Jorge Cruz: adiós al último testigo de la época dorada de la cultura y la literatura nacional
A pocos meses de cumplir 93 años, murió el periodista, escritor y docente; fue jefe del tradicional suplemento literario de LA NACION
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Jorge Enrique Cruz (30 de septiembre de 1930-29 de junio de 2023) fue uno de los últimos testigos de la época dorada de la cultura y la literatura argentina del siglo XX; si no, el último. José Claudio Escribano, cuando se enteró de la muerte del que fue jefe del Suplemento de Cultura de este diario, dijo: “Ha muerto uno de los periodistas e intelectuales más cultos y dignos que he conocido”.
Como escritor, periodista y docente, Cruz tuvo una destacada y prolífica trayectoria en todas las actividades que encaró. Su inclinación por las artes y, en especial, por la literatura lo llevó a recibirse de profesor de Enseñanza Secundaria Normal y Especial en Letras, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA; además, se graduó en Lengua y Literatura Italiana en la Asociación Dante Alighieri. La música era una de sus pasiones; desde chico, le interesaba particularmente la ópera italiana. En esa época, las décadas de 1940 y 1950, no había subtitulado. Eso lo llevó a la Dante Alighieri y le reveló la gloria de la literatura italiana: Petrarca, Dante, Ariosto, Leopardi, D’Annunzio, Pirandello y las dos generaciones de posguerra; sin hablar del arte: le sirvieron de guía los libros del historiador y esteta Mario Praz, al que tradujo. De la literatura española, Cruz prefería los clásicos, y los autores del siglo XIX y XX, entre ellos Benito Pérez Galdós. La dirección de correo electrónico de Jorge no llevaba ni su nombre ni su apellido. Se identificaba simplemente como “galdosiano@...”.
El teatro de prosa era otra de sus debilidades. Conocía muy bien las obras canónicas, pero también seguía las novedades y las vanguardias. En el acto de incorporación a la Academia Argentina de Letras el 23 de octubre de 2003 su disertación fue “Teatro del absurdo y realismo argentino”.
Ingresó en LA NACION como corrector cuando era un muchacho y después pasó al Suplemento Literario. De inmediato, se hizo evidente que ese era el lugar para él. Cruz tenía una gran admiración por Eduardo Mallea que perduró hasta el final de su vida. Conocía sin baches la literatura argentina del XIX y del XX. Para alguien interesado en libros, estar en el Suplemento era el “sueño del pibe”. Por allí pasaban Borges, Bioy, las hermanas Ocampo, las bellas hermanas Carmen Rodríguez Larreta de Gándara y Agustina Rodríguez Larreta de Álzaga Unzué, Manuel Mujica Lainez, los grandes poetas, Girri, Murena, Olga Orozco. La simpatía, la gentileza y la inteligencia le valieron la amistad de todos. Una vez cada quince o veinte días, quienes manejaban el Suplemento organizaban un cóctel para los colaboradores en la Redacción y se formaba una tertulia en la que Cruz y María Esther Vázquez competían en payadas con letras de ópera.
Era inevitable que escribiera libros y, también, artículos, reseñas y críticas de teatro. El papel de crítico le abrió las puertas de todas las salas, incluida la del Colón, donde tuvo su sillón en el palco de los especialistas que concurrían con partituras en mano y linternas. Él estaba atento al ingreso de la escritora Inés Malinow, que siempre llegaba al palco vestida de un modo que llamaba la atención por la elegancia y, al mismo tiempo, por la audacia. “Ese palco –decía Jorge– fue mi facultad de historia de la música y del arte”. Más tarde, se desempeñaría como profesor adjunto del Departamento de Historia de las Artes, orientación Historia de la Literatura III de la UBA, y daría clases sobre temas teatrales y literarios en distintas instituciones. Obtuvo las becas del Fondo Nacional de Teatro para críticos dramáticos (1968), de Inter Nationes, República Federal Alemana (1968) y del Mozarteum (1977).
Su primer libro fue Eichelbaum (1962), al que le siguieron Genio y figura de Florencio Sánchez (1966) y Genio y figura de Manuel Mujica Lainez, con el que obtuvo el Primer Premio de Ensayo Ricardo Rojas. Se ocupó de la edición de los números de Sur dedicados a Eduardo Mallea y a Manuel Mujica Lainez.
El conocimiento profundo que tuvo de la obra de Manucho fue el resultado de los muchos años de camaradería en la redacción de LA NACION, de la amistad que lo unió a la familia del novelista y al círculo de sus amigos, poetas y narradores que se agrupaban en torno al autor de La casa. Esa es una de las razones que explica la calidad del “Genio y figura” dedicado a este. El comienzo es la descripción de uno de los cumpleaños de Manucho en su casa de Belgrano, una fiesta a la que iba “todo el mundo”. Cruz, en pocas páginas, da una idea perfecta de lo que eran esos “saraos”, la palabra que usaba la revista Primera Plana: glamour, frivolidad, brillo, ingenio y sobredosis de esnobismo.
Siempre le gustó estar al tanto de lo que estaba pasando, por eso, casi siempre aceptaba ser jurado de certámenes. Lo fue de los concursos de Argentores, Jockey Club, Fundación Antorchas, ADEPA, Premio Literario LA NACION, Konex, Fundación Victoria Ocampo. Cuando, en 2006, se incorporó en la Academia Argentina de Periodismo, su disertación fue “Indro Montanelli. Las lecciones de un gran periodista”, el protagonista de la conferencia era uno de los personajes preferidos de Jorge, cuya obra había seguido durante décadas. Lo tenía como ejemplo.
Durante 20 años, Cruz trabajó en la Academia Argentina de Letras, de la que llegó a ser vicepresidente y en la que presentó numerosas comunicaciones para las que se preparaba durante meses, a pesar de que tenía un tiempo muy limitado de exposición: veinte minutos. Gozaba haciendo la investigación. Había descubierto YouTube e internet. De pronto, tenía todo a mano. Sosteníamos largas conversaciones telefónicas (de una hora y media a dos), en las que me comentaba las cinco versiones de una misma ópera encontradas sólo con sendos clics. Me decía: “Doy gracias al cielo, por haber llegado a ver todo esto, por tener a disposición todas las grabaciones de ópera que existen, por poder ingresar en las bibliotecas de las universidades extranjeras, por viajar desde mi sillón. Nunca conocí el aburrimiento. Y ahora, mucho menos, gracias a la computadora”.
En los meses finales, se había entusiasmado con el cine italiano que desconocía. Vio todo: las películas de los grandes directores y las comedias “a la italiana”. Cada charla con él era una inyección de vitalidad. Toda su existencia se había ocupado de difundir lo que amaba en diarios, revistas, conferencias, traducciones. En el ocaso, seguía desplegando su inquietud generosa.
Hasta el final lo acompañó la elegancia, la discreción y la dignidad que era la brújula de sus acciones. Siempre, en algún momento, a pesar de las molestias, del dolor, surgía la voz joven, como si estuviera en la plaza San Marcos de Venecia, bajo la sombrilla que protegía su mesa y el helado del café Florian. Italia le había brindado no solo la belleza, sino también los honores. Lo había hecho Cavalliere Ufficiale dell’Ordine al Merito della Repubblica Italiana. España lo había nombrado miembro correspondiente de la Academia Española. ¿Qué más?
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