Jorge Herralde: "Como un caballo encerrado mucho tiempo, salí galopando y no paré"
BARCELONA.- A los 84 años, Jorge Herralde sigue yendo cada mañana a su despacho, en el que no hay pantallas. "El ordenador me lo robaron", bromea. El último mohicano de la edición, para usar el apodo que le viene por uno de sus primeros libros, es un animal completamente analógico. "El bolígrafo y los post-it son mis elementos de trabajo preferidos", confiesa.
El caos de su mesa, atestada de manuscritos, libros y papeles, sorprende tanto como las dimensiones de ese legendario imperio literario que ya forma parte de la educación intelectual de todos nosotros. La editorial que fundó hace exactamente cincuenta años en unas oficinas aún más modestas a media cuadra, en el mismo barrio de Sarrià, en la zona alta de Barcelona. Un imperio que vendió de forma escalonada a partir de 2010 a su amigo Carlo Feltrinelli, pero que sigue dependiendo de él. Herralde celebra el aniversario de Anagrama con Un día en la vida de un editor y otras informaciones fundamentales. Es un voluminoso y delicioso "patchwork de textos o un mosaico de virutas editoriales" con el que repasa medio siglo de oficio a través de 44 textos de muy diversa procedencia, entre discursos, entrevistas, recuerdos, perfiles y artículos.
-Usted apuntaba a la izquierda heterodoxa y a la contracultura bajo el franquismo. ¿Anagrama fue una anomalía?
-En los 70 la editorial luchaba contra el franquismo y partir de los 80 juega en la liga de los grandes grupos sin serlo. Anagrama siempre es un peso pluma contra pesos pesados. No se limitaba a la izquierda y a la contracultura, sino a rehuir lo obvio, a buscar nuevos autores y rescatar a negligidos, siempre tras la excelencia. Incluso a hacer de agente de muchos de ellos, como Bolaño, Javier Marías, Vila-Matas. Toda una rareza de la editorial, por su persistencia, es la política de autor.
-El raro es usted.
-[Risas] No lo soy deliberadamente.
-¿Qué le dio a ese joven ingeniero para meterse en esto?
-Terminé la carrera, pero no tenía vocación. Fantaseaba con otros proyectos y tenía una idea recurrente. Fumaba y bebía mucho por esa época. Recuerdo que un día a principios de 1967 estaba destrozado y decidí parar. Llamé a mi gran amiga Esther Tusquets, que había empezado con Lumen en 1961, y me hizo una carta para François Maspero, que era el editor de izquierda por antonomasia. Armado con esta carta me fui a París, visité librerías y a otros editores, como Jérôme Lindome, de Éditions de Minuit, que era uno de mis preferidos por esa combinación de audacia política y máxima exigencia literaria. Volví y en un año y medio preparé de la nada la editorial. A los tres meses, en un rapto de audacia, contraté a una secretaria. Luego, a otra y a un ayudante de producción. Con ese equipito publicamos en los primeros diez años 400 títulos.
-¿Y la época más dura a nivel empresarial?
-Poco después, a finales de los 70. Con la economía debilitada por los secuestros, la crisis de la distribuidora, los problemas de cobro con América Latina, cuando publicábamos en los Cuadernos a Lévi-Strauss, Foucault o Lacan, que no eran precisamente best seller. Todo ello agravado por el famoso desencanto de la transición. Muchos dejaron de leer libros políticos y cerraron revistas. Una librera amiga me decía que sus clientes, que antes leían a Lenin y a Mao, entonces leían a Chandler y Highsmith. Nosotros publicamos en 1982 ocho libros de Highsmith y en 1982, La conjura de los necios. Con este paquete se reflotó Anagrama. Entonces decidí una noche de insomnio convocar un premio de novela, porque ya había pasado el imperio de la novela experimental y atisbaba un espacio para la nueva narrativa española. Tuvimos suerte porque llegarían Álvaro Pombo, Sergio Pitol, Luis Goytisolo...
-¿Por qué no escribió todo esto en unas memorias al uso?
-Porque me aburría muchísimo contar una historia lineal. Además, durante muchos años escribí a pedido. Mi pretensión eran formar un mosaico con materiales de procedencias distintas. Con textos dispersos y fragmentarios armar una crónica de mi proyecto editorial y de la historia de la edición internacional.
-¿Por qué es tan discreto? Uno busca en vano en su libro nombres como Javier Marías o Vila-Matas...
-Siempre me he resistido a hacer ajustes de cuentas en mis libros. Podría decir, de manera truculenta, para que no mancharan el libro personas apestosas... [Risas]. Pero estos son dos casos muy distintos, porque es cierto que con Vila-Matas no hemos tenido ningún contacto ni acercamiento desde que se fue de la editorial, pero yo no tengo nada contra él. En cambio, con Marías fue un enfrentamiento de una enorme virulencia a lo largo de cuatro años, que está reflejado en nuestros archivos. Pienso que sería muy interesante que se publicara algún día esa correspondencia, porque le haría una dura competencia a la correspondencia entre el editor de Suhrkamp Siegfrield Unseld y Thomas Bernhard.
-¿Aún sueña con tener a Borges?
-Es una espina clavada que me hubiese gustado publicar. Siempre he hecho política de autor, pero Borges era especial. Le dije a Andrew Wylie que si hubiera alguna cosa suelta me encantaría. Me respondió con una carta de cuatro páginas con toda su obra con precios detallados en tapadura y bolsillo. Cuando nos encontramos le dije: Andrew, no estás muy enterado de la relación de estos derechos, porque lo publica Emecé desde hace siglos y Alianza en España con contratos recientes. Eso fue a finales de los 80, pero al cabo de los años se publicó en muchas otras editoriales...
-¿Cuándo descubrió Latinoamérica?
-Muy pronto, gracias a editoriales como Losada, Sudamericana, Fondo de Cultura Económica, que me nutrieron a los 20, más las editoriales españolas. Mi primer viaje a América Latina fue en 1973. México es de lejos el país que más he visitado; además, lo he recorrido sin la dictadura de ser editor, porque durante años hemos ido con Lali [Gubern] de vacaciones y fui muy amigo del círculo de izquierdas de Mosniváis, Pitol, Tito Monterroso, del que publiqué seis títulos, y luego a los más jóvenes.
-Cosa que se refleja en catálogo...
-Pero diría que la Argentina es el país latinoamericano que cuenta con más autores en el catálogo de Narrativas Hispánicas: Leila Guerriero, Mariana Enríquez, Carlos Busqued, para no nombrar autores tan importantes como Piglia, Pauls, Caparrós, Martín Kohan...
-¿Por qué Anagrama nunca fue muy amiga de las agencias literarias?
-Rebatiría la máxima. A excepción de Balcells, mi relación con las agentes siempre ha sido entre muy buena y buenísima. Incluso de amistad, como Antonia Kerrigan, María Linch, Gloria Gutiérrez o a nivel internacional, Deborah Rogers, importantísima para la importación de Anagrama de autores británicos. El primer autor del dream team que publiqué fue McEwan, con un libro de relatos truculento, cuando lo llamaban Mr. Macabro. Entonces no tenía competencia porque eran chicos desconocidos...
-Ya que nombra a Balcells, ¿cómo fue su relación?
-Tuvo muchos altibajos; cuando la conocí en Cadaqués, en 1968, se quedó prendada conmigo. Le enseñé las primeras maquetas de Anagrama y fue una relación de gran complicidad. Durante mucho tiempo cenamos al menos una vez al año. Rivalizábamos en contarnos chistes y en decir maldades, sin parar de reírnos. Pero Carmen era una fuerza de la naturaleza y siempre se atravesaba la cuestión profesional. En la intimidad le decía: "Tú, Carmen, eres como Santa Claus para tus autores y como Orson Welles en Sed de mal para los editores".
-La única confesión que hace aquí es que padeció tuberculosis a los 22 años...
-Puede que ese fuera el germen de la editorial. Pasé un año leyendo como un poseso y descubrí a Sartre. Yo era un chico rebelde de buena familia que detestaba el orden burgués. Sartre me ayudó a canalizar esos sentimientos y empezaron mis ensoñaciones editoriales. Doce años de ensoñaciones, era como un caballo encerrado en el box demasiado tiempo, entonces salí galopando y no paré.
-¿Qué les diría a los jóvenes editores?
-No busco ser ningún modelo. Les diría que persistieran editando lo mejor posible. Sé que en algunos casos coexistirá junto a la admiración el deseo de matar al padre.