José Ortega y Gasset
La biografía sobre Ortega, El maestro en el erial (Tusquets Editores) provocará, sin duda, una controversia sobre la actuación del filósofo durante el franquismo. A pesar de mirar a Ortega, Morán da a conocer un texto del autor de La rebelión de las masas en el que éste habla de la "salud" de la península bajo el Generalísimo y revela que el escritor habría propuesto al dictador redactarle sus discursos. A continuación se producen fragmentos del libro.
JOSE ORTEGA Y GASSET había vuelto a España exactamente en el verano de 1945. El, el iluminador de la historia de España, el que se jactaba de echar luz allí donde hubiera un rincón oscuro, tan espeso, que se hacía sólido, una piedra monumental que enterraron allá por el otoño de 1945.
El silencio de Ortega y Gasset sólo existió para los cándidos y los ignorantes. Bastaría decir que cobró regularmente sus emolumentos de catedrático, incluidas las subidas de rigor, y que se jubiló con la máxima categoría en 1953, tras reconocerle el régimen cuarenta y dos años y pico de servicios al Estado, lo cual no era grano de anís teniendo en cuenta que no pisó la Universidad desde el verano de 1936. No es que el régimen de Franco le hubiera concedido una excedencia voluntaria, no, sencillamente le pasaba un sueldo para que se callara. Este fue el silencio de Ortega mejor guardado.
Hasta que no conseguí consultar el expediente de don José Ortega y Gassset, en el curioso Archivo de la Dirección General de la Deuda y Clases Pasivas, en el que constan sus cobros regulares desde el 13 de febrero de 1941, me parecía difícil de creer. Difícil de creer nuestra ingenuidad, quiero decir. "¿De qué vivía su padre?", pregunté a todos y cada uno de los hijos de Ortega y Gasset. "De sus libros", fue la respuesta. Sólo en una ocasión, su hija Soledad, cuando terminábamos la conversación y como yo le preguntara por el envejecimiento del filósofo, me contó cómo su padre, dando una prueba de lo angustiado que estaba cuando llegó la fecha de su jubilación, le dijo: "A mí también me han comprado". Al parecer, había añadido: "Como a todos".
Estimo que lo más brutal de los míticos silencios de entonces -no sólo el de Ortega- es la responsabilidad, una responsabilidad que no tengo ningún rubor en calificar de criminal; la que adquiere un intelectual cuando es incapaz de reconocer las consecuencias de sus propias equivocaciones. Como si se tratara de un vulgar "yo no fui", "no es culpa mía". Una irresponsabilidad fruto de la soberbia que consiente impunemente que un intelectual pueda lograr lo que no consigue un ciudadano común: la capacidad de superar cualquier efluvio de mala conciencia con una brillante justificación.
Primo de Rivera
Ortega y Gasset aborda la dictadura de Primo de Rivera desde su perspectiva de debelador del sistema canovista que ha tocado fondo. Implacable denunciador del régimen surgido de la restauración, de su corrupción, de su incompetencia, de su inanidad. Afronta el golpe de estado de 1923 como figura social e intelectual de primer orden, creador de opinión por excelencia, y que por tanto se cree en la obligación no sólo de analizar los acontecimientos sino de marcar rutas y caminos para el futuro político. Unamuno, ya a finales del primer año dictatorial, califica a las tan traídas y llevadas minorías orteguianas de "mero camelo", y a El Sol , su periódico, de "papel higiénico" que encubre a la dictadura al afirmar que existe "libertad de propaganda liberal". Frente a la presuntuosa soberbia de Ortega y Gasset, Unamuno opone la lucidez de la denuncia. "Aquí", escribe, "lo que necesitamos no es un Platón sino un Tucídides". No un simulador de consejos al tirano sino un relato de la miseria del momento histórico.
Como editorialista, Ortega y Gasset defiende la dictadura. El Sol , escribe Genoveva García, "mantuvo una temporal expectativa benevolente con respecto a Primo de Rivera, pero la liquidó pronto. Ortega, en cambio, ejerció una misión de consejo (al Directorio) al menos hasta 1927 que fue desoído..." Por su parte, Gonzalo Redondo señala el mes de "mayo del año 27" como el momento en que El Sol rompe con la "benévola expectativa" que hasta entonces había mantenido ante la dictadura, para "trocarse en una implacable hostilidad". Ortega, de todos modos, habrá de tardar más en manifestar públicamente su desapego.
Textos como "Dislocación y restauración de España" (julio de 1926) contienen elementos que servirán poco más tarde como clichés intelectuales del falangismo. Frases enteras que reescribirá José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador, haciéndolas pasar como de su propia cosecha. "Vamos a intentar una nueva forma de vida española, más grácil, más enérgica, más elegante, más histórica.... El pequeño burgués es el que impide hacer historia porque su ambición se reduce a que un día sea lo más igual posible a otro... La vida no se transforma si no se transforma todo. Es preciso instaurar un nuevo Estado... ¡Halalí, halalí, jóvenes: dad caza al pequeño burgués! El es el lastre fatal que impide la ascensión de España en la historia..."
En el mejor de los casos, ese estilo puede interpretarse políticamente como música celestial, o artillería verbal, de eso que en el inmediato futuro será el fascismo.
Ahora bien, pensar que un hombre tan sutil y hábil como Ortega pudiera en algún momento tomar posiciones de primorriverismo expreso sería tener una baja consideración de su inteligencia. Siempre mantiene una distancia, corta o larga, depende el momento. Nada más simbólico que aquel gesto de aristocrática cautela, cuando hace su viaje a la Argentina en 1928 y se encuentra con su amigo Ramiro de Maeztu convertido en embajador de España y de la dictadura. Según cuenta el propio Maeztu, Ortega "tuvo la debilidad de rogarnos que no fuéramos a sus conferencias para que no comprometiéramos su éxito".
Ortega adopta una actitud beligerante al final de la dictadura. Sus rifirrafes con la censura los contará en 1930, caído el dictador. Gonzalo Redondo apunta el mes de noviembre de ese mismo año como el momento en que "se consumó" la evolución de Ortega hacia la República, y añade: "Lo que hace pensar en una forzosa admisión de hechos consumados".
El 9 de noviembre de ese mismo 1930, como siempre en El Sol , Ortega publica un artículo que armaría revuelo: "La misión de la Universidad". No precisamente vinculado al contexto político, el artículo, a cuyo meollo nos referiremos luego, terminaba con una frase latina, "Coeterum censeo delendam esse Monarchiam" . Sólo a los que sabían latín y algo de política les tuvo que dejar perplejos: "Por todo lo cual pienso que la Monarquía debe ser destruida".
Pero el revuelo que armó el texto no está referido al latinajo sino al contenido del artículo. En él Ortega planteaba que la universidad había dejado de ser un "poder espiritual", como lo era la Iglesia, y que su lugar lo ocupaba espuriamente "la Prensa, el menos elevado de los poderes espirituales". Hecho sin apenas precedentes en los anales de la prensa, hasta su propio periódico se lanzó contra él en un editorial en que se refería a los citados "poderes espirituales" y nada a los latinajos de marras.
Más inaudito fue que Ortega volviera a la carga con una "Carta al director" de El Sol , que se publicaría el 13 de noviembre. Se titulaba "El poder de la prensa" y como su mismo nombre indica, trata de eso, sólo de eso, y además con notable brillantez. Dos días más tarde publicaba su rotundo "El error Berenguer", un calado de fondo contra el penúltimo radicalismo sin contemplaciones ni subterfugios. "La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Estado español. ¡Españoles : reconstruid vuestro Estado!", y tras unas frases más, eficaces como disparos al corazón de la Monarquía, termina, esta vez sí, con un escueto y evidente "Delenda est Monarchia" .
Ortega acaba de dar el paso. Era el 15 de noviembre de 1930. Tres meses después funda con Gregorio Marañón y Pérez de Ayala, la Agrupación al Servicio de la República. Hacía dos días que se había levantado la censura y faltaban dos meses escasos para que se celebraran las elecciones municipales del 14 de abril que marcarán el fulminante tránsito de la Monarquía a la República. No se explica, sin estos datos previos, la animadversión personal, mejor sería decir el desprecio, de Unamuno hacia Ortega. Sin tener en cuenta la diversa actitud de ambos frente a la dictadura, manipulada durante el franquismo, que hizo de Ortega un aprendiz de brujo y de Unamuno un místico errático, no es comprensible el distanciamiento de ambos cuando tantas coincidencias existían en su apreciación del nuevo régimen republicano.
Hay en el Ortega y Gasset republicano varios períodos. El constituyente, con su tan distinguida como conservadora participación en los debates de donde saldría la Constitución, y un Ortega posterior, menos conocido. En ambos aparece tanto el Ortega entusiasta con aspiraciones de estadista como el disociado del proceso. A partir de los primeros días de octubre de 1931 -apenas cinco meses después de instaurada la República y tres de las elecciones a Cortes constituyentes- José Ortega y Gasset inicia la señalización de los límites entre la República y él. Lo hace con un artículo publicado en Crisol con el expresivo título de "Un aldabonazo", y en el que está escrito este párrafo archiarrepentido: "Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron en el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: ¡No es esto, no es esto!".
El está entre ellos por una razón que explicita y delata su posición política: "La República es una cosa. El "radicalismo" es otra". Esa es la diferencia de Ortega con la República: se va demasiado deprisa y con torpeza. Desde este aldabonazo del 9 de octubre de 1931 se lanza a la búsqueda de un partido de derechas, lo que hoy denominaríamos de centro, pero que en la España de entonces parecía una formulación quizá demasiado sofisticada. O izquierdas o derechas. Las únicas variantes corrían por los lados: extrema izquierda, extrema derecha.
La sublevación militar del 18 de julio le pilla en Madrid y allí se encontrará en la difícil tesitura de tener que apoyar no tanto al régimen republicano cuanto al Frente Popular, con el que está en absoluto desacuerdo, porque ahora es virulentamente antisocialista. En la misma medida, los socialistas, sin diferencias de matices, son furiosos adversarios de Ortega. El documento en apoyo de la República que le presentan algunos jóvenes discípulos, entre los que está María Zambrano, y a los que no perdonará nunca su osadía, lo firmará, pero lo considerará una presión intolerable. Está decidido a hacer todas las gestiones para abandonar España. El 31 de agosto de 1936 zarpará del puerto de Alicante en dirección a Francia. Faltaban cuatro días para que se formara el gobierno de Largo Caballero, por quien Ortega sentía auténtica aversión. Se iniciaba para él un período cruel, duro, de exilio, que no se cerrará hasta agosto de 1945.
Una salud casi indecente
El marco de la obra de Ortega y Gasset en el crucial año de 1946 quedaría incompleto sin un texto emblemático, más por lo que significó históricamente que por su valor intrínseco: "Idea del teatro". Una conferencia con la que se reincorpora de manera relumbrante y efímera a la vida pública española.
La conferencia de don José Ortega y Gasset en el Ateneo de Madrid tuvo lugar el 4 de mayo de 1946.
El entonces falangista Pedro de Lorenzo, que años después adquiriría alguna notoriedad como novelista, describirá al día siguiente en el diario Arriba la escenografía del acto: sobre la mesa, un micrófono; detrás, el busto de Francisco Franco, y sobre el orador, con fondo aterciopelado granate, un tapiz donde puede leerse "Arte: civilización cristiana".
Radio Nacional, el principal órgano radiofónico del Estado, retransmitió la conferencia, y el órgano oficial entre los oficiales, el diario Arriba, la reproduciría íntegramente; un hecho sin otros precedentes que los discursos oficiales del Caudillo o alguna otra autoridad singularísima.
Pero lo que conmovió a los presentes y quedaría como resumen de su estelar aparición en aquella España fueron estas palabras: "Por primera vez, tras enormes angustias y tártagos, España tiene suerte. Pese a ciertas menudas apariencias, a breves nubarrones que no pasan de ser meteorológicas anécdotas, el horizonte de España está despejado... Mientras los demás pueblos se hallan enfermos..., el nuestro, lleno, sin duda, de defectos y pésimos hábitos, da la casualidad que ha salido de esta etapa turbia y turbulenta época con una sorprendente, casi indecente salud".
Cuando llegó aquí se produjo una atronadora salva de aplausos según transcriben periodistas y testigos de entonces.
Afirmar en mayo de 1946, a menos de un año del final de la Segunda Guerra, con el régimen a la búsqueda de salvavidas y unos niveles de represión, violencia y hambre inauditos, que la salud del país era, de puro plena, "indecente", o se interpretaba como un requiebro para el sistema o como un insulto para quienes estaban al margen de él.
A petición de Ortega y Gasset, el secretario general de Propaganda, Pedro Rocamora, de quien dependía el Ateneo y en el que ejercía de presidente, solicita audiencia al Caudillo para transmitirle un mensaje del filósofo.
Pedro Rocamora llevaba el encargo de plantearle al Generalísimo Franco dos inquietudes de don José Ortega y Gasset de las que quería hacer partícipe al caudillo sin cuya aquiescencia sabía que nunca hubiera podido conferenciar en el Ateneo de Madrid. La primera se reducía a una pregunta de tipo socrático, dicho sea sin ánimo de ofender, y capaz de recibir varias interpretaciones: "Excelencia, don José quisiera saber quién le hace los discursos". De todos modos, para él, como para cualquier interlocutor mínimamente avispado, no se podía ocultar que no había otra intención que la de proponerse a sí mismo como susceptible orientador o supervisor de algún o algunos de los futuros y trascendentales -en la creencia de Ortega de la inminente transición hacia la Monarquía- discursos de Francisco Franco.
La otra "inquietud" del filósofo consistía en plantear a su Excelencia algo que se había hecho bastante conocido en las comidillas orteguianas madrileñas: "Si le permitían decir las dos o tres cosas que no le gustaban del régimen, podría entonces afirmar las otras cosas que le satisfacían". Según testimonio de Rocamora -el único posible, porque el resto ha fallecido, y de este tipo de encuentros no quedan huellas-, a quien cabe creer o no, pero que resulta un tanto improcedente pensar que se lo inventara todo, el Generalísimo tuvo una respuesta tan propia de Francisco Franco que facilita la verosimilitud de esta gestión: "El Generalísimo me escuchó con atención, apenas unos minutos, y luego se levantó, como dando por terminada la audiencia. Dio unos pasos hacia la puerta para despedirme y sólo me respondió: "Rocamora, Rocamora, no se fíe usted de los intelectuales"". Eso fue todo.
Este mismo Rocamora, un tanto corrido en su experiencia de mediador entre los que él consideraba como los dos césares del mundo hispánico, Franco como gobernante y Ortega como pensador, transmitió a éste de la mejor manera el fracaso de su misión. Ortega y Gasset, fiel a sí mismo, zanjó el asunto con una frase que a decir verdad añade aún mayor verosimilitud a esta historia, porque tanto aquélla como ésta traducen fielmente la personalidad de los protagonistas: "¡El se lo pierde!". Y al parecer no se habló más del asunto.
Por Gregorio Morán