José Martí (1853-1895)
El 28 del actual se cumplirán ciento cincuenta años del nacimiento del prócer y gran escritor cubano, que mantuvo una estrecha relación con la Argentina y con este diario. El autor de Versos sencillos luchó apasionadamente por la independencia de su patria, y perseguido por sus ideas se convirtió en un proscripto que peregrinó por distintos países de América latina. Radicado en los Estados Unidos, donde sobrevivió trabajando como periodista, se desempeñó como corresponsal de LA NACION en Nueva York desde 1882 a 1891. Todos los meses enviaba dos y hasta cuatro colaboraciones que se publicaban como "Cartas desde New-York", dirigidas a Bartolomé Mitre. A modo de homenaje, transcribimos la primera de ellas en la que narra la ejecución de Charles Guiteau
Charles Guiteau, asesino del presidente Garfield
Por José Martí
Para LA NACION - Nueva York, 1882
Fechada el 15 de julio de 1882. Publicada el 13 de septiembre de 1882
Nació este mes a la sombra de un cadalso. Ante ávidos espectadores, cayó colgando al aire el cuerpo del asesino de Garfield. Parecía Guiteau más que criatura animada en que se hospedasen humanos afectos y defectos, una caja de resortes. No era de especie humana, sino felina, pobre de carnes, rico de nervios, lustroso de ojos, hecho para destruir. A otros devora el amor de los demás; a éste lo devoró el amor de sí mismo. Pensar en él, daña; verlo, dañaba. El orden general de la Creación está repetido, como en todos los órdenes parciales, en el orden humano. Su vida fue la de una fiera cobarde, flaca y hambrienta. Su muerte fue la de un niño infeliz que juega a héroe, en medio de un circo. Otros crímenes son producto de la labor de una época en la mente de un hombre; el crimen de éste fue solitario y espontáneo, no hijo de la locura de la muerte, sino de la del apetito. Cansado de ser en vano, se vengó en un solo hombre de todos aquellos que se habían negado a satisfacer sus deseos. Y para que su venganza fuese más cumplida, eligió el hombre más alto.
Hay montañas que invaden con sus cimas serenas los cielos azules, y hay abismos que se entran como lenguas de colosales serpientes por las entrañas de la tierra. Hay hombre en quienes el bien rebosa -que son los apóstoles- y otros en quienes el mal rebosa -que son los asesinos-, como hay buitres y palomas.
Apena recordar los días últimos de la vida de ese mísero. Apena ver cómo los narraron los diarios de esta tierra; cómo -luego de muerto- quemaban por las plazas sus efigies; cómo halaban de los pies y llenaban de lodo los vestidos de una imagen suya, ahorcada en un farol de Nueva York, los niños de la calle; cómo se recibió con festejos públicos, con cañonazos, como en Trenton; con libre beber en las cervecerías, como en Washington; con silbar de máquinas de vapor y vuelo de campanas, como en Pittsburg, la noticia de su muerte. Cuando se abrió bajo sus pies la trampa por que se deslizó con gran caída, camino de la vida venidera, su cuerpo mezquino, rompió en impíos aplausos la muchedumbre de presos de la cárcel, que prolongó luego con vítores y hurras, la que danzaba y reía, como en verbena de gloria, a las puertas de la prisión del malaventurado.
Aunque no sea más que porque recuerda la posibilidad de que exista un hombre vil, no debiera ser motivo de júbilo para los hombres la muerte de un ser humano.
Y El Herald , de New York, habló del mísero y de los lances de sus postrimerías, y de los de su muerte con mofa aborrecible. De Guiteau antes de morir decía que estaba "fresco como un pepino", "tranquilo como una mañana de verano"; "ágil como una pulga" pintaba al hermano del reo, que iba y venía como por casa propia, por la cárcel donde había de recibir horas después su hermano ignominiosa muerte, y nadaba jovialmente, por entre los grupos de curiosos favorecidos que repletaban el patio de la cárcel, y con sus mismas manos examinó las cuerdas, las tablas, el gorro de los ahorcados, los resortes, la trampa, palpó con fría curiosidad todos los escondrijos del fúnebre aparato.
Concíbese, en caso semejante, que un hombre quede en pie, ante el cadalso de su hermano, convertido en piedra. Este más parecía inspector de fiesta que hermano de ahorcado. Desde el amanecer, estaba henchida de gente la ancha rotonda. Examinaban el patíbulo como se examinan las barras peligrosas, donde va a dar el salto mortal algún gimnasta. No había esa solemnidad imponente que precede a la muerte misteriosa. Todo era ir y venir, y fumar sin tasa, y preguntas con insana avaricia, como cuando se está en vísperas de un espectáculo animado.
El reo mismo, vestido con singular limpieza, ensayaba, sentado en su lecho de la cárcel, con el jocundo reverendo que le asistía, el canto de una rastrera trenodia que se proponía entonar desde el patíbulo. Era de verle el día anterior, platicando con seriedad y agudeza en la puerta de su celda con el cronista de un periódico, y pidiéndole excusas corteses por apartarse de él por un momento para ir a cerrar una ventana de la celda por donde le entraba aire frío. El cronista le argumentaba implacablemente sobre su crimen -¡que importa poco revolver con punta de puñal la conciencia de un desventurado, si se da con ello pasto al apetito de un público avariento de extrañas noticias! Y Guiteau se desembarazaba de esos argumentos con nerviosa presteza. Era su modo de hablar, violento, saltante, airado, arrojadizo. Oyéndole y viéndole se pensaba en zorros y lobos. Respondía apresurado con sus palabras inquietas, coléricas, abruptas, que parecían disparos de cohete.
Todo el día estuvo de pie ante la reja de su celda, recibiendo visitas. Veíanse en él los esfuerzos de un domador de fieras: adivinábase que con mano de hierro ponía dique a torrentes de lágrimas y reprimía los saltos tremendos de un tigre invisible. "¡Estopa y disparate! ¡Estupidez y estopa!", exclamaba interrumpiendo con rudeza a su hermana, que le venía a decir adiós, con la sobrina del reo de la mano, y le prometía su reunión en el cielo, y el bien merecido por la inocencia de su alma.
Y al punto estrechaba blandamente la mano de la niña, y le hablaba con súbita ternura, como si a los pies de esa maga se rindiese el tigre. En tanto, el reverendo sacaba de la celda el ramo de flores que había traído al reo su hermana piadosa, en que había una flor blanca envenenada. Desatada ya la lengua, con esa volubilidad convulsiva y y extrema de los sentenciados a morir; y con esa mirada selvática y extraña, como de quien pone el pie en un mundo temible y desconocido, rogaba al alcalde que consintiese en ausentarse de la prisión a la hora señalada para su muerte, con lo que ésta no podría hacerse, por faltar el alcalde, ni luego, por haber pasado ya la hora.
Ni se ocultaban a sus ojos los diarios que enumeraban los detalles del próximo suceso. Se anunció el programa de la ejecución como el de una exhibición curiosa. Jamás sufrimientos de hombre honrado, ni celestiales dolores de mártir, fueron contados con mayor menudez que las palabras y actos de este reo, los hilos de la cuerda que lo ahorcó, los matices del vestido que le cubrió el cuerpo, las fibras de las tablas del cadalso. Decíase de qué pino era hecho, y de qué árbol fue cortado el pino, y de qué país vino la cuerda fúnebre, y de qué menjunjes la untaban para suavizarla, y cómo lo iba a ahorcar "el ahorcador más afamado de esta tierra".
Lleno estaba en la cárcel un cuarto de guardar de cuerdas numerosas y gorros negros, ribeteados de rojo, y muñecos colgando por el cuello de extremos de lazos, y modelos de patíbulo enviados, para ayudar a servir el caso lúgubre, de todas partes de la Unión por gentes brutales.
El reo aquella mañana en que murió, se acicaló esmeradamente, como quien va de bodas. No se notaba en él ya violencia, ni temor, ni disimulo. Parecía, por la exuberante gentileza con que recibió a su clérigo, novio feliz, que oye al sacerdote los deberes del estado en que entra, -y por el teatral aspecto de cuanto le rodeaba, y su leer de papeles, y su cuidar del parecer de su persona, y su ensayar en alta voz discurso y cantos -artista de fama que va a probar sus fuerzas ante público nuevo.
Como quien va de viaje, registró cuidadosamente sus cartas, y rompió unas, y dio otras al clérigo. Vestía el clérigo ligero vestidillo, y cuando entró en la celda del preso para no abandonarle ya hasta elpunto de morir, llevaba cubierta la cabeza con un sombrerito de paja, y los diarios del día bajo el brazo. Y Guiteau le enviaba a una y otra parte, cual director de función que no quiere que haya cosa que no esté en su punto, a ver si tal persona estaba entre los curiosos, a ver si todo había sido dispuesto de modo que no marrase la escena final, a ver si los menesteres del patíbulo estaban ya bien probados y aderezados.
En la puerta oíase tumulto, y era que la hermana solicitaba permiso para ver ahorcar al reo, y venía con el carruaje lleno de coronas y cruces de flores con que cubrir su cuerpo muerto.
Ya van de procesión, de la celda al cadalso, por entre hileras de curiosos, de generales, de diputados, de cronistas de periódicos, de médicos. Hacen de incienso, bocanadas de humo. El alcalde, con su bastón de oro, encabeza el séquito. Junto al reverendo, que lleva libros y papeles, va atado el asesino, firme el paso, pálido el rostro, recogido el continente. ¡Oh! no haya miedo, no contaremos cosas demasiado horribles. Ya sube a la plataforma Guiteau sereno, ya en lidia odiosa se codean, precipitan y empujan los espectadores, por lograr buen puesto y limpia vista en torno al cadalso. Y el que mejor puesto logra, y más serena tiene la faz, y mejor ve, es el hermano.
Mas, ¿qué es eso? ¿Es un hombre que muere? ¿Es el vulgar servicio religioso de una iglesia pobre? ¿Es la exhibición de curiosidades en algún escenario de circo de pueblo? Porque el programa tiene varios lances, y al entrar en cada uno nuevo, Guiteau anuncia al público como los tarjetones de los cafés cantantes de París avisan a la concurencia la canción que viene, y como los saltimbanquis encasacados de los museos introducen con esbozos biográficos, cada una de las bestias humanas, enanos contrahechos, gigantes fingidos, albinos improvisados e idiotas enseñados, que exhiben.
Dice el clérigo una plegaria monótona. Guiteau anuncia qué va a leer, y lee con aquel tono de falsa unción e inspirada salmodia de los predicadores comunes, unos versículos del décimo capítulo de Mateo. Desenvuelve un papel el reverendo. "Ahora, dice Guiteau, voy a leer mi última plegaria". Y lee en el papel que mantiene a buena altura ante sus ojos el reverendo servicial una oración al Salvador. ¡Parece una columna de humo negro en que revolotean jóvenes buitres! ¡Parece una lluvia de culebrillas disparada al cielo! Parecían látigos las frases. Y las decía de modo que parecían puñales. No las pronunciaba, las clavaba. ¡Qué lenguaje! ¡Qué mezcla de dialecto bíblico y odio satánico! Hablaba con Jesús en la lengua de Luzbel.
Usaba giros religiosos para pronunciar anatemas enconados: "El espíritu diabólico de esta nación, de su gobierno y de sus periódicos, hacia mí, te justificarán, Señor, para maldecirlos." "Arthur (el presidente) es un cobarde y un ingrato." "Todos mis asesinos, desde el Ejecutivo hasta el verdugo, irán al infierno." "Caiga mi sangre sobre este gobierno y estos periódicos." "¡Adiós, hombres de la tierra!"
Ya a este punto, el cadalso estaba como levantado sobre los hombros de las gentes. Los rostros estaban tristes, ni espantados, ni airados sino ávidos: "Ahora -dice de nuevo la voz de Guiteau, una voz extraña, hiriente y sin eco- voy a leer unos versos que indican mis sentimientos al dejar este mundo. Puede ser que hagan buen efecto puestos en música. La idea es la de un niño que balbucea a su padre y a su madre. Los he escrito esta mañana -añadía como si hablase a la posteridad atenta- como a eso de las diez". Y comenzó entonces un espectáculo tristísimo.
Aquella trenodia era una mísera aglomeración de frases pueriles, sin medida ni concierto. Aquel desventurado, que había querido morir como los mártires del Cristianismo, moría arrastrándose como si la culpa, al fin despierta en su recio pecho, le estuviese clavando los dientes ponzoñosos en la garganta. Idiótico y salvaje parecía a la vez el cautivo. Coros de sollozos, que a borbotones entorpecían la rajada voz del triste, rompían al término de cada estrofa, a modo de estribillos o de épodos.
El reverendo le animaba con golpes en el hombro, como jinete a corcel que desfallece. El triste comenzaba a cantar la estrofa nueva, como si anduviese ya sobre sí mismo, y le pesasen sus propias palabras como cadenas. Por entre los sollozos más apagados, rompía el canto tardo y lastimero, como un quejido, como un alarido, como el clamor de quien pide merced, alzada ya en el aire el hacha matadora, abrazado a las rodillas de un verdugo implacable. Lloraba, lloraba a mares. Y se rehacía, y reanudaba el cántico.
El hermano miraba sereno. En torno al cadalso, de los tabacos encendidos subían columnas de humo. En las ventanas de las celdas vecinas, los cronistas de los diarios escribían apresuradamente sobre los pretiles. Por sobre los cristales de una abertura del techo, revoloteaba, acaso como una promesa, un gorrioncillo. Con una nota estridente, prolongada, súbita, acabó al fin el reo su cántico. Y con él, su cobardía. El llamaba a su canto el balbuceo de un niño en crianza, sí, en verdad, en crianza a los pechos de una terrible nodriza.
Luego vinieron cosas no narrables. El, sereno y seguro; ellos, dados apresuradamente a las brutalidades de la horca. Cae de las manos de Guiteau un papelillo; alza el alcalde el bastón de oro. "¡Listo! ¡Gloria! ¡Vamos" -dice con voz sonora el reo-. Se abre a sus pies la trampa, y a poco la rotonda estaba desierta, contento de su mano firme el ahorcador, y al lado de un féretro descubierto, el hermano, moviendo el aire con un abanico sobre un rostro lívido.
En juguetes andaba imitado el cadalso de Guiteau. En los fuegos artificiales de los primeros días de julio quemábase, ante veintena de millares de espectadores, la cabeza de Guiteau en tamaño monstruoso, y en el pueblo de Norwich, el día 6 de julio, reuniéronse los niños de la población con una horca y un ahorcado de juguete, para ahorcar a Guiteau.