Mientras montaba una muestra a distancia en Suiza, la cuarentena le ofreció la pausa necesaria para retomar sus estudios de piano y terminar un libro
Jorge Macchi acostumbra llevar al espectador entre el asombro y la perplejidad, proponiendo situaciones poéticas, sonoras y plásticas, donde son constantes los juegos de espejos, las paradojas y simetrías. En 2016 se pudo ver un panorama en Perspectiva, muestra antológica que reunió veinticinco años de su producción en el Malba. Desde entonces, montó exposiciones en ciudades como San Pablo, Nueva York, Madrid, Zurich, San Gimignano, Torino, La Habana y Buenos Aires. Se entiende, entonces, que estos tiempos hogareños no lo agobien, sino que lo inspiren para trabajos pendientes como un libro o una exposición montada a la distancia en Suiza, además de pequeñas obras en papel de diario.
–¿Cómo estás viviendo este largo encierro?
–Desde que empezó la cuarentena no estuve yendo al taller. Mi vida cambió radicalmente y en un principio me cayó bien: necesitaba parar. Hacía tiempo que venía pensando en un año sabático y éste lo fue por la fuerza. Tenía cosas pendientes para pensar y resolver. La pandemia me dio ese tiempo. Retomé de manera bastante intensa mis estudios de piano. Sé que de alguna manera se relaciona con mi trabajo como artista visual, además de que me proporciona placer. Después, tenía que terminar el proceso de un libro que escribí que se llama La Virgen extraviada, editado por Manuela López Anaya. Es un diario de un viaje que hice en enero de 2019 entre Bariloche y una isla muy pequeña del archipiélago de Chiloé, uniendo dos iglesias: la Catedral de Bariloche y Santa María de Loreto en el pueblo de Achao de la isla de Quinchao. En Bariloche hay una réplica de la Virgen que guarda esa iglesia: en mi viaje uní esa réplica con la original a través de la Cordillera, como si fuera un espejo.
Me gusta publicar un pedazo de periódico en un periódico. Otro juego de espejos.
–Frente a la Catedral había otra réplica: la aguja que emergía del lago Nahuel Huapi en tu obra La Catedral Sumergida.
–Ya no está más. Aquella fue una obra que duró cuatro meses. El viaje a Chiloé, bastante ridículo, por cierto, me sirvió para escribir acerca de muchas de cosas. Son todas situaciones relacionadas con simetrías, coincidencias, repeticiones o ecos, que relato en textos a lo largo de treinta capítulos. También hay un mapa del trayecto, fotografías del viaje y de obras mías, como la intervención que hice en Ruth Benzacar, donde el espacio era una réplica de su sede anterior. A mediados de este mes haremos la presentación por Zoom.
–También hiciste un diario de cuarentena, que está subido a YouTube.
–Recordé un trabajo que hice hace quince años, que era un libro en el que recortaba titulares con comillas y los pegaba entre dos hojas, un extremo en cada una, en una especie de pop up. Entonces, compré diarios y busqué palabras que fueran sustantivos y volví a hacer el mismo proceso. Me gustaba que funcionara como un diario, pero también como referencia al periódico. Se llama Diario de la peste, y es también un diccionario con ciento diez palabras ordenadas alfabéticamente, entre las que aparecen los nombres de los diarios con sus logos. Este trabajo es el origen de todos los que hice después en cuarentena.
–Por ejemplo, el que acompaña esta nota, donde intervenís una página.
–Es un proceso de sustracción. Trabajando en el Diario de la peste, me encontraba con páginas como ésta, donde una palabra actúa como un detonador, una especie de gatillo. Pensaba qué relación se puede establecer entre esa palabra y toda la estructura geométrica que la rodea, más allá de las transparencias y la fragilidad del material cuando se le extrae todo el texto.
–Me recuerda a tu obra Monoblock (2003), una página de avisos fúnebres donde lo único que habías dejado era la estructura y los signos de fe.
–Era bastante denso ese trabajo. En este caso hay una relación entre la palabra y los huecos. Creo que se produce una extrañeza entre algo tan indefinido como la melancolía y esta estructura tan precisa, que parece opuesta. En general, no suelo comprar el diario. Pero necesitaba la materialidad de su papel. Me parece que el diario tiene fecha de vencimiento, ya nadie va a comprarlos en un futuro. Me gusta publicar un pedazo de periódico en un periódico. Otro juego de espejos.
–En este momento estás exponiendo en un museo de Suiza.
–Es un proyecto que se llama La catedral sumergida, casualmente. Me llamó la curadora Laurence Schmidlin hace dos años para pensar una muestra para museo que aún no existía, el Musée Cantonal de Beaux Arts de Lausanne, así que trabajé en base a planos. Llegué a visitar el museo, pero para la exposición mi presencia fue virtual, tanto en el montaje como en la inauguración y la conferencia de prensa. La muestra surge del cruce de varios vectores: la sala, la ciudad, el azar. Es una sala rectangular que en uno de sus lados tiene siete ventanas. Encontré que la catedral de Lausanne tiene siete campanas, de las que hay un estudio pormenorizado de sus sonidos. Entonces, creé una relación directa entre las ventanas y las campanas, a través de una instalación sonora desarrollada por Manuel Eguía de manera que a su paso los visitantes activan el sonido de las campanas que está asociado a cada ventana. Cuando están cerca de ellas el sonido es muy nítido, pero a medida en que se alejan se vuelve una vibración grave, indefinida. La instalación, junto con una manguera azul que cruza el espacio en diferentes direcciones y las botellas vacías que se reflejan en sus contenidos solidificados, resultan una traducción de lo musical a lo visual o espacial. Tomé el nombre de la muestra de una pieza de Debussy, cuya partitura está llena de instrucciones muy vagas, como "profundamente calmo" o "saliendo de la bruma". Hacia el final de la pieza hay una anotación que dice "como un eco de la frase escuchada anteriormente" que se refiere a una melodía que al principio sonó fortissimo y al final debe ejecutarse pianissimo. De alguna manera, este es un tipo de estrategia que yo vengo usando hace tiempo en acuarelas, objetos e instalaciones como la de Lausanne. Debussy trabajó sobre la historia bretona de una ciudad gobernada por un rey malvado, cuyos habitantes viven hundidos en el vicio, y que por esa razón recibe el castigo divino en forma de tsunami. Según la leyenda, desde el fondo del mar, los días calmos, todavía se puede escuchar el sonido de las campanas y el coro de los monjes.
–¿Cómo leés este tiempo de pandemia? ¿Es nuestra peste un castigo divino?
–No, yo creo que es consecuencia de nuestro tipo de vida. La idea de castigo no me gusta. Prefiero pensar que nuestras acciones originaron esto. En algunos trabajos me pasa eso: parece que en el pasado hubiera habido una catástrofe y el tiempo se paralizó, y sus efectos se quedan para siempre. En la sala de Lausanne no se ve el agua sino sus efectos, la marca en la pared, el efecto paralizado de la refracción, el óxido en los metales, las botellas flotando... La sensación es de placidez, pese a la certeza de que algo malo ocurrió en el pasado.
–En tu obra solemos poder ver eso, qué pasaría si el mundo por error en un momento girara al revés.
–Bueno, ¡pasó! Lo bueno, en mi caso, es que yo puedo trabajar con la ficción. Lo que me atrae de pensar y realizar estas fantasías es que finalmente podemos caminar por el espacio que planeamos. ¡Qué responsabilidad la de los arquitectos que de verdad pueden cambiar la fisonomía de una ciudad! El arte casi siempre desaparece.
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