Ivan Jablonka: "Todos crecemos en una sociedad globalmente patriarcal, estamos colectivamente intoxicados. No es fácil reconocerlo"
"Argentina es un lugar acogedor", sostiene Ivan Jablonka (París, 1973). Una rama de su familia, los hermanos de su abuelo paterno, lograron huir del horror y la persecución hacia los judíos en la tercera década del siglo pasado. "Dejaron una Europa en llamas y salvaron sus vidas", celebra. En cambio Mates e Idesa Jablonka, dos jóvenes de 28 y 23 años, fueron detenidos y enviados a Auschwitz. En Historia de los abuelos que no tuve (Libros del Zorzal) narra las vidas de estas dos personas a quienes no conoció, pero que dejaron una huella en su ser. De este modo los rescata del olvido en un texto donde combina la emoción y el rigor documental. Este prestigioso historiador también se sumergió en el doloroso relato de Laëtitia Perrais, una chica de 18 años, llena de sueños y entusiasmo, brutalmente vejada y asesinada. El gran público conoció a este intelectual que se escapa del lenguaje académico en Laëtitia o el fin de los hombres (Anagrama), una de las piezas de no ficción más relevantes de la literatura reciente, una investigación de varios años donde relata el círculo vicioso de la misoginia y el odio contra la mujer. Jablonka se presentará en el marco del Festival Basado en Hechos Reales, el sábado 5 de diciembre, a las 18.30, en una edición virtual a causa de la pandemia, donde recorrerá su obra documental.
Padre de tres hijas, esposo, profesor de Historia en la Universidad París XIII, también se desempeña como coeditor en la editorial Seuil, donde publicaron sus trabajos las mentes francesa más destacadas del siglo XX. Jablonka además publicó un libro –¿un ensayo? ¿un manifiesto? ¿un libro de Historia?–, fiel a su estilo, de difícil clasificación, ahora traducido al español: Hombres justos (Anagrama). En él propone combatir al patriarcado, una utopía cada vez más palpable en diversas sociedades, y la posibilidad de cincelar "nuevas masculinidades". Jablonka reflexiona sobre este y otros temas, y responde vía correo electrónico a LA NACION.
–En el epílogo de Hombres justos confiesa que, en cierto modo, escribir este libro significó una ruptura con usted mismo. ¿Cómo? ¿Fue un proceso doloroso?
–En la casa de mis padres las tareas domésticas se distribuían de manera desigual. Mi padre trabajaba y hablaba más que mi madre. Ella era profesora de francés y era ella la que estaba allí cuando llegábamos a casa de la escuela, y también era la que cocinaba por las tardes. En general, todos crecemos en una sociedad globalmente patriarcal que afirma la superioridad de lo masculino, su legitimidad, su autoridad, su seriedad, su capacidad de crear, etc. Estamos colectivamente intoxicados. Al trabajar en lo masculino me encontré del lado de los dominantes, de los privilegiados. No es fácil reconocerlo. No se trata de ser un hombre "simpático" o "gentil", aunque esas cualidades son importantes. Se trata sobre todo de ser un hombre justo, es decir, consciente de las relaciones de poder y las ventajas de ser hombre. Por tanto, sí, eso supone romper con uno mismo y luchar contra la educación que se ha recibido, los reflejos que se han adquirido, la ideología que se ha forjado, la connivencia masculina que impide que muchos hombres condenen la misoginia y la violencia de género.
–Usted compara a la justicia social con esta idea utópica, según su calificación, que desarrolla y a la que llama "justicia de género". ¿Puede lograrse la justicia de género sin que se haya logrado previamente la justicia social?
–La democracia es inseparable de la idea de justicia. Primero, la justicia civil y penal. Un estado de derecho requiere respeto por los demás, y cualquier transgresión debe ser reparada. Luego, la justicia social y su corolario, la justicia fiscal. No es aceptable que una minoría de los ultraricos administre su riqueza y eluda impuestos, mientras que la mayoría de la gente trabaja y se empobrece. Finalmente, está lo que yo llamo "justicia de género". Tiene como objetivo la redistribución de poderes y responsabilidades entre hombres y mujeres, así como la justicia social supone la redistribución de la riqueza. Dicho de otra manera, la justicia de género caracteriza a una sociedad donde el sexo no se correlaciona con ninguna desigualdad social. ¡Estamos lejos de eso! Cuando observamos las prerrogativas de los hombres en todo el mundo en el trabajo, la política, las parejas y las familias, podemos concluir que nuestra modernidad es defectuosa. La justicia de género y la justicia social deben ser los principales objetivos de una democracia.
–Una de sus propuestas es la de explorar "nuevas masculinidades"? ¿Cuáles son? ¿De qué modo pueden sanar?
–He definido tres masculinidades que permiten romper con el patriarcado. En primer lugar, la masculinidad del respeto, aquella que considera absoluto el consentimiento de los demás. Esta es la masculinidad de #MeToo. Combatir la violencia es necesario y urgente, pero no suficiente. En segundo lugar, la masculinidad de la no dominación se niega a permitir que la masculinidad sea la expresión del poder. Manifiesta la voluntad de compartir la palabra, lo sagrado, las responsabilidades, el tiempo libre. Por último, la igualdad de masculinidad consiste en vivir en igualdad de condiciones, en la pareja y en la familia, pero también en el trabajo, en el espacio público, en las asambleas e incluso en el lenguaje. Vemos que la solución del problema no se encuentra solo en el ámbito privado y psicológico. La justicia de género requiere una acción colectiva, desde el feminismo de estado hasta movimientos como #NiUnaMenos.
–Menciona a Julio Cortázar como una influencia en su obra. ¿De qué modo lo fue él, que está identificado con el género fantástico, mientras su obra explora la no ficción.
–Tiene usted razón. Pero los gigantes de la literatura sudamericana, Borges, Cortázar, García Márquez, no deberían encerrarse en un solo género, como el "realismo mágico". También se reconocieron en el periodismo, la investigación y la investigación en la realidad. Cuando cité a Cortázar estaba pensando en el "viaje atemporal" que hizo con Carol Dunlop en autocaravana, entre París y Marsella. Los autonautas de la cosmopista (1982), un relato extremadamente divertido e increíblemente preciso, basado en fotos, mapas y dibujos. Había algunas cosas en común con mi libro En Camping-car.
–Fue extremadamente cuidadoso y empático cuando conoció y entrevistó a Jessica Perrais, la hermana melliza de Laëtitia. ¿Sigue en contacto con ella?
–Siempre nos hemos mantenido en contacto. Jessica está bien hoy, tan "bien" como tú puedes estar cuando tuviste una infancia destrozada, cuando te violaron y cuando perdiste a tu hermana en un crimen horrible. Jessica pasó por cuatro juicios: el de su padre biológico, el de su padre adoptivo y los dos juicios del asesino de su hermana. Hoy se ha mudado, vive con su novia, trabaja. Esto muestra su extraordinario coraje y fuerza moral.
–La serie Laëtitiase estrenó recientemente en Francia. Su libro tenía el objetivo de probar, y lo logró con creces, que el crimen de la joven no era una mera anécdota. Considera que la adaptación para la TV, destinada a un público más amplio, persigue también este objetivo.
–La serie producida por Jean-Xavier de Lestrade es un gran éxito. Los actores son simplemente abrumadores: las dos hermanas, pero también los adultos que las rodean, así como los hombres que destruyeron sus vidas. Se necesitaba valor para interpretar el papel de violador o asesino. Las elecciones de Lestrade están perfectamente alineadas con las mías: sobriedad, modestia y sensibilidad para entender qué pasó, qué le pasó a él, qué nos pasó a nosotros. Esta serie expresa la dignidad y la fosforescencia de Laëtitia.
–Usted es editor en Seuil. En esta prestigiosa editorial los estructuralistas más importantes de todos los tiempos publicaron sus trabajos (Barthes, Derrida, Genette, Kristeva, Ricoeur, etc). ¿Es este movimiento solo una manifestación del pasado o está presente en la actualidad?
–El estructuralismo como modo intelectual, desde Lévi-Strauss hasta Barthes y Lacan, pertenece al pasado. Pero las humanidades son estructurales por naturaleza. Buscan comprender las estructuras sociales dentro y fuera de nosotros, es decir, la huella de las instituciones –la familia, la escuela, las leyes, las religiones, el género- en las acciones humanas. En este sentido, mi libro Laëtitia es estructuralista. ¿Cómo fue destruida una joven en menos de veinte años, en un país rico y democrático, en tiempos de paz?
–"La historia la escriben los ganadores". Este es un dicho popular, pero quizá los tiempos estén cambiando. ¿Cuál es su opinión?
–La historia no la escriben los vencedores, sino los historiadores. El método de las ciencias humanas (problemática, fuentes, demostración, comparación, debate) es una salvaguardia contra todas las manipulaciones. No me reconozco en lo que se llama la "gran Historia", el relato de las grandes hazañas realizadas por unos pocos grandes hombres. Napoleón, Bolívar, Stalin, Churchill y una docena más son muy pocos para representar a toda la humanidad. En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura Svetlana Alexievich dijo: "Estoy lidiando con la historia que ha quedado atrás". ¡Es una escritora quien dice esto! Yo, historiador, pienso como ella. Mi trabajo es escribir una historia democrática, una historia donde todos cuentan: los niños, las mujeres, los anónimos, los que han desaparecido en cuerpo y alma.
–Emmanuel Carrère, uno de los autores más importantes de la no ficción, está envuelto en un escándalo con su exmujer [ella eliminó partes de Yoga]. ¿Hay límites a la hora de escribir no ficción? ¿Qué opina de este caso?
–Tengo mucha admiración por la obra de Emmanuel Carrère y no haré comentarios sobre un caso del que desconozco los detalles. En lo que a mí respecta, trato de implementar una ética de la escritura: probar lo que se dice, respetar la libertad de los muertos y de los vivos, no traicionar la confianza que los testigos han depositado en ti.
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