José Bianco (1908-1986)
En ocasión de celebrarse la fiesta anual de la cultura, evocamos al autor de La pérdida del reino a veinte años de su fallecimiento; Juan José Hernández y Sylvia Molloy recuerdan al escritor, de quien se publica un texto inédito
Algo más fácil de sentir que de decir
Por Juan José Hernández
Para LA NACION - Buenos Aires, 2006
No sabría decir por qué motivo me resulta más fácil referirme al escritor José Bianco, a su admirable obra de narrador y ensayista, que hacer una semblanza biográfica de su persona. Es decir de Pepe, simplemente, cuya cálida y generosa amistad me acompañó desde que abandoné la provincia, hace muchos años, para quedarme a vivir en Buenos Aires. Quizá esta dificultad obedezca al temor de rebajar a parodia su particular sentido del humor, sus proverbiales distracciones y boutades recordadas aún por sus allegados, o por algún nostálgico ex colaborador de la desaparecida revista Sur.
Hace poco, hojeando su correspondencia inédita con Octavio Paz, encontré una carta del poeta mexicano, embajador entonces de su país en la India, en que manifiesta una dificultad, semejante a la mía, para definir la personalidad de Pepe. Transcribo fragmentos de esa carta, fechada en 1964 y enviada por Paz desde París, donde se hallaba de paso:
Querido Pepe: Tu carta me alcanzó hace unos días Por el momento ando de vacaciones -alma errante- y regresaré a Delhi a mediados de agosto. Leerte es siempre un placer. A veces me irritas y, una vez desahogada mi cólera, me encuentro ridículo y engreído. Si te quejas, lo haces con elegancia. Hay una raza (espiritual) a la que tú perteneces. No se cómo definirla, es algo más fácil de sentir que de decir. Un tono -iba a decir unas maneras-, un temple, una simplicidad que es una complejidad, una familiaridad que jamás degenera en promiscuidad o complicidad. [?] Queda poca gente como tú en este mundo de pop art, pintura "informal", poetas comunistas o neodadaístas y erotismo sin secreto.
En ocasión de cumplirse veinte años de su muerte, me ha parecido oportuno rescatar, a modo de homenaje, estas breves y emocionadas palabras de un Premio Nobel de Literatura sobre la idiosincrasia de su amigo argentino. Me permito agregar que aquella "simplicidad que es una complejidad", a que se refiere la carta, constituye uno de los rasgos esenciales de la escritura del autor de Las ratas, Sombras suele vestir y La pérdida del reino.
A menudo le oí decir a Pepe que a él le gustaba más leer que escribir. Es probable que así fuera, a juzgar por su escasa producción literaria y la cantidad de libros ( en especial de literatura de imaginación) que llenaban los estantes de su biblioteca en el departamento de la calle Cerrito, donde vivía con su madre y una de sus hermanas al comienzo de nuestra amistad.
En aquella época ocurrió un episodio, en apariencia trivial, que cambiaría radicalmente la vida de Pepe. Una tarde pasé a buscarlo por la redacción de la revista Sur, como habíamos acordado de antemano, para que fuésemos juntos a la quinta en Boulogne de su íntima amiga, Esmeralda Almonacid. Pepe me aguardaba en su oficina, dedicado a la tarea de poner orden en su escritorio atestado de papeles. Con delectación, arrojaba al canasto originales de colaboraciones rechazadas, propagandas de editoriales, invitaciones a vernissages, a presentaciones de libros, a conferencias. Un sobre voló por el aire y fue a caer al costado de la silla donde me había sentado. Lo levanté del suelo: tenía el membrete de la Casa de las Américas. Al abrirlo, vi que no contenía ningún catálogo de escritores latinoamericanos, como había supuesto Pepe, sino una invitación, dirigida a él, para integrar el jurado del Segundo Concurso Literario de esa institución cultural cubana.
-¿Pensás ir?
-No deseo otra cosa, me respondió.
En La Habana, Pepe se mostró entusiasmado con el régimen socialista allí imperante luego de la caída de la dictadura de Fulgencio Batista. Visitó a sus amigos Virgilio Piñera y José Rodríguez Feo, director y mecenas de las revistas literarias Orígenes y Ciclón; conoció a Lezama Lima, a Nicolás Guillén, a Roberto Fernández Retamar y a muchos otros intelectuales, artistas y funcionarios del gobierno. "Tendría tanto que hablar de Cuba que no sé por dónde empezar -me escribió en una carta-. En primer lugar de la belleza del país, de la bondad y simpatía de la gente. Es el pueblo más sencillo y amable. A eso se agrega que está contento porque la Revolución se ha ocupado de él, como se ocuparía un padre ejemplar."
Cuando volvió a Buenos Aires, en abril de 1961, poco antes de producirse la frustrada invasión a Cuba en la Bahía de Cochinos (Playa Girón), renunció a su cargo de jefe de redacción de Sur por desavenencias con la directora y propietaria de la revista, Victoria Ocampo, que había publicado en su ausencia una aclaración sobre aquel viaje a Cuba, injusta y humillante a criterio de Pepe. "¿Por qué razón -argumentaba- tenía ella que aclarar que viajé a Cuba a título personal y no en representación de Sur? ¿Acaso hizo una aclaración semejante cuando Murena viajó a Norteamérica invitado por el Departamento de Estado?" La revista, sin Pepe, empezó a declinar, a perder sus lectores. Al cabo de un tiempo, dejó de publicarse. "Cumplimos treinta años -declaró su fundadora en un reportaje-. Ya era hora de cerrar el boliche."
El viaje a Cuba y su consecuencia inesperada: la ruptura con Sur, significaron para Pepe un especie de renovación espiritual, de palingenesia vivificadora. A instancias de Boris Spivacow, entró a trabajar en Eudeba como director de la colección Genio y Figura, actividad que le abrió la posibilidad de relacionarse con los más destacados escritores latinoamericanos de aquellos años. Participó en reuniones culturales realizadas en Uruguay, Chile, México y Canadá; obtuvo la beca de la Fundación Guggenheim; dio conferencias en Nueva York y en la Facultad de Filosofía y Letras de México.
En 1968, viajó de nuevo a La Habana como jurado en el concurso anual de la Unión Nacional de Escritores y Artistas Cubanos (Uneac). Esta vez Pepe se sintió decepcionado por la atmósfera opresiva que había en la isla: intolerancia ideológica y censura de prensa, persecución y ostracismo para los intelectuales disidentes, discriminación y cárcel para las minorías sexuales.
Entre los escritores discriminados figuraba su amigo Virgilio Piñera. La Uneac expresó su desacuerdo con las obras premiadas de Heberto Padilla (Fuera del juego) y Antón Arrufat (Los siete contra Tebas) consideradas contrarrevolucionarias. Ambas, por recomendación de Pepe, se publicaron luego en el Centro Editor de América Latina.
En 1972 Pepe publicó su novela La pérdida del reino, que había llevado largos, largos años de gestación, analizada y elogiada calurosamente por Octavio Paz en una carta escrita cuando la novela acababa de publicarse. Copio seguidamente algunos de sus párrafos más significativos:
La pérdida del reino también podría llamarse Las ambigüedades de las transparencias. El juego de las transparencias es el juego de los disfraces, verdadera condenación que, al escamotearnos nuestra propia realidad, la consume, la realiza. La nitidez de tu prosa, su aparente sencillez, parece reflejar lo que pasa del otro lado pero, poco a poco, en su fluir invisible (ése es el milagro de la claridad) transcurre y nos da la sensación de la fijeza; todo cambia, y lo que nos parecía simple, ahora es un misterio. ¿No es así la vida? ¿Qué sabemos de los demás y de nosotros mismos? Vemos, pero ¿qué es lo que vemos? Misterios claros, pero indescifrables. El hombre es naturalmente una criatura moral y por eso es doble. Su disfraz es natural, su máscara es su piel. Animal moral, vive entre símbolos, es decir, entre transparencias y sublimaciones. [?] Querido Pepe, algún día, si volvemos a vernos, hablaremos más de tu hermosa novela. Algunos pasajes me conmovieron y me provocaron una melancolía muy grande.
Mago Merlín de la literatura, como alguna vez lo llamó Vargas Llosa, Pepe tenía con los libros una relación hedónica, parecida a la de su amigo Jorge Luis Borges. No valía la pena esforzarse en leerlos si provocaban aburrimiento por su chatura temática, o irritación por sus arbitrariedades sintácticas o tipográficas. Antes que nada, debían proporcionar felicidad al lector. Pensaba que el arte de narrar consiste más bien en sugerir que en decirlo todo, especie de cortesía hacia el lector que le permite, en cierto modo, ser intérprete o colaborador del artista, no un discípulo sumiso, ni un arrobado admirador. Su pasión por la literatura lo llevó a indagar sobre los límites imprecisos entre el mundo imaginario y la vida concreta, entre ficción y realidad (Ficcióny realidad es el título de su único libro de ensayos). Como Santayana, bien pudo haberse preguntado: De mis dos vidas, ¿a cuál llamaré sueño?
En sus últimos años, tenía miedo de perder la memoria, sin que hubiera motivo que justificara ese temor, pues hasta el final de sus días conservó intacto el caudal de citas y alusiones literarias que afloraba naturalmente en la conversación con sus amigos. Prueba de ello es la siguiente anécdota: en una ocasión, su médico de cabecera, al verlo deprimido y suspiroso, quiso saber la causa de su decaimiento:
-Pepe, dígame qué le sucede, qué siente -inquirió.
-Siento una ligera dificultad de ser -le respondió en voz baja, esbozando una sonrisa desencantada.
La frase ¿era de Pepe o de Fontenelle, un filósofo francés del siglo XVI que murió a una edad muy avanzada? Convengamos en que la pregunta carece totalmente de importancia.
Sobre teorizadores
Por José Bianco
Este texto fue leído por el autor durante un ciclo de audiciones de crítica de libros emitidas por Radio Nacional en los años sesenta
La imaginación imita; el espíritu crítico inventa. Esta paradoja de Oscar Wilde que asimila el espíritu crítico a los géneros llamados creadores (novela, relato, poesía) considera la crítica literaria y la literatura de imaginación como dos funciones simultáneas y recíprocas de la inteligencia. Nos dice que la crítica es siempre provechosa a la literatura. Hasta cuando desvirtúa o limita su significado, ahonda la visión que un autor tiene de su propia obra (lo convierte en crítico de sus críticos) y exalta su fuerza: lo induce a rebelarse contra ellos; estimula en él esa fuerza realmente inventiva que le permite hacer el balance de sus posibilidades y combinar sorprendentes caminos de meditación. La crítica, decía Baudelaire, debe ser parcial, apasionada, política y hacerse desde un punto de vista exclusivo, pero desde un punto de vista que abra la mayor cantidad de horizontes posibles. Baudelaire, anticipando el Baudelaire de Sartre, insinúa que la crítica debe ser injusta.
No es frecuente que un novelista, acostumbrado a supeditar las ideas a personajes imaginarios, haciéndolas vivir en función de caracteres inventados, pueda manejarlas con rigor en su faz especulativa. Alberto Moravia, en nuestros días, es una excepción. No pretendo que un mismo escritor cultive con maestría dos géneros tan diferentes, pero sí pretendo que los géneros tan diferentes sean cultivados por igual en una misma literatura. Agreguemos: en una buena literatura. ¿No es un poco absurdo oír hablar de un país de ensayistas, o de un país de novelistas? Si tiene ensayistas, tendrá por fuerza novelistas. Y viceversa. Recordemos de nuevo la paradoja de Wilde. Donde no hay teorizadores, tampoco hay narradores, donde no hay crítica, no hay ficción.
(Texto cedido por Juan José Hernández)
Un espía irreverente
Por Sylvia Molloy
Para LA NACION - Nueva York, 2006
Escribir sobre un escritor que uno ha leído pero con quien no ha intimado -pongamos por caso, en lo que me concierne, Borges- acaso no sea tarea fácil pero es sin duda tarea posible. Escribir sobre un escritor que uno ha leído y a la vez conocido como amigo, sobre todo si la persona de ese escritor es profusamente inolvidable, es en cambio tarea ímproba. La figura del escritor -uso el término en su sentido de construcción retórica- es tan fuerte que se vuelve, ella misma, texto legible, tan importante como los textos escritos. Fue sin duda el caso de Oscar Wilde para muchos lectores que eran, también, sus amigos, y acaso para quienes no lo eran. Y es sin duda el caso para mí de José Bianco.
La escritura de Bianco, como la de Gide, una de sus presencias tutelares, practica la litote. Es discreta y rehúye lo abiertamente confesional; a la vez, es profundamente autorreferencial, casi autobiográfica. Digo casi porque Bianco tenía plena conciencia del límite -el título mismo de su primer relato, escrito a los dieciocho años, cuando ya intuía quién iba a ser- ante el cual había de detenerse, límite autoimpuesto que era, en cierto modo, su medida. Durante su vida entera José Bianco leyó y releyó diarios y memorias con fruición. Piénsese en sus luminosas páginas sobre Léautaud, Benda, Julien Green y desde luego Gide; en su familiaridad con la gran tradición de los memorialistas clásicos como Saint-Simon y La Rochefoucauld; en su asidua frecuentación de Proust, otro escritor casi autobiográfico. Piénsese también en su lectura implacable de estos cultores del yo y en la disección (no se me ocurre mejor término) que hace de los diarios de Léautaud o la correspondencia de Proust, haciendo resaltar pequeñeces, debilidades, pero también momentos de grandeza. La lectura de estos textos, para Bianco, era en sí un ejercicio autobiográfico, una suerte de autoescrutinio que no era necesario poner por escrito. Bianco se retrataba al leer a otros, al espiar su quehacer, noble o necio, como el joven personaje de Las ratas o como el joven Marcel de En busca del tiempo perdido. Si bien Bianco nunca pensó en escribirse autobiográficamente -su misma vocación de lateralidad le impedía asentar, siquiera un momento, esa imagen central de sí que exige el acto autobiográfico-, no sé si alguna vez habrá pensado seriamente en ceder al ejercicio más desperdigado que son las memorias. Muchos lo instábamos a que lo hiciese y algunos han grabado sus recuerdos, pero en Bianco la memoria no estaba al servicio del documento histórico sino que era ejercicio hablado: Bianco hacía historia, sí, al contarse pero era historia irreverente.
Al evocar a Bianco, uno de los escritores más literarios del siglo XX, lo primero que acude a mi mente es, por cierto, esa incandescente oralidad: una oralidad trabajada como representación (como es la oralidad de todo causeur) con sus tics y manías, con sus expresiones levemente en desuso, con la precisión asombrosa de sus mots justes. Ese calculado despilfarro verbal no es demasiado frecuente en escritores, sobre todo en los escritores frecuentados por Bianco que son, de algún modo, sus interlocutores literarios: James o Proust, por ejemplo, escritores si se quiere tímidos, más espectadores (grandes voyeurs, incluso) que partícipes, guardan lo mejor de sí para su escritura. Otro tanto hacía Léautaud, ese gran chúcaro. Pero para Bianco la oralidad era una performance literaria más, otra manera de narrar. Al contrario de Mallarmé, para quien todo culminaba en el libro, para Bianco el libro era punto de partida tanto de una conversación como de una literatura, ambas hechas de citas pasajeras, de referencias que surgían sin aparente esfuerzo, con la naturalidad de quien habla de viejos amigos que, en el momento en que el causeur los convoca, todos creemos conocer.
Para mantener viva la parte no escrita (aunque no menos literaria) de una obra, es preciso tener testigos con memoria. Confieso que mi recuerdo de Bianco, del hombre Bianco, comenzó a afantasmarse inmediatamente después de su muerte: me era necesario acudir a las maravillosas fotografías que otro gran ausente, Rolando Paiva, le había tomado, fotos de un Pepe sonriente que tienen, para mí, el sabor de la felicidad. Recuerdo que escribí una nota sobre él, a manera de nota necrológica, pero no recuerdo dónde se publicó e incluso si se publicó. Lo que es más: no encuentro copia de esa nota, que antecede mi escaso dominio de la tecnología electrónica. Como la Jacinta de Sombras suele vestir, esa nota existe y no existe: acaso, postergada en algún cajón, algún día vuelva a mis manos.
Recuerdo, sí, que en esa nota intentaba rescatar mis recuerdos de Pepe con la precisión que tenían entonces y que, bien lo sabía, se iría empañando. Recuerdo que comenzaba hablando de mi dificultad de caminar por la calle Larrea hasta la esquina con Juncal, mi empeño en evitar esa esquina en la que forzosamente levantaría la mirada para ver el piso donde ya no estaba Pepe. A veinte años de haber escrito esa nota, todavía me cuesta pasar por esa esquina. Recuerdo que también contaba mi primer encuentro con él, en Sur, muchos años (unos quince por cierto) antes de trabar amistad con él. Yo era estudiante, estaba preparando un trabajo sobre Ricardo Güiraldes y Valéry Larbaud, y alguien me sugirió hablar con Victoria Ocampo. Era ésa mi primera incursión en el mundo de las letras argentinas. Victoria no estaba, y mientras la esperaba me recibió Bianco, quien me pareció tan hospitalario y brillante como me pareció aterradora Victoria cuando por fin irrumpió en el escritorio de Bianco. Lo acusaba de la desaparición de unos libros de Jean Giono y asistí entonces a un duelo verbal, tan rico en vociferaciones infantiles por parte de Victoria ("Usted me los ha robado y se lo voy a contar a su madre"), y en ironía por parte de Pepe ("A quién se le ocurre leer a Jean Giono"), que debía ser, pensé, parte del ritual diario de la revista. En un momento Bianco hizo un ademán en mi dirección y dijo: "Pero la señorita?". "Me importa un carajo la señorita", contestó Victoria y salió dando un portazo. Pepe puso los ojos en blanco, con una expresión que habría de verle más tarde miles de veces (a menudo, aunque no aquella vez, acompañada de la frase "Qué me contás"), y no dijo nada. Luego siguió conversando, dando generosamente su tiempo y sus comentarios incisivos a una chica tímida a quien no conocía y que se interesaba por dos autores que no eran precisamente santos de su devoción.
Recuerdo también -aunque no creo que esto estuviese en la nota- cuándo de veras empezó mi amistad con Pepe, y fue a propósito de una cita, o más bien de un recuerdo de lectura compartido. Se hablaba de la eficacia de ciertos cuentistas y de pronto surgió el nombre de Katherine Mansfield a quien nadie, ya, leía. Pero Pepe la recordaba y yo, ex alumna de un colegio inglés también, y Pepe de pronto empezó a hablar de un cuento cuya protagonista es una mujer que limpia casas por hora y que recibe una mala noticia. De pronto yo también recordé ese cuento, y juntos con Pepe resumimos su conclusión: cómo la mujer aplaza su pena hasta terminar de limpiar la casa, cómo se pone el abrigo y sale, cómo deambula por la ciudad, buscando en vano un zaguán o un lugar apartado donde estar sola para poder llorar. Varias veces he buscado ese cuento en Mansfield, lo he encontrado, me ha parecido que estaba al borde del sentimentalismo e igual me ha gustado; y varias veces me he dicho que no olvidaría el título y otras tantas veces lo he olvidado. Será siempre para mí el cuento de la mujer que no tenía donde llorar y que le gustaba a Pepe.
En el homenaje a Borges que le dedicó la revista L´Herne, Bianco publicó un ensayo, "Les souvenirs", que sólo mucho más tarde se publicaría en español. Recordando la experiencia que había sido para él conocer a Borges, ser amigo de Borges, recordaba aquella maravillosa estrofa del poema "Memorabilia", de Browning: "¿Llegaste a ver a Shelley cara a cara,/ y Shelley se detuvo a hablar contigo,/ y tú, a tu vez, pudiste hablarle?/¡Qué extraño parece y qué nuevo!"
Ah, did you once see Shelley plain,
And did he stop and speak to you,
And did you speak to him again?
How strange it seems, and new!
Yo también tuve el privilegio de ver a Bianco plain, es decir, de conversar con él cara a cara, en lo que para mí fue un encuentro intelectual decisivo. No hablo de influencias puntuales: del mismo modo como Bianco descreía de los "modelos literarios" prefiriéndoles en cambio los escritores que le daban placer, yo descreo de las influencias para rescatar afinidades, amistades literarias. En Bianco admiro la ambigüedad, la reticencia, el silencio que se vuelve una forma de la elocuencia. Lo leo y me reconozco, del mismo modo como él se reconocía, digamos, en Léautaud, es decir reconozco algo que no es la escritura misma, que no es la narración, que acaso sea una mirada oblicua sobre el mundo, mirada que le envidio porque quisiera tenerla en el grado sumo en que la practicaba él.
Y tuve también el privilegio de oír a Bianco plain, lo cual me trae, una vez más, a la idea de dar vida, siquiera por un momento, a esa figura -de nuevo en su sentido retórico, como quien dice una metáfora, un tropo- que atesoramos quienes lo conocimos. Porque para rendir testimonio de una oralidad inolvidable, testimonio que dure algo más que nuestras efímeras vidas, es preciso anotar esa oralidad, transformarla en escritura. Cuenta Manuel Puig que La traición de Rita Hayworth encontró su forma cuando Puig pudo rescatar una oralidad casera que recordaba de la infancia, las conversaciones de sus tías mientras cosían. Por mi parte creo poder decir que mi novela El común olvido encontró la suya cuando volví a oír, en la memoria, la voz de José Bianco. No sólo recordé esa voz sino que traté de convocarla, cultivándola, imaginándola. El personaje de Samuel Valverde es y no es el Pepe Bianco biográfico. Alguno que otro amigo me ha hecho comentarios sobre las historias que le atribuyo, muchas de ellas inventadas, observando que tal cosa que digo "en realidad no fue del todo así". Pero la realidad de la historia es en este caso lo menos importante; lo que me propuse buscar en cambio es una entonación, lo que Borges llamaba "el hombre que se muestra al contar". No sólo quise que Samuel Valverde encarnara esa entonación, quise que fuera el primer interlocutor que busca mi protagonista, un guía, un go-between (un intermediario), más hermano mayor que maestro, en una laberíntica y remota Buenos Aires que para mi protagonista se había vuelto tierra ajena. Quise también que ese trabajo de go-between que Valverde desempeña en la novela -ese trabajo de mediación, tan frecuente en la obra toda de Bianco- fuera implacable: no nostalgioso, no pasatista y reconfortante, sino inquisidor, como eran todas las intervenciones de Bianco. Gracias a Samuel Valverde mi protagonista aprende a abrir los ojos; regresa a Estados Unidos, como hubiera dicho el propio Pepe, "a wiser but a sadder man ("un hombre más sabio, pero también más triste") Ese ha sido mi homenaje a José Bianco, ésa mi manera de saldar mi deuda de lectora, de agradecerle una obra que no vacilo en llamar perfecta.