos y los recovecos de uno de sus libros principales, y más arriesgados, Coto vedado. Ahí pasea, sobre esos recuerdos, sobre la tragedia del exilio y también de los antiguos exiliados, como Blanco White, al que rescató del olvido español; pasea concentrado, con las manos atrás, caminando como si llevara encima el peso de una mochila de ideas que, si va acompañado, desgrana lentamente, como si estuviera escribiendo mientras habla.
Pasea siempre Goytisolo. Como si en esa actitud disciplinada del paseante se pusieran en pie su figura y su desafío: en el mundo de la velocidad y de la prisa, de Internet y de las palabras que se cuentan en caracteres y no en dichos, él camina como si se fuera a ir del ámbito en el que vive, exiliándose siempre, como se exilió del régimen de Franco, como se escapó de la seducción cubana, como se escapó del realismo social, y como abrazó la escritura experimental que luego creó escuela y que lo introdujo en una nueva dimensión de la escritura: la que no sólo decía, o dice, sino la que lo dice a él. Esa escritura poética y arrebatada, hecha hacia adentro y no hacia fuera, como si él se metiera en un túnel para decir desde ahí (a la manera de Lewis Carroll) de qué color es la luz de una vela cuando está apagada, define a este Goytisolo que pasea y se va, una luz en medio del camino de la literatura en lengua castellana, un disidente atrevido e impasible que hizo de su vida personal, en aquel Coto vedado, la expresión mayor de su manera de contar.
Contar hasta la extenuación del pudor los sucesos de su adolescencia, cuando el descubrimiento de los otros comportaba también el descubrimiento de sí mismo, y por tanto, del comienzo de las heridas que luego le habría de traer el tiempo.
Pasea acaso Goytisolo, aún a sus 83 años, como si en esa sensación de irse (y de regresar, acaso) estuviera también la esencia de su compromiso literario: contar a los que se van, a los que luchan contra la maldición de las patrias, a los que fueron perseguidos por disentir, a los grandes exiliados, a los derrotados dignos.
A mediados de los años 90 hizo militancia de esa fe en la lucha a favor de los ahogados, y se fue a Sarajevo, con su siempre amiga Susan Sontag, para ayudar a los que sufrían aquella terrible lucha fratricida, y con su colega norteamericana dio testimonio al mundo de aquel drama, como lo hubiera dado, sin duda, en la guerra civil española que en un momento de la contienda, sin que ella estuviera en ninguna batalla, acabó con la vida de su madre, sola, paseando por una calle de Barcelona, víctima de una metralla que habría de ser simbólica de su vida y de tantas vidas. Paseando, que no huyendo, su rumbo marcado por las palabras, interrogándose siempre por el valor de éstas, desde que empezó a ir hacia adentro y no hacia fuera. Pasea hacia adentro, buscando, se podría decir.
Durante décadas no sólo inventó un lenguaje, una experiencia de la literatura, sino que expresó por escrito y de viva voz su disgusto por el país en el que nació; se fue pronto, empujado al exilio por ese disgusto; su antifranquismo era también, como él dice, contra el nacionalcatolicismo recalcitrante que llevó al país que expulsó a judíos y a moriscos al más puro ostracismo y también a la crueldad de sus gobernantes. Esa alianza de Franco con la Iglesia Católica no sólo soliviantó su ánimo (y el de muchos españoles) sino que lo alertó para siempre: ahora mismo, cuando recibió la noticia del Cervantes, dijo en Marrakech que ese nacionalcatolicismo sigue vigente, como si la zarpa de Franco estuviera aún en el cogote de la nación española, gobernada aún por los designios morales de una iglesia que (como dicen estos días las noticias) avergüenza al propio Bergoglio, avisado desde Granada (antes morisca, ya se sabe) de la conducta impropia de sus curas pederastas.
Ése, el nacionalcatolicismo, ha sido un frente de batalla asumido por Goytisolo desde muy pronto, como una cruzada inversa, la del hombre civil, la del disidente, que hasta que no se rompa la última piedra eclesial y reaccionaria no dejará de decirlo, al aire de la plaza que él convirtió en patrimonio mundial de la humanidad y al aire de cualquier lugar del mundo. Entre ellos, las páginas de los periódicos.
Así que siempre lo recuerdo paseando, y escribiendo. Escribe con su letra acostada, unamuniana, reincidente, impenitente, siempre a mano; luego dicta o alguien (lo asiste un amigo suyo que en otras épocas fue esquiador y ahora enseña a esquiar) recoge sus cuartillas y las pasa a los nuevos artilugios tecnológicos, de los que él no sabe absolutamente nada.
Él es un escritor puro, y por tanto un hombre comprometido, creo que ahora mucho más del estilo Camus que del estilo Sartre. O, más bien, del estilo Goytisolo. Goytisolo es, quizá, el hombre más singular de nuestras letras, como lo han sido, en la Argentina, Macedonio Fernández o Jorge Luis Borges, seres que eran capaces de estar en una conversación o en sociedad, y a la vez, andando por ahí, perdidos en su propia sabiduría o en sus elucubraciones, paseando lejos de cualquier ruido, yendo de un lado a otro en Londres, en París o en Sarajevo, y sin embargo, sentados ahí, ante ti, hablando, dando una entrevista, preguntándote por España o por la vida; estando y no estando a la vez. Un exiliado espiritual y físico, un hombre que ha utilizado la escritura narrativa o la escritura poética para ir hacia adentro del alma, impasible paseante, disidente implacable, hombre que ha hecho de la letra y de la palabra un arma con la que se ha defendido del lugar común y del oficio de aceptar.
Ahora que ganó el Cervantes todos dijeron que tendría que haberlo tenido muchos años atrás. Él dijo tan solo que cuando le dan un premio desconfía de sí mismo; quizá porque en realidad se lo están dando a otro, porque él, el que figura en los titulares y en la propia acreditación del premio, es uno, mientras que él, el auténtico Juan Goytisolo, está paseando por las afueras de Londres, Juan Sin Tierra en cualquier sitio, a la búsqueda de ese otro Goytisolo, el niño que vivió el trallazo de la guerra civil como si fuera un golpe cuyo eco jamás iba a tener frontera. Y él se fue, caminando, andando siempre fuera de este país que se llama España y que es la tierra de su primera y más grande herida.
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