Juan Filloy (1894/2000)
Fue uno de los grandes escritores nacionales. A los 105 años, contemplaba la vida con la misma lucidez y humor que animan sus libros. Como homenaje, se publican varios textos que había enviado a LA NACION y una evocación de su amigo Marcos Aguinis
Tía Jesusa
No he venido como romero a Santiago de Compostela. En vez de vieira y sayal, traigo maletas y cheques de viajero. Tengo otros dioses, pues no profeso otra devoción que la de mis padres. Uno de ellos era gallego y he venido aquí siguiendo los itinerarios de la estirpe para alcanzar la fuente de mi vida.
No me interesan el campus stellae de crédulos latinos ni los prados lunares de crédulos celtas. Si me paralizan en este momento los fundos que asolaron las legiones romanas, es sólo para reivindicarlos asociándome a las huestes de Viriato.
Amo la tierra en sí, libre del expolio de seres ávidos de lucro y de turistas logreros que contrabandean el paisaje. La tierra en sí, sufrida y hermosa, fragante de humildad y caudalosa de paz rústica.
El paisaje galaico que observo es modoso y tierno. Carece de arrogancia de frondas majestuosas y de ímpetus de arroyos urgentes. Se tiende sobre colinas lánguidas tachonadas de aldeas y, a veces, se adosa a valles feraces y rías azules. Admirándolo, oigo cómo canta. canta su morriña en un coro amortiguado de grises y saudades.
Andando, andando entre verdes de bajíos y verdes de altozanos, me impregna la sancta simplicitas con que los pastores protegen visualmente sus rebaños. Ni más ni menos como los campanarios protegen visualmente los caseríos, todos blancos y pardos con manchas rojas de hórreos y techumbres. En verdad, ¿qué es Galicia sino un apacible aprisco de ondulaciones suaves y rincones amenos?
Advierto que uno me sonríe, y en él me detengo. Es Cortegada, en el distrito de Silleda de la provincia de Pontevedra. Una fuerza terrígena me lo ordena y la acato. Porque es la fuerza terrígena que fluye del solar natal, la fuerza que elevó con savia vernácula el árbol de mi padre.
He llegado a ese rincón ameno un día de guardar, y me pasma que pocos lo guarden para sí. En efecto, una garrida mozada de rubias pajizas y muchachos broncíneos viene con su algazara por senderos bullentes. Yotra, ya desgranada en el atrio de su modesta capilla, se desgrana a la vez en risas y bullicio, mientras miro y escucho la campana, cuyo badajo la huronea como si fuese una pollera de bronce...
¡Cómo no habría de estar allí, entre humos de preces y de incienso, tía Jesusa! Sí, estaba, ignorando totalmente la presencia de este sobrino de ultramar. Me la señalaron -era una figura de retablo, ojuda, consumida, cubierta por un manto negro verduzco arratonado- y me lancé hacia ella. Sin volumen alguno, flaca integral, al abrazarla crujieron sus huesos y se crisparon sus senos arcaicos de mujer sin hijos.
-¡Xuan, Xuan!- apenas moduló al principio. Pero, después, fue una catarata incoercible de palabras gallegas. Ante el estupor de los fieles, quedé apabullado sin entender nada.
La efusión es un esperanto admirable y nos entendimos perfectamente. Era, sin duda, una mujer que había sufrido mucho en intemperies y desolaciones físicas y morales. Una de ésas que jamás la dicha engorda; pues nunca pudo agregar un gramo de felicidad a su enjutez de ocho décadas largas y raídas.
Y así la recuerdo, acompañándome hasta la cartería de Cardigonde, brincando como una cabra entre las breñas, contenta de gozar tal vez su última alegría.
Como colofón amargo, solamente consigno la imposibilidad de diálogo que hubo. Mi ignorancia del idioma local me impidió acceder a su intimidad. Ysi bien el cambio de efusiones fue notorio y expansivo, nuestras mentes quedaron mudas como candados. Como dos candados sin llave frente a frente...
Tío Pepe
Estoy desenterrando recuerdos de mi niñez como si fueran piezas arqueológicas. Mi candor fulge en ellas todavía. Infancia de pies descalzos y calzón corto, conservo como trofeos las cicatrices de mis rodillas. Y, por la misma razón por la que fui siempre un chico miedoso, tiemblan aún mis zozobras en las escoriaciones de las piernas y en la inmutabilidad de mi inocencia.
Todo anciano no es más que una calavera forrada con un pellejo emaciado que apenas palpita. Es bueno que lo diga desde mi cumbre de longevidad. Yo también tuve mofletes de niño puerco, pelo sucio de mancebo y desfachatez de adolescente sin aliño. Porque eran tiempos de higiene y profilaxia nominales en programas docentes sin abrir...
Feliz de haber pertenecido a la calaña del Lazarillo de Tormes y de los chicos zaparrastrosos de Dickens y Mark Twain, me siento muy cómodo viéndome a menudo a la vera del tío Pepe durante su residencia en Córdoba.
Vino a nuestro país traído por papá, para que probase fortuna. La probó como peón de mano en el almacén "La Abundancia", sin demostrar en ello ni diligencia ni alegría. La probó después como verdulero ambulante utilizando nuestra jardinera de reparto. Yno pasó de eso: de ensayos frustrados entre clientes sobradores, sin superarlos en sus mañas y vivezas.
La inmigración trae especímenes de todo tipo. Mas hay uno, el de tío Pepe, que no se adapta jamás a las anfractuosidades místicas y étnicas de nuestro medio. Es el que proviene de zonas de abulia, de parajes de indolencia, de lugares en que la existencia, sin ser próspera ni regalada, le basta para vegetar.
Lo tengo muy presente. Tío Pepe pertenecía a esa categoría humana que publicita la propia pachorra en un desgano permanente. Parecía haber nacido cansado bajo el peso de una pobreza ancestral. Con su barba espinosa, su chaleco de pana raída y su andar quejumbroso, hablaba con inflexión galaica un español apenas entendible.
Pero era bueno como el pan que se hace en casa, que ningún mejorador puede mejorarlo. Su alma y su apariencia rústicas predisponían sin embargo a un trato benévolo. Para mí, Xuan, el varón menor de la casa, era encantadora su ingenuidad. Pero lo cierto es que en los largos meses en que dormí a su costado, en su misma cama, no recibí ni una caricia ni un coscorrón.
Sin chance en nuestra ciudad, con la prueba negativa de su fracaso al hombro, se trasladó a Rosario, contando con el amparo de otros familiares. Su acogimiento fue favorable primeramente:porque pudo lograr el alivio de un capital discreto. Pero...
¡La catástrofe, el descalabro de toda su voluntad! Un par de estafadores lo engatusaron con el "cuento del legado", arrumbándolo en las más páteticas circunstancias.
La desesperación de tío Pepe fue realmente trágica. Ante el paco de billetes de papel de diario, quedó estupefacto, en el aire, desprotegido, sin ánimo para nada. Clamando a mi padre que le costeara el regreso al terruño. Tal cual se hizo.
Y allí, en Cortegada, Silleda, Pontevedra, encalló de nuevo en una rutina milenaria. Y allí lo encontré, muy envejecido, con la misma pachorra, la misma barba espinosa y el mismo chaleco de pana.A la par de tía Jesusa, rodeados de vecinos, los dejé. A la distancia, todos parecían petrificados en otras rutinas, como las lajas de basalto que barniza el orvallo y las lajas de pizarra que doran las filloas...
Pautas escatológicas
Como ando por un callejón de postrimerías, el sol poniente me incita cada vez más. Por eso, estas "Pautas escatológicas", que pugnan por disipar angustias abordando las preocupaciones que las motivan. Por lo pronto, no elucidan nada ni las alucinaciones de Swedenborg ni las elucubraciones de Chateaubriand. Es cómodo situarse como aquél entre un falansterio de ángeles; y más cómodo aún convivir con éste en una sociedad de "facsímiles humanos" en gratas promenades por los valles de ultratumba.
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Estas pautas escatológicas no son premoniciones póstumas ni claves de supervivencia. Si bien asumen intenciones que escapan a la servidumbre de la memoria, su constancia no involucra ninguna seguridad aquí y ahora. Son rápidos atisbos zahoríes, ocasionales deslumbramientos del azar y, tal vez, precoces anuncios que apacigüen la conciencia ética del hombre.
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En cada suspiro enamorado cabalga una ilusión y en cada deseo galopa una ansiedad. Solamente en mesuradas regiones del espíritu conviven duendes como dioses lares. No espantarlos. Duendes que explican que la personalidad no es una montaña hueca sino una entidad robusta en la cual es indispensable abrir cada día socavones para hallarse uno mismo. Duendes que emplean un entusiasmo activo como palanca para descubrir en la arqueología personal los despojos de la vida superada.
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Exploro, cateo y excavo mi edad. En la grieta de esta mole de tiempo miro con ternura los helechos que crecen en ellas y paso. Sé que las galerías se entrecruzan en su seno y llegaré, no a deslumbramientos áureos, sino al duro mármol que modelará mi tumba. Pues lo único válido es el afán póstumo de seguir viviendo en el regazo de la posteridad. Lo demás es aleatorio: trampantojos de perspectivas, mistificaciones auditivas, alibíes religiosos... Vale decir, todas las retóricas fúnebres instituidas sobre la debilidad humana.
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El vocablo eskalos significa en griego último . De ahí que la palabra escatología tenga en castellano doble significación: una filosófica, que atañe a la vida de ultratumba, y otra vulgar, que se refiere a los detritus del hombre. En efecto, escatol es responsable del mal olor de las materias fecales.
Todo lo último, pues, huele mal. Tanto en las cogitaciones de la teología y la metafísica como en los simposios sobre higiene y profilaxis. Por consiguiente, sin intentar primerizar una u otra, con todo respeto dado el imperativo lingüístico, la fetidez que trasciende lleva el pañuelo a la nariz.
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Finis theocracia! Con Galileo ha perdido vigencia "la creación del cielo y de la tierra"; con Darwin, el origen divino del hombre y de las especies; con Freud, la soberanía de la psiquis humana.
Es irrebatible. La ciencia ha secularizado las creencias y supersticiones a tal punto que la fe y otros instrumentos de persuasión milenarios yacen arrumbados en gabinetes tecnológicos.
Finis theocracia! La vida de ultratumba es ya solamente esperanza y consuelo de feligreses. Nada más. Están lejanos los tiempos en que los fieles gozaban la comodidad del más allá.
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¡Qué desquiciadora es la perspectiva de sentirse póstumo! Quedamos mustios pensando en ello. La imaginación de la muerte nos turba y nos deprime. Toda la sangre pareciera concentrarse en las gavetas del corazón.
Sí. La inmortalidad es un azogue efímero que posee la esperanza. Borrado o diluido, no somos más que reflejos de vidrios o cristales rotos.
Mirándonos entonces en sus fragmentos comprendemos las flaquezas y debilidades que arrastramos. Y seguimos pálidos: pensar en la muerte no es más que amortajarse uno mismo.
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En el postrer segundo de mi existencia, cuando esté en la aduana del último reducto del mundo, y el inspector delante de mi bagaje espiritual hoscamente me increpe: -¿Qué contrabando es ése? ¿Qué oculta usted en ese estuche?
En trance de decomiso, tragaré saliva y diré: -Un prisma, nada más que un prisma. Sé que voy a una región de penumbra ineludible, y llevo el color. ¡El color: adjetivo mayor de la naturaleza! ¡El color: epíteto supremo de la vida!