Joan Margarit, el arquitecto de las palabras
Al morir, el poeta catalán, Premio Cervantes 2019, dejó terminado el libro “Animal de bosque”, y su discurso de recepción del galardón inédito.
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El covid nos arrebató en abril pasado su discurso de recepción del Premio Cervantes 2019 en la tradicional ceremonia del paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. Pero no fue lo único que se llevó por delante el año funesto de la pandemia, porque semanas antes de esa cita fallida, el máximo galardón de las letras hispánicas Joan Margarit (Sanahuja, Lérida, 1938) conocería la fragilidad del poeta, no la de su poesía que permanecerá incólume como las obras arquitectónicas que también dejó a la posteridad y por las que también fue premiado.
“Mi mes de marzo fue descubrir que tenía un linfoma sin saber de qué tipo era. Un mes tratándome con aspirinas, porque no podía entrar a un hospital a hacerme una biopsia”, le contaba a este cronista hace pocas semanas, a principios de enero, el autor de Joana (2002) y señalaba que las víctimas colaterales de la pandemia serían los enfermos graves, como en su caso, privados de un diagnóstico precoz a causa de la saturación hospitalaria. Sin embargo, Margarit se mostraba animado y lúcido entonces: “del bigote para arriba, perfecto”, decía y, en buena medida, agradecido del año de estricto confinamiento junto a su mujer Raquel, porque le había permitido acabar un nuevo libro de poemas. “Toda la vida he deseado estar confinado, pero no lo llamaba así. Le daba otros nombres, como soledad”. El libro se titula Animal de bosque o Wild Creature, en la versión inglesa de su traductora Anna Crowe, que será simultanea. Pero verá finalmente la luz de manera póstuma, porque Joan Margarit falleció ayer, según un comunicado de su familia, en su casa de Sant Just Desvern (Barcelona), donde tuvo lugar aquella última conversación.
La enfermedad le ganó la partida al arquitecto catalán constructor de refugios poéticos. Pero no la muerte, ni mucho menos el temor, porque aceptaba su final con la misma sabiduría que obsequian sus versos: “Lo único que te da una cierta distancia con la muerte es la vejez, si te ha cogido leído. Si no es el caso, más miedo tendrás. ¿Por qué yo ahora no estoy atemorizado y tengo un linfoma que no he logrado curar con nueve sesiones de quimioterapia y los servicios que me puede prestar hoy la ciencia? Hombre, porque tengo 82 años, voy a cumplir 83 pronto y me coge leído. Por lo tanto, no me siento estafado, sería ridículo que me pusiera a patalear porque quisiera más. Es la comprensión de lo que está sucediendo, aquello que necesita un poeta más que nadie para hacer un buen poema. Por eso un buen poema es un consuelo también. Ya no hay más tiempo y no vale la pena lamentarse. Esa es la única ventaja de la edad”, decía entonces con toda honestidad.
Y ese consuelo que reclamaba Margarit para la buena poesía no tenía nada de terapéutico. Más bien iba cifrado en el sosiego de la lucidez, en la aceptación del dolor de la vida y la crueldad de nuestra condición efímera.
Esa dureza implacable de una poesía sin concesiones ni paliativos es la que practicó siempre y sintetizaba de manera magistral en unos versos de Casa de misericordia (2007): “Igual que la poesía: un buen poema,/ por más bello que sea, será cruel./ No hay nada más. La poesía es hoy/ la última casa de misericordia”. Así se enfrentó en su último año de confinamiento a la enfermedad, con los cerca de ochenta poemas de Animal de bosque, sobre la muerte, la soledad y el amor, que publicará en edición bilingüe editorial Visor en un par de semanas.
Hombre de naturaleza dual y bilingüe, Margarit aunaba el amor a la ciencia y el ejercicio de las letras en un sólo movimiento creativo. Arquitecto de formación y catedrático de Cálculo de Estructuras en la Universidad Politécnica de Cataluña hasta su tardía jubilación, Margarit no sólo fue el autor de una treintena de poemarios memorables y uno de los poetas más leídos y queridos de las últimas décadas; sino también el artífice de unas cuantas obras arquitectónicas de proyección internacional, como la cúpula, premiada a nivel europeo, del Mercado de Vitoria (1977) o el Estadio y el anillo olímpico de Montjuïc (1989), para no mentar su participación hasta sus últimos días en el grupo de profesionales que dirige las obras de la emblemática Sagrada Familia. Quizá por todo eso uno de sus poemarios más logrados sea Cálculo de estructuras (2005), en el que la precisión matemática se funde con al magia de la palabra.
Hacer una casa
De hecho, Margarit se definía como un arquitecto que construía casa. Aunque tal vez fuera más correcto decir que era poeta que construida refugios de palabras con las que protegerse de la inclemencia del mundo. La intemperie es sin duda el gran tema de su poesía, y así lo reconocía en su ultima entrevista a comienzos de enero pasado. “Puede que el tema global de toda la buena poesía sea la intemperie. Quizá sea la palabra que mejor lo resume. La intemperie del novelista trabaja de otro modo, describiendo un mundo en el que te puedas introducir y te proteja. La poesía tiene otros recursos y simplemente te la cuenta. No la des por sabida, vamos allí y vamos a ver qué hay. Y eso se puede lograr porque misteriosamente es un consuelo. La verdad siempre es un consuelo”, afirmaba.
Y en otra conversación con este cronista de hace unos años era aún más didáctico: “Hay dos tipos de intemperies: la física y la moral. A la primera la resuelven la ciencia y la tecnología, ante la segunda solo tienes la poesía, porque no existe un manual de instrucciones si pierdes a un hijo. La poesía es una herramienta para no hundirte ante la pérdida y el dolor”.
De esto último también Margarit sabía un trecho, porque el citado Joana, uno de sus libros más premiados y aclamados, fue su desesperada reacción visceral a la muerte de su hija. “El libro que más amo es Joana, fue escrito en los ocho meses en que duró la agonía de mi hija, que murió de cáncer de páncreas. Recuerdo que estaba solo en casa y hablé con la poesía. Le dije sé perfectamente que opinas que no se debe escribir un poema en caliente. Yo lo admito y lo secundo, pero esta vez o me lo toleras o no vuelvo a escribir un puñetero poema en mi vida”, recordaba el poeta el mes pasado.
Pero la dualidad de Margarit fue sobre todo lingüística y cultural. De hecho, se inició en los versos en castellano con Cantos para coral de un hombre solo (1963), la lengua de sus primeras lecturas y en la que había sido educado bajo el franquismo. Solía explicar con amargura los coscorrones que recibía en la escuela por hablar catalán y eso también lo cuenta con pericia en sus memorias Para tener casa hay que ganar la guerra (2018). Y no sería sino hasta su cuarto libro, L’ombra d’altre mar (1981) que no se atrevería a intentarlo en su lengua materna, y gracias al acicate de su amigo el también poeta Miquel Martí i Pol. Allí descubrió la magia de un oficio que, hasta entonces parecía negársele porque “pensaba un poema y escribía otro”. Allí comenzaría a labrar su verso lacónico, afilado y engañosamente sencillo, porque conseguía horadar el lenguaje coloquial hasta una expresividad insospechada.
Lo que descubrió entonces Margarit puede parecer obvio, pero no lo es: “Puedes escribir prosa en la lengua que tu sepas, pero con la poesía has de empezar el poema en tu lengua materna. Si pasas revista al canon, verás que no hay un puñetero poeta que no escriba en su propia lengua materna”, explicaba hace un mes.
Y eso es lo que continuó haciendo toda su vida, porque acumulaba versiones sobre versiones en una y otra lengua, catalán y castellano, hasta llegar al poema definitivo, pero el primer esbozo siempre era en catalán. Y la razón por la que, a su vez, jamás abandonó el castellano es un testimonio de su actitud moral, más allá de que con los años y con toda justicia le depararía el Premio Cervantes. “Y qué culpa tengo yo de la Guerra Civil. Nací en plena guerra y eso ha tenido consecuencias lingüísticas... […] cuando me di cuenta de que debía comenzar a escribir el poema en mi lengua materna, me dio una tristeza infinita. ¿Por qué tenía que abandonar el castellano? Decidí que no lo haría. A las injusticias que había padecido no iba a añadir otras”, explicaba en enero.
De todo ello hablaría en «El discurso de las lenguas», su discurso de recepción del Cervantes que la pandemia le impidió leer. Una lúcida reflexión en poder del Ministerio de Cultura español que pronto se hará pública. Y ese será tal vez el postrero regalo de un poeta catalán, defensor convencido de una república catalana independiente, que jamás dejó de componer sus versos también en castellano. Un soplo de aire fresco en el enrarecido clima político y de disputas lingüísticas del reino de España.
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