James Bond vuelve a la literatura
El año último, tras el cincuentenario de Dr. No, primera película del agente 007, los herederos de Ian Fleming le encargaron que reviviera al espía en una novela; el autor de Solo, que acaba de publicar Alfaguara, cuenta en este diálogo en qué consiste el inagotable carisma del personaje y por qué el espionaje produce una fascinación tan poderosa
Justo cuando el espionaje mundial está en la mente y los mentideros del mundo entero, el James Bond literario vuelve a la acción gracias a William Boyd, que restituye al agente 007 en su papel de espía de sangre, carne y hueso haciendo lo que los espías hacen bien y de verdad. Cuando los herederos de Ian Fleming, el creador de Bond, anunciaron que habían encomendado a Boyd esa misión, para los que siguen su obra resultó una decisión idónea. No sólo porque al escritor y a su criatura apenas los distingue una consonante, sino también porque se trata de una labor que a muchos escritores les habría parecido casi imposible. Ya que implica continuar con una tradición añeja que se remonta a 1968, cuando Kingsley Amis (padre de Martin Amis) escribió El coronel Sun, con el seudónimo de Robert Markham, la primera de la serie de novelas que dio continuidad a Bond como protagonista.
Desde la adolescencia a Boyd le apasiona Ian Fleming y su círculo, en el que se encontraban Evelyn Waugh y Cyril Connolly (el cual escribió una divertidísima parodia del 007), por citar a dos señeros, y ya había explorado el espionaje en algunas de sus novelas anteriores, como Sin respiro, ambientada en la Segunda Guerra Mundial, y Esperando el amanecer, situada en la Primera. Así, Boyd, nacido en Ghana en 1952, opta por llevar a Bond a sus tierras de origen y lo envía a una ríspida misión solitaria en África. El año es 1969, el mundo está inmerso en la Guerra Fría, y un Bond más maduro y reflexivo encuentra el amor en las selvas de una incipiente nación destrozada por la guerra civil, cuyos bandos se disputan el control de reservas de petróleo.
Caballero de la Orden del Imperio Británico y Oficial de la Orden de las Artes y Las Letras de Francia, Boyd ha recibido otros múltiples reconocimientos por una obra compuesta de once novelas, libros de cuentos, una recopilación de ensayos y múltiples guiones para el cine y la televisión –entre ellos, la adaptación de La tia Julia y el escribidor–, y traducidas a más de treinta lenguas.
–Fleming fue un escritor que lo ha fascinado desde el principio.
–Había leído las novelas de Bond en mi adolescencia, pero la figura de Fleming es lo que más me ha fascinado: él y su círculo. También me fascinaba Evelyn Waugh. Los dos se conocieron bien, pero sentían una intensa antipatía mutua, aunque eso quizá se debe a que eran muy semejantes: compartían el mismo deseo de morir. Eran bebedores compulsivos, pero Fleming estaba muy adelantado a su tiempo porque le preocupaba mucho su estilo de vida. Representa un determinado tipo de caballero inglés o escritor inglés de la época, como Waugh, Cyril Connolly o Graham Greene...
–Le dio un papel en su momento a Fleming en una novela suya, Las aventuras de un hombre cualquiera.
–Sí, recluta al protagonista para el Servicio Secreto británico. Fleming sólo había sido dichoso durante la guerra, cuando estuvo en la Inteligencia Naval, y luego nunca pudo superar el aburrimiento y la insatisfacción de la vida cotidiana, de ahí su misantropía a pesar del éxito de Bond. Así que volví a las novelas, las leí en orden cronológico con bolígrafo en mano, en busca analítica y forense de cosas que me pudieran servir para mi propia novela de Bond. Todo lo que pueda parecer extraño o inusual en mi novela tiene su fuente en Fleming y en los indicios y pistas que deja.
–Tras la relectura sistemática, ¿qué novelas nos recomienda?
–De las escritas por Fleming, mi favorita es Desde Rusia con amor. También me gustan Vive y deja morir, Casino Royale y Dr. No. Prefiero las más antiguas, aunque la excepción es justamente la última, El hombre de la pistola de oro. Algunos la desestiman, pero creo que es más que buena. Hay que evitar a toda costa La espía que me amó, es una aberración inconcebible, como si Fleming hubiera tratado de darse un tiro en los dos pies a la vez.
–Sin embargo, el estilo de Solo es muy propio, tiene el sello de Boyd: elegante, pictórico y dinámico. Es el hijo de ambos, una especie de nariz de Fleming, ojos de Boyd...
–He escrito sobre John le Carré, Anthony Blunt, Kim Philby y los traidores de Cambridge, por lo que la era de la Guerra Fría me es muy conocida; además, ya había escrito dos novelas de espionaje. Fue una ocasión intelectual y literaria idónea ser invitado a escribir Solo, pues estaba inmerso en el género y la época; de lo contrario, podría haberme sentido algo intimidado. Como estoy familiarizado con la complejidad narrativa que requiere una novela de espías, los giros y los vuelcos de la trama, digamos que fue agua de mi molino. Me dieron casi absoluta libertad, sólo tenía que respetar la tradición. Así que ambienté la novela en 1969, año que recuerdo bien, pues yo tenía diecisiete y era mi primer verano en Londres, al llegar de África. La escribí empleando mi voz y mi estilo, como hago con mis propias novelas, por lo que ocupa un lugar en mi estante junto a las otras, es como un tercer panel de mi tríptico sobre el espionaje: Sin respiro, Esperando el amanecer y ahora Solo, que abarca la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría.
–Comienza con un epígrafe de Wordsworth: "…del sentido y las cosas exteriores/ que emergen de nosotros y se esfuman;/ confusos titubeos de Algún ser/ que se mueve por mundos ilusorios…"
–Siempre me ha gustado esa oda de Wordsworth y me parece una buena descripción del trabajo de un espía. Fleming utiliza un epígrafe en Sólo se vive dos veces, así que me permití hacerlo también. Además, el tema de la desaparición es central en la novela, no sólo se esfuma Bond sino también Kobus Breed, el villano. La última palabra de la novela es "desapareció". Tenemos a un Bond desconcertado, que sólo sabe a medias lo que está ocurriendo y está a medias sorprendido por las cosas: los cambios de identidad, los disfraces y las criaturas que aparecen y se esfuman.
–¿Hay parentesco entre los espías y los novelistas? Tal vez algo del gusto por el voyeurismo; a su Bond le gusta mirar, por ejemplo, cuando cierta vampiresa se desnuda hasta quedar sólo en bragas de encaje rojo... ¡y el travieso Bond va y le roba el pasaporte!
–Sí, claro, se presentan algunos tropismos de Bond que uno hace bien en recordar. Pero hay una interesante coincidencia entre el mundo del espionaje y el del novelista. Creo que observan el mundo de la misma manera, aunque por diferentes motivos. El novelista serio lo mira como un desfile, se detiene en las texturas y los detalles de la vida cotidiana, que son fascinantes, como una fuente inagotable de información y pormenores. Y el espía lo mira exactamente del mismo modo, pero porque quizá eso puede salvarle la vida. Si un automóvil verde se ha estacionado frente a su casa tres días, el novelista empieza a preguntar "¿A quién le pertenece?". Pero el espía se pregunta "¿Hay alguien vigilándome?". La otra semejanza es que ambos son mentirosos y arteros.
–Muchos escritores y poetas británicos fueron espías... Basil Bunting, por ejemplo.
–Sí, o Somerset Maugham, que también lo fue, Graham Greene fue espía. Yo NO soy un espía.
–No lo diría si fuese cierto, ¿no? Pero ambos cobran por mentir.
–Sí, por la elaboración de hermosas mentiras que el novelista ofrece a los lectores como una ventana a la condición humana. El espía construye una ficción también, un pasado, un perfil. Por eso muchos novelistas serios se dedican a las novelas de espionaje, desde Joseph Conrad, en Bajo la mirada de Occidente, o Anthony Burgess, Muriel Spark y luego Ian McEwan, John Banville y yo mismo. Es un género profundamente atractivo porque se abordan todas estas cuestiones humanas pero a lo grande: la duplicidad, la mentira, la traición, la identidad son los ingredientes de toda novela literaria seria, pero en el mundo del espionaje de pronto estos grandes sustantivos abstractos adquieren peso adicional.
–Su Bond tiene un mundo interior muy activo y se ve perturbado por un sueño recurrente.
–Quería distanciarme de las películas; el Bond literario es mucho más fascinante. Y también sentía la necesidad de despojarme de todas las boberías del cine, el parloteo y la pereza mental y volver al hombre que Fleming inventó. Pero no volver a la realidad, porque ¿qué es la realidad?, sino llegar a una realidad que parece más plausible y humana. En mi novela, Bond es más maduro, tiene experiencia vital. Quise introducir la formación de combate de Bond durante la Segunda Guerra Mundial, que Fleming insinúa en algunos pasajes (por ejemplo, en Dr. No hay una referencia al hecho de que estuvo en la batalla de las Ardenas y otra a que estaba presente en Berlín en 1945). Así que inventé una trama de fondo, un contexto muy sólido para un hombre de cuarenta y cinco años de edad en 1969, veterano de la Segunda Guerra Mundial. La puerta estaba entreabierta y la abrí del todo para crear un conjunto de recuerdos inquietantes y perturbadores. Esta técnica ofrece la oportunidad de buenas retrospectivas, paralelas a la actualidad y que plantan las semillas de información biográfica sugerente. Suelo sostener que los sueños de los demás son aburridos, pero en este caso el sueño de Bond es interesante en el contexto de su evolución.
–Y ha cambiado el punto de vista.
–La historia entera está contada desde el punto de vista de Bond, lo cual es inusual, pues Fleming siempre emplea la omnisciencia y, narrativamente, gira en torno al punto de vista de un personaje u otro. En Desde Rusia con amor Bond no aparece hasta la página 70. Soy muy desconfiado de la omnisciencia y nuestro James es un alma atormentada, tiene un lado oscuro y a menudo padece de melancolía e insatisfacciones. Aunque esté tan capacitado y sea duro y a veces hasta muy violento, también es un individuo sensible y con sentimientos. Una de las cosas que más me impactó en la relectura fue advertir cuánto llora Bond en las novelas de Fleming, solloza sin vergüenza y a menudo se conmueve y también vomita cuando ve algo horrible o espeluznante. Así que no sólo es un objeto contundente, sufre igual que todos. Es un espía, no un personaje de dibujos animados.
–Su Bond vuelve a su raíz escocesa. Y por primera vez cumple una misión en África, para sofocar una guerra civil en un país que tiene un extraño parecido con la Nigeria de finales de los años sesenta.
–Bond no es inglés, es medio escocés y medio suizo. Así que he recuperado esa parte. Y una de las primeras cosas que decidí fue ambientar la novela en África. Bond sólo había estado en el África occidental francesa al final de Diamantes para la eternidad, unos cuantos días para derribar un helicóptero y matar a seis personas. Pero mi ambición era crear una novela realista, no un truco publicitario o fantástico o bobo, sino algo crudo y sucio, una misión de verdad. Por lo que se me ocurrió situarlo en medio de una de esas guerritas africanas verdaderamente escabrosas.
–¿Se nutrió de sus propias vivencias en Nigeria como fuente?
–Vivía en Nigeria durante la guerra y me afectó muy profundamente. La guerra terminó en 1970 con la detención del sacerdote fetiche. Fue un error de cálculo terrible por parte del dirigente militar, la moral del ejército se vino abajo, algo que sólo puede suceder en África. Pero quise dar con un problema amplio hacia finales de la década de 1960. No quería que el villano robara dos bombas atómicas o que fuese parte de una organización criminal que intenta apoderarse del mundo. Buscaba algo descarnado, detallado y real. Así que volví sobre mis recuerdos del terruño y empleé muchos detalles de aquella guerra, como en Un buen hombre en África, Como nieve al sol y Playa de Brazzaville.
–En el vuelo a África Bond lee El revés de la trama de Graham Greene, a quien, por cierto, Waugh llamaba "Grisjambon Vert" (gris jamón verde o grey ham green en francés).
–Otra cosa que advertí en mi relectura de Fleming era lo bien leído que era Bond, un autodidacto. Fleming describe las paredes de su departamento cubiertas de libros. Hay incontables referencias literarias, incluso citas recónditas de El paraíso perdido de Milton o de Emerson. ¿Quién puede citar a Ralph Waldo Emerson?
–Emerson dijo que "la creación de mil bosques está en una bellota..." pero eso sería otra conversación.
–Me ha dejado impresionado, no está al alcance de cualquiera. Greene sirvió en Sierra Leona durante la guerra, precisamente como espía, por lo que era perfecto darle la novela a Bond durante el vuelo a África Occidental. Un perfecto juego de ecos. Y Bond esperaba que la novela de Greene pudiera darle una idea más precisa del lugar.
–¡Y como no podía faltar, otro bourbon con soda en el vuelo!
–Todos eran alcohólicos funcionales, era la cultura de la época. Evelyn Waugh comenzaba a beber ginebra a las diez y media de la mañana. Volar en los años cincuenta y sesenta era glamoroso y ocurren muchas cosas en los aviones en las novelas de Bond. He viajado mucho en avión desde África, el primero fue un reconvertido bombardero Lancaster de la Segunda Guerra Mundial. Y después he volado en el Concorde, todo ello en cuarenta años. Hay un gran momento en una de las novelas, en que se narra un vuelo de Londres a Estambul: empecé a contar los tragos de Bond mientras leía, como la ansiosa mujer de un alcohólico. En aquellos tiempos se tenía que parar a repostar a menudo, por lo que primero aterrizan en Roma y bebe dos americanos; después en Atenas, donde toma dos ouzos, y entre Atenas y Estambul, otros dos martinis secos y media botella de vino tinto. ¡Debe de haberse caído del avión a su llegada!
–Y después se habla de Yeltsin…
–Hay una frase tremenda en uno de los libros: "Bond supo que beber aquel gran vaso de whisky, su décimo tercero, había sido un error". ¡Es una botella y media! Algún lector me ha dicho que fue un exceso escribir en Solo que Bond tomara una botella de champán y otra de vino tinto en el primer capítulo. ¡Pero eso no es nada! Además están los fármacos. Bond toma benzedrina habitualmente, algo que no quise poner en mi libro. Solían tomar medicamentos potentísimos para dormir, Evelyn Waugh bebía un vaso de cloral para quedar noqueado de noche y anfetaminas para despertar por la mañana. Estaban hechos un desastre, iban directo a la tumba.
–Su Bond es quisquilloso con sus cosas, una especie de hedonista.
–Bond es un sensualista de la misma manera que lo era Fleming; estaba obsesionado con lo que bebía y comía, con el tipo de café que le gustaba, la mezcla de tabaco de los cigarrillos. A Bond le importa la marca del alcohol en su martini seco. Los detalles son los que crean una figura tan emblemática que lo vuelvan de carne y hueso. Mi ambición era que Bond cobrara vida. Hoy en día nos preocupan esos detalles, pero en aquellos tiempos era algo excéntrico, incluso un poco decadente. Bond selecciona el tipo de algodón que quiere para sus camisas, no le gustan los zapatos que se atan con cordones, sólo lleva mocasines. No le gustan las mujeres que se pintan las uñas. ¿Cuántos espías distinguen la diferencia entre la organza y la seda hilada? Nuestro espía es un hedonista. Y como tiendo a escribir así de todos modos, ya tenía licencia.
–Licencia para retratar. Por ejemplo, su bella mujer en el ascensor ostenta la intensa ventaja proustiana de Shalimar, el mismo perfume que usaba la madre de Bond…
–Bond quedó huérfano a los once años, un dato biográfico muy importante. Por lo que no tiene padres, ni hermanos ni parientes vivos, está realmente solo. Tal vez ése es el origen de su lado oscuro. En mi libro busca relacionarse con una mujer, no sólo quiere sexo ocasional o el de una noche. Se siente atraído por las mujeres y le inquietan en un sentido literal. Es un hombre con sentimientos, y eso es lo que quise retratar, además de que fuma setenta cigarrillos al día y se puede beber con alegría una botella de whisky sin efectos nocivos. Es la vida de un espía durante aquel tiempo, pero alguien psicológicamente complejo, nunca alguien superficial o simplista.
–Se ha destacado especialmente por crear un conjunto de personajes femeninos inteligentes y complejos, desde Hope Clearwater, de Playa de Brazzaville, hasta Eva, de Sin respiro.
–Me gusta cambiar de sexo en mis libros y en esta novela quise crear mujeres de carne y hueso para que el lector o la lectora pueda imaginar cómo mi Bond de carne y hueso se sentiría seducido por ellas. El ardid es olvidarse del tema de los géneros y pensar sólo en la personalidad y el carácter. Al hacerlo, toda cuestión de género desaparece o se resuelve sola. No hay que preguntarse qué haría una mujer si se enfrentara a tal dilema, sino cómo reaccionaría una personalidad como ésa. Un buen escritor sabe cómo son las personas.
–Pero su Bond sigue siendo picaresco, un bon vivant y con él nos enteramos de los secretos de un mundo privilegiado.
–Y me parece que ahí está la clave de su éxito. ¿Cómo es posible que Bond haya perdurado más de sesenta años? En parte, es evidente, porque es un personaje interesante y complejo. Pero también tiene que ver con el mundo en que se desenvuelve, un mundo que Fleming conocía muy bien por pertenecer a la alta burguesía inglesa. Por lo que confiere a Bond esa confianza natural de la clase privilegiada. La gente que ya esquiaba en Austria o Suiza antes de la Segunda Guerra Mundial o iba al calor del Caribe en invierno; no es un invento de los años ochenta... Ese mundo de la elite es el mundo Bond. Se encuentra cómodo en él, a pesar de ser en realidad un muchacho de clase media, hijo de un ingeniero que dejó la escuela a los diecisiete años.
–Con él entramos en un club privado británico.
–Sí, el lector se convierte en socio del club con Bond, pero cuando termina la novela y cierra el libro, también la puerta se cierra. La mayor parte de las novelas se publicaron en los años cincuenta, cuando aún la comida se racionaba. Por lo que escribir que alguien pide caviar y una pequeña jarra de vodka helado en Casino Royale era en extremo exótico. Bond sabe vivir bien, tiene un ama de llaves, se viste, come y bebe exquisitamente, sabe cómo conseguir el mejor servicio, los mejores productos, el auto que quiere, y reproducir esa seguridad, esa confianza, me resultó de lo más divertido. Bond se duchaba constantemente, lo damos por sentado ahora pero a principios de los años cincuenta era el lujo más decadente que se pueda imaginar. Jugué con ello, por ejemplo, cuando Bond está perdido y medio muerto en la selva africana y encuentra una sola papaya colgada de un árbol: cuando empieza a comer recuerda una espléndida terraza de un hotel de lujo en Kingston, Jamaica, donde solía desayunarlas rociadas con jugo de lima.
–Debe de haber investigado exhaustivamente para poder ser tan preciso en los detalles.
–Sí, por ejemplo, quise saber exactamente en qué hotel se habría quedado alguien como Bond en Washington D.C. en 1969. En aquel entonces, era la ciudad más peligrosa en Estados Unidos. Manzanas enteras de la ciudad quedaron reducidas a cenizas cuando asesinaron a Martin Luther King. El miedo a ser asaltado o atacado era palpable. La ciudad ha cambiado mucho desde entonces, y hay que tener claros estos detalles para que las novelas ofrezcan la textura de lo auténtico, para que sean ricas y evocadoras de una época.
–Todo ha cambiado con la llegada de los celulares. Supongo que escribir una novela ambientada en el pasado reciente lo deja claro.
–He escrito novelas contemporáneas y otras situadas en el pasado reciente, por lo que es como una segunda naturaleza y recuerdo ese mundo concreto. Lo que ha cambiado es la velocidad, no los hechos. Nos seguimos comunicando, sólo que de modo más rápido. En el Londres de Dickens había cinco entregas de correo al día, por lo que se podía enviar una carta por la mañana y llegaba a media tarde. En las películas de Bogart siempre están hablando por teléfono. Hay por lo menos cuarenta llamadas telefónicas en El halcón maltés. Era igual pero tardábamos un poco más. Coleridge tardaba dos semanas en ir de Devon al distrito de los Lagos cuando quería ver a Wordsworth. La vida se ha acelerado, pero sigue siendo en esencia la misma.
–Sigue habiendo colegas que traicionan, espías dobles… Sin respiro es una de mis novelas de espionaje favoritas porque trata cómo la traición produce una paranoia inversa.
–Una de las preguntas que planteo en Sin respiro es cuál es el precio por convertirse en espía, o más aún, en un agente doble o un traidor. La respuesta es que la confianza abandona la vida. El ser humano no puede vivir sin confiar en los demás, en un plano muy trivial y en un plano muy profundo. La desconfianza genera una suerte de deshumanización. Se sospecha de todo, se vigila e intenta adivinarlo todo, desde las monedas que devuelve el del quiosco hasta el marido cuando llama por teléfono para decir "querida, llegaré tarde esta noche, tengo mucho trabajo".
–Un mentiroso siempre considera mentirosos a los demás, o un traidor cree que los demás lo traicionan. ¿Cómo se puede volver a confiar en alguien si uno mismo traiciona la confianza de otra persona?
–Por supuesto, si una persona traiciona a otra, rompe la posibilidad de confiar… ¿Cómo se puede pensar que otras personas no harán lo mismo? ¿Cómo se puede confiar en los colegas, en el jefe, en la señora de la limpieza, en el conductor del taxi? Una mentira inicia todo un ciclo de incertidumbre y desconfianza y vigilancia. Sería un infierno vivir así.
–Pero el espionaje ha cambiado mucho desde la llegada de Internet.
–Por supuesto. En la actualidad el espionaje tiene que ver con la estrecha vigilancia, ya no con la misión en el campo. Los héroes modernos son gente como Snowden y Assange, denunciantes, personas con conciencia que revelan secretos de Estado al mundo, pero no son espías. La Guerra Fría dio a la novela de espionaje su gran momento en la historia literaria y creo que se puede argüir que John Le Carré es uno de los novelistas británicos más importantes de finales del siglo XX y principios del XXI. Joseph Conrad escribió sobre los anarquistas en la Rusia prerrevolucionaria, pero no parece tan urgente como Le Carré y la amenaza de la aniquilación nuclear. No hay duda de que el mundo ha cambiado. Y debido a la increíble potencia informática de los países del Primer Mundo, algunos enemigos han empezado a recurrir a las viejas y demostradas técnicas de espionaje. Ben Laden jamás usó celular, sino que siempre enviaba un mensajero, como lo habría hecho su equivalente árabe del siglo XII. El espionaje de baja tecnología puede ser de lo más eficaz. Tal vez el hecho de poder leer y escucharlo todo hará que en el futuro la forma más efectiva de mantener un secreto sea escribir un mensaje en un pedazo de papel y quemarlo después, como lo fue en tiempos de Shakespeare. Vamos hacia adelante a tal velocidad que vamos hacia atrás.
–Usted espía también para el cine y la televisión.
–Sí, ahora soy considerado un "experto en espionaje" para la industria del cine, así que creo que habrá mucho espionaje en mi carrera cinematográfica. Recientemente elaboré una miniserie de seis episodios sobre el ascenso de Hitler al poder. También he adaptado a Evelyn Waugh y otros clásicos de la literatura inglesa.
–También sobre Lawrence de Arabia, otra mítico espía, icónico.
–He terminado la primera de dos películas sobre Lawrence de Arabia. Alguien profundamente complejo, trastornado, y si hablamos de lado oscuro, el suyo es en serio. En buena medida el mundo en que vivimos hoy quedó determinado por la rebelión árabe de 1917, 1918 y la Conferencia de Paz de París de 1919. Lawrence estuvo en todos esos pueblos que escuchamos en las noticias, Aleppo, Damasco, Homs en 1918. Fue el acto más cruel de realpolitik por parte de los británicos y los franceses y todo por el petróleo. ¿Le suena?
–Casualmente, ya trabajó usted en varias ocasiones con tres de los actores que interpretan a Bond.
–Sí, un extraño aviso de mi posterior vida en torno a Bond, como si alguien estuviera tirando de los hilos en alguna parte. Hice una película con Pierce Brosnan en Nigeria, titulada Mr. Johnson. También trabajé con Sean Connery en la película de mi novela Un buen hombre en África. Y dirigí a Daniel Craig en mi única película como director, La trinchera.
–¿Alguna posibilidad de que lleven Solo al cine ?
–Las películas de Bond son implacablemente contemporáneas, casi siempre se ambientan en el mismo año de su realización, y la próxima película de James Bond será en 2015. Ya median más de cincuenta años de la última novela, medio siglo, por lo que la conexión entre las películas y los libros es cada vez más tenue. De las veintidós novelas que continuaron la serie desde que Kingsley Amis escribió la primera en 1966, no se adaptó nunca ninguna.
Solo
William Boyd
Alfaguara
James Bond se despierta en un hotel el día que cumple 45 años. Acaba de tener un sueño asociado a cierto día traumático de la Segunda Guerra Mundial. Boyd retoma el personaje creado por Fleming y lo sumerge en una trama frenética –como corresponde– que lo lleva a África y Washington, pero sin olvidar sus gustos ni dejar de dotarlo de mayor profundidad psicológica.Playa de Brazzaville
William boyd
Alfaguara
El escritor nació y se crió en África occidental, y muchas de sus obras se sitúan en ese continente. Playa de Brazzaville (1990), una de sus novelas más aclamadas, tiene como protagonista a una mujer, una etóloga que trabaja con chimpancés y recuerda –en una serie de complejas historias enlazadas– los sucesos trágicos que la llevaron a vivir en la playa del título.
Valerie Miles