Jorge Luis Borges
El próximo miércoles se cumplirán veinte años de su muerte. Con ese motivo, Guillermo Martínez reflexiona sobre las reacciones que ha producido esa ausencia y Horacio Salas señala claves autobiográficas en los poemas de Borges
Una misteriosa lealtad
Por Guillermo Martínez
Para LA NACION
Hay dos reacciones típicas, y sólo en apariencia opuestas, que permiten dar medida de la grandeza de un autor después de muerto. La primera es el intento de apropiación de su figura por corrientes estéticas (o ideológicas) contradictorias entre sí, o por las que el autor nunca en vida se hubiera inclinado, una torsión de textos y argumentos en el afán de todos de tener al "nombre" de su lado. La segunda es el ataque empecinado, los sucesivos intentos de erosionar su figura o destronarla. Al erigir a un autor como blanco predilecto, o al oponer contra él, como si la literatura fuera un ring, contendiente tras contendiente, no se hace más que confirmar su dimensión y su peso.
Borges, en estos años, tuvo el privilegio de correr las dos suertes. Los intentos de apropiación no esperaron ni un minuto después de su muerte: Vlady Kociancich recuerda en su reciente libro La raza de los nerviosos la sorpresa que les deparó, a quienes "en la intimidad y en público lo oímos repetir cortésmente pero con firmeza, su convicción de ateo", el solemne funeral religioso con que se lo enterró, con dos sacerdotes, uno por la Iglesia Católica, otro por la Protestante, "como si un solo delegado del otro mundo no bastara para convencernos de que Borges conseguirá alojamiento en algún Paraíso".
Más fundada, más establecida, aunque también discutible, es la postulación de Borges como un representante tempranísimo (y desprevenido) en las filas del posmodernismo. Las citas apócrifas, la permanente evocación de otros textos, los diálogos intertextuales, la idea de que toda escritura es reescritura, la ironía, y aun el hecho de que no escribiera novelas y prefiriera las formas breves, se han tomado como evidencias suficientes. Pero apenas uno se detiene a examinar los procedimientos narrativos de Borges, aparecen otras explicaciones tanto o más razonables. Es cierto que cuando Borges escribe típicamente acumula ejemplos, analogías, historias afines, variaciones de lo que se propone contar. En "El Aleph" enumera otras versiones posibles de la esferita que contiene a todas las imágenes del universo: el espejo de Merlín, la lanza de Júpiter o una columna de piedra en una mezquita de El Cairo, que encerraría en sí "el atareado rumor" del universo. En "Funes el memorioso" hay también una lista de los casos históricos o legendarios de memoria prodigiosa. Y el cuento "Historia de dos reyes y dos laberintos" estaba precedido, en su primera versión, por un ensayo tres veces más largo sobre los laberintos más famosos de la historia.
Pero en todos estos casos y en cada ocasión en que Borges se rodea de otros textos, los ejemplos que prodiga no son cualesquiera, sino que tienen siempre la misma intención: son ejemplos prestigiosos de alguna tradición universal, están elegidos dentro de una estrategia de inserción de sus textos en lo universal. Ricardo Piglia, en su ensayo "¿Existe la novela Argentina?" expresa muy bien el dilema común a Borges y a Gombrowicz cuando se pregunta: "¿Qué pasa cuando uno escribe en una lengua marginal? ¿Cómo llegar a ser universal en este suburbio del mundo? ¿Cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser ´argentino (o ´polaco )?".
De algún modo, siempre se percibe ese complejo que acompaña a Borges: se resigna a escribir sobre los suburbios porteños y sobre compadritos, pero se preocupa por demostrar, a veces con ironía (llama por ejemplo a su Irineo Funes un "Zarathustra cimarrón y vernáculo"), que su "destino sudamericano" es un avatar legítimo de cualquier universalidad. Así, lejos de proponerse, como en los afanes posmodernos, desmantelar la idea de lo universal, de las jerarquías literarias, de tal o cual tradición clásica, hay más bien en Borges un anhelo de pertenencia, de añadirse como un par entre los nombres y obras que más admira. También, y más elemental: Borges siempre se ha definido ante todo como un lector. "Que otros se jacten de los libros que han escrito", ha dicho famosamente, "yo prefiero enorgullecerme de los que he leído". Como a todo lector de suficientes bibliotecas, muy posiblemente lo acometiera a partir de un momento la sensación creciente de que ya no había dónde dejar una marca, de que toda bifurcación del jardín ya había sido transitada. Y por cada idea que se le ocurría, de lo "ya escrito" sin duda acudían a su mente mil resonancias. Borges dio el paso quizá novedoso, pero no necesariamente "posmoderno", de registrar y exhibir en su escritura estas variaciones en vez de ocultarlas. Todavía una posibilidad más, para mí la más verosímil: Borges tenía una mente poderosamente analítica, con una tendencia a lo clasificatorio, como se deja ver en sus ensayos, y un modo de concebir la tensión entre lo genérico y lo concreto cercano a lo científico. Escribe en Historia de la eternidad : "No quiero despedirme del platonismo (que parece glacial) sin comunicar esta observación con la esperanza de que la prosigan y justifiquen: lo genérico puede ser más intenso que lo concreto . Casos ilustrativos no faltan. De chico, veraneando en el norte de la provincia, la llanura redonda y los hombres que mateaban en la cocina me interesaron, pero mi felicidad fue terrible cuando supe que ese redondel era "pampa" y esos varones "gauchos". Lo genérico prima sobre los rasgos individuales".
Borges convierte esta observación en método narrativo: al rodear su historia de ejemplos afines, la ficción propia que desarrolla es a la vez particular y genérica, y sus textos resuenan como si el ejemplo particular llevara en sí y aludiera permanentemente a una forma universal.
Como se ve, basta rotar un poco el caleidoscopio de citas para tener un Borges posmoderno, uno clásico, uno científico, uno cabalista, uno vegetariano Y el caleidoscopio sin duda ha girado y girado en estos años.
En cuanto a los ataques, se han inscripto en general en esa ley del rencor que ya enunció Ricardo Piglia: "Todo gran escritor tiene en Argentina los días contados". En lo que parece una imposibilidad crónica de parte de nuestro mundo intelectual para pensar más allá de las deprimentes oposiciones del tipo Boca-River, o de concebir la literatura nacional como un parnaso de único trono, se han querido librar los desafíos Borges versus Walsh, Borges versus Puig, o, más recientemente Borges versus Aira. No hace falta decir lo extraños y patéticos que resultan estos "juegos de guerra" a los lectores que pueden sostener en la mente dos ideas distintas y que nunca encontraron problemas en valorar talentos literarios diferentes entre sí.
Sin embargo, la razón profunda de oposiciones más recientes a Borges debe buscarse en otro lado. Borges, más que cualquier otro autor contemporáneo, plantea la cuestión, difícil de abordar para la crítica, del genio literario (hasta tal punto que la crítica académica hasta el 65 -cuando ya estaba escrita casi toda su obra- seguía ignorando su nombre). Borges es, a la vez, el modelo de un tipo de literatura precisa, o más aún, eximia, libresca, que se inspira en las tradiciones literarias y tiene ambición universal. Uno por uno, todos estos rasgos provocan aversión o fastidio en algunos de los nuevos grupos literarios. Enrolados en la teoría del "rendimiento decreciente", según la cual, como es cada vez más difícil escribir grandes obras, mejor ni siquiera intentarlo, o bien en la también novísima y consoladora idea de que escribir "mal" está bien y escribir bien está mal, la figura de Borges es un recordatorio molesto de que el talento no sea quizá, como suponen, tan democrático, ni una cuestión de lobbies académicos que pueden a discreción alzar o bajar pulgares. Para algunos irritación, para otros estímulo, Borges nos recuerda en cada relectura que el genio literario existe y pudo hablar en argentino.
¿Quiere decir esto que a Borges no se lo puede criticar? Muy por el contrario. La contracara de estas lecturas enconadas y mezquinas es lo que Saer ha dado en llamar el fenómeno de "religiosidad popular" en torno a Borges, en que se lee su obra como los cabalistas leen la Biblia, creyendo que todas las perfecciones están allí, y que si no las vemos es porque no hemos pensado lo suficiente, o no tenemos el grado de fe necesario. Que nada sobra, que nada falta, que todo tiene una razón de ser. Que no puede haber error y que estamos ante la summa literaria. Borges ha escrito en su famoso ensayo "Sobre los clásicos" que clásico es aquel autor que los pueblos o naciones "han decidido leer con previo fervor y una misteriosa lealtad". Veinte años después él mismo se ha convertido en clásico. Quizá llegue ahora el turno de que se lo lea sin previo fervor, sin previo rencor. Sólo con lealtad.
Otra vuelta de tuerca
Por Horacio Salas
Para LA NACION
Se había anticipado en exceso: diecisiete años. En el verso final de su "Elogio de la sombra ", de 1969, pese a su declarado agnosticismo, escribió: "Pronto sabré quién soy". Acaso lo supo a las siete y cuarenta y siete de esa mañana del sábado catorce de junio de 1986 en su departamento, cerca del sitio donde había transcurrido su adolescencia, en el barrio antiguo de Ginebra. Un edificio cuyo vestíbulo de entrada -paradojas del destino- se encuentra tapizado por aquellos espejos que tanto horror le infundieron desde los días de su infancia. ("Dios ha creado las noches que se arman/ de sueños y las formas del espejo/ para que el hombre sienta que es reflejo/ y vanidad. Por eso nos alarman." )
El fin le había llegado, lejos del macabro show mediático que -con razón- imaginaba habría de producirse en Buenos Aires alrededor de su agonía y su muerte, tan distante de la discreción y pudores que había practicado a lo largo de su vida.
Lo acompañaban María Kodama y Héctor Bianciotti, quien se encargó de traducir esos últimos momentos. "Murió muy lentamente y en silencio, como un reloj de arena que se vaciara" definió en Como la huella del pájaro en el aire. Hasta dos días antes, la conversación del agonizante había girado -como siempre- en torno a la literatura, el monotema que había encendido su charla a lo largo de esa vida que pocas semanas más tarde habría llegado a los ochenta y siete años.
La dilatada biografía había tenido su inicio el 24 de agosto de 1899 (los partos entonces se efectuaban en el domicilio) en una casa del centro de la ciudad, ubicada en Tucumán 840, que había cobijado hasta seis esclavos "y tenía, como todas, dos ventanas con su reja de hierro, el zaguán, la puerta cancel y dos patios. En el primero, que era de mármol blanco y negro, estaba el aljibe, con una tortuga en el fondo para purificar el agua", según evocó el propio Borges.
El niño era hijo del matrimonio de Jorge Guillermo y de Leonor Acevedo, y fue bautizado con el nombre de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges.
Entre las dos fechas: aquella fresca jornada de agosto al finalizar el siglo XIX en Buenos Aires, y el caluroso día de su muerte en el cantón suizo de Ginebra, Borges trazó una obra cuya luminosidad, en la práctica, sólo ha conocido detractores y retaceos en su propia patria, en general por razones extraliterarias. Fuera de las fronteras, estos rechazos sorprenden, desconciertan.
Varios nombres mayores de la literatura se han reconocido, se reconocen, deudores borgeanos. Los ejemplos son múltiples e interminables: a manera de muestra se puede recordar que Michel Foucault, para sus tesis de Las palabras y las cosas , parte de una frase tomada de un cuento de Borges; Umberto Eco, en su novela El nombre de la rosa burila permanentes guiños de homenaje al creador de "El Aleph": uno de los protagonistas es un bibliotecario ciego, cuyas iniciales son J. B., quien administra un tesoro bibliográfico protegido por un laberinto; el mexicano Carlos Fuentes fue contundente: "sin la prosa de Borges -dijo a fines de los años sesenta- no habría, simplemente, moderna novela hispanoamericana"; por su parte, Augusto Roa Bastos aseguró que pese a las acusaciones recibidas, Borges es el único autor latinoamericano realmente revolucionario, "porque su revolución del lenguaje ha sido la única irreversible y transformadora que se ha dado en el continente". En 1965, el novelista norteamericano John Updike ( Corre conejo), introductor de la obra borgeana en los Estados Unidos, se interrogaba sobre si el acceso a la obra de Borges no llegaría a producir un giro entre los escritores de su país, que pudiera ser "como una guía para salir del estancado narcisismo y del estado de lamentable desperdicio en que se encuentra la narrativa norteamericana actual". Por su lado, el crítico francés Jean Ricardou aseguró que la influencia del autor de Ficciones resultó decisiva entre los creadores del nouveau roman, como Robbe-Grillet, Michel Butor y Claude Simon.
En la Argentina, pese a que Borges carece de discípulos, (porque cualquier intento de emularlo sólo ha tenido -y tiene-, por su estilo inimitable, destino de caricatura) su influencia en las generaciones posteriores resulta imposible de negar. Incluso muchos le han calcado vocablos, giros y adjetivaciones, hasta para denostarlo.
En las postrimerías de los años cincuenta surgió en el país una generación de poetas, narradores, cineastas, dramaturgos y plásticos, que con criterio cronológico la historia cultural ha designado Generación del 60, para la cual Borges representaba un paradigma estético, aunque no compartiesen su postura política. Esa huella se advierte en el cuidado estilístico de muchos jóvenes narradores y en el coloquialismo de buena parte de los poetas que publicaron por entonces sus primeros libros. Ciertos desplantes reaccionarios ni siquiera provocaban demasiada indignación (esperable en un contexto tan politizado): se conocía su espíritu irónico y hasta el golpe de 1976, se le dejaban pasar como exageraciones o juegos sus elogios a la censura o su culto por los entorchados y las hazañas bélicas. En tanto, se aguardaba cada nueva publicación con renovada expectativa, algunos porque esperaban un tropezón ideológico que permeara sobre su obra, otros porque intuían un enriquecimiento, una mirada original sobre algún tema remanido, una idea iluminadora, un destello destinado a zonas privilegiadas de la memoria.
A partir de la obtención del Premio Formentor, que compartió con Samuel Beckett, en 1961, el nombre de Borges produjo primero curiosidad y luego, como corolario, trascendencia internacional. Hasta ese momento, fuera de traducciones francesas y una antología de cuentos vertidos al italiano, era poco lo que se sabía de su obra. Pero con motivo del galardón, aparecieron en pocos meses versiones al inglés y al alemán. Fue el comienzo de una cadena de reconocimientos: se multiplicaron ensayos sobre su obra, incontables tesis universitarias se centraron en minucias de su literatura, se reiteraban los doctorados honoris causa , su nombre aparecía una y otra vez entre los candidatos al Nobel. La fama lo había alcanzado.
Sin embargo, esos oropeles que rodeaban "al otro Borges", no le alcanzaban al Borges real, el hombre, para orillar cierta mínima felicidad. "Al otro Borges es a quien le ocurren las cosas [ ] Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica", escribió hacia 1960. Doce años después ya era despiadado con su doble: "Minuciosamente lo odio. Advierto con fruición que casi no ve", definió en El oro de los tigres . Porque más allá de su humor, de sus frecuentes ironías, de los lujos de su conversación, de sus brillantes conferencias, de su implacable memoria, de sus desplantes ideológicos, en el territorio de la poesía, allí donde no caben mentiras ni disfraces, en ese mundo de repliegues siempre autobiográficos, Borges elaboraba máscaras para esconder sus frustraciones amorosas, su dolorosa resignación ante la ceguera, su profunda soledad.
Para estas confesiones eligió los rostros de otros escritores (reales o apócrifos) como un instrumento para encubrir sus "humillaciones y fracasos", los verdaderos rasgos de su alma: su timidez, su temor al rechazo o lo que él juzgaba sus torpezas sentimentales.
Ya en uno de los poemas de El hacedor (1960), escribía tras un seudónimo ( Abulcásim el Hadramí) :
El círculo del cielo mide mi gloria,
las bibliotecas de Oriente se disputan mis versos,
los emires me buscan para llenarme de oro la boca,
los ángeles ya saben de memoria mi último zéjel.
Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia,
ojalá yo hubiera nacido muerto.
Parecería no haber demasiada diferencia con el soneto escrito a dos días de la muerte de su madre, en 1975: "He cometido el peor de los pecados/ que un hombre puede cometer. No he sido/ Feliz [ ] No me abandona. Siempre está a mi lado/ La sombra de haber sido un desdichado". Más de una vez, Borges abominó de este poema ("El remordimiento") por considerarlo sentimental. Parecía avergonzarse de haber dejado traslucir sentimientos: más cómodo le resultaba buscar nombres literariamente prestigiosos para utilizarlos como disimulados alter egos: Spinoza, Gracián, Whitman, Emerson. Su escepticismo ante el posible número de lectores de poesía lo llevaba a pensar que serían muy pocos los que llegarían a descubrirlo. Tras la muralla de datos reales de las biografías de los retratados, Borges deslizaba, en los intersticios, fragmentos de su propia imagen. Se había acostumbrado desde muy joven al manejo sutil de la metáfora y el símbolo y ahora echaba mano a una nueva relación con el revés de las palabras, con sus brillos ocultos: la máscara.
La máscara no le era nueva: años antes, a exactamente un mes del golpe militar de 1943, que él suponía el triunfo del nazi fascismo, publicó en LA NACION su "Poema conjetural". Utilizando el recurso del poeta inglés Robert Browning en sus Dramatis personae (1864), Borges imagina el monólogo de su ancestro Francisco Narciso de Laprida, que en 1816 había presidido el Congreso de Tucumán, en el momento en que iba a ser degollado por las tropas federales de Félix Aldao. El suceso, estrictamente histórico, le brindó la posibilidad de traducir el contexto que le tocaba vivir en el marco de sus propios temores, para trazar una obra maestra donde desliza su propia circunstancia: "Vencen los bárbaros, los gauchos vencen". Y agrega: "Al fin me encuentro/ con mi destino sudamericano". Al respecto se ha escrito largamente y nuevos ensayos arrimarán en el futuro otros abordajes al poema, pero con respecto a la aceptación del destino que le había tocado en esta parte del mundo, se pude agregar que a lo largo de toda su vida Borges pudo haberlo eludido; otros escritores contemporáneos eligieron París, más tarde Londres, Barcelona, Nueva York. El autor de Historia de la noche optó por ejercer su "destino sudamericano" y demostró que era posible escribir en argentino, sin prejuicios ni sentimientos de inferioridad, y estructurar una mitología sobre la base de un tema aparentemente menor, como el de los cuchilleros que a fines del siglo XIX habitaban las orillas de Buenos Aires. "Una mitología ensangrentada/ que ahora es el ayer. La sabia historia/ de las aulas no es menos ilusoria / que esa mitología de la nada./ El pasado es arcilla que el presente/ labra a su antojo. Interminablemente", según definió Borges en uno de los poemas de cierre de su último libro, Los conjurados (1985).
Desde principios de la historia, el hombre inventó la poesía como una forma de homenaje, alivio, catarsis o traducción de ideas y sentimientos, como instrumento de exorcismo y de lucha contra la muerte. También como una máscara autobiográfica. Borges llevó este autoocultamiento a buena parte de su obra; acaso no imaginó que en el futuro un aluvión de chismosos eruditos dedicarían sus afanes a descubrir sus más recónditas entretelas y pudores, o las secretas u ostensibles destinatarias de sus textos. Existe otra posibilidad: acaso el método constituía sólo otro guiño de un tímido que jugaba una vez más con sus posibles lectores, incluso con aquellos que aún no habían nacido, y de paso daba trabajo al creciente ejército de críticos de todo el mundo dedicados a diseccionar su obra.
Mi última visita
Nunca fui su amigo. Me hubiera gustado. En cambio, lo entrevisté unas catorce o quince veces en función periodística. Su extremada cortesía siempre permitió el desmedido asedio de los medios y yo no fui la excepción. Borges se encargaba de facilitar el diálogo, en especial si la conversación se centraba en la literatura. Una memoria implacable sorprendía al interlocutor: no titubeaba al citar un texto. Parecía estar leyendo en ese momento las frases de libros que había recorrido hacía décadas. (Debe tenerse en cuenta que desde fines de 1954 su ceguera le impedía leer.) Su personaje Funes, el memorioso, daba la impresión de ser uno de sus tantos reflejos autobiográficos.
Mi última charla en su departamento de la esquina de Maipú y Marcelo T. de Alvear se produjo hacia mediados de 1985. Concluida la grabación televisiva, cuando se fueron los técnicos, me sugirió que me quedase a conversar. Parecía evidente que no quería estar solo. Bromeó sobre ciertos malos versos de Lugones, al que por otra parte admiraba. ("Son horrorosos", lapidó.) Evocó las calles del Palermo de su infancia, y cuando le conté que yo vivía frente al zoológico, recordó: "La gente entonces lo llamaba Las fieras" , y pareció trazar un recorrido por las viejas jaulas, brindándome una ubicación minuciosa de sus animales preferidos.
Le pregunté si era cierto que hacia 1932 había pretendido suicidarse, según le había confesado alguna vez al crítico Donald Yates. Desde la grabación de aquel día, hoy su voz me confirma: "Estoy a punto de cumplir 85 años, lo cual es una exageración. Cuando yo era joven pensaba en el suicidio, pero ahora no tiene sentido, en cualquier momento sucede sin que yo intervenga".
Reiteró que le parecía absurdo que se juzgase a un escritor por sus ideas políticas. "No puedo entenderlo", se lamentó. En los últimos tramos de la charla, próximo a despedirme, me invitó a conocer el dormitorio de su madre y me mostró un retrato en tonos de verde. "Todos dicen que está igual", explicó. Acaso para no desilusionarlo, nadie había querido decirle que la imagen carecía de cualquier parecido con su madre, muerta una década atrás.
Anochecía. Cuidadoso de los modos, me acompañó hasta el ascensor, estrechó mi mano, me pareció que la retenía y mientras cerraba la puerta preguntó: "Yo soy un hombre ético ¿no? ¿Usted qué piensa?" Lo dijo como si no existiera interlocutor, parecía hablar consigo mismo. Meses después viajó a Suiza. No volví a verlo.
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