Ironías gastronómicas
La cocina actual, y sus pretensiones de arte minimalista y molecular, parece limitar la complejidad alimentaria a un proceso técnico que deja de lado la noble importancia de los ingredientes
En una mesa se oye la voz cantante de un romano que dice en español: "Todo lo que no se mastica no es comida". Dispuesto a resignar el helado, baluarte indiscutible de su tierra, el italiano arremete sin proponérselo contra la cocina del momento con una frase radical. En las antípodas del "espumaje" contemporáneo y el plato minimalista, la recuperación del gesto bestial no se contrapone, sin embargo, a la posibilidad del goce y la sutileza gastronómicos. No es necesario que un alimento atraviese tantas etapas como técnicas para resultar complejo y rico en matices; de hecho, no pocas veces la cocina molecular deja ver que su chiste no es sino la exaltación de un proceder técnico y el abandono consciente de la nobleza del ingrediente.
El problema no es el chiste. ¿Quién puede negar que la humorada es parte constitutiva del arte culinario? La primera ironía: llamarse a sí mismo arte. En tiempos de abundancia, los pueblos han valorado el ejercicio de la medida, incluso hasta el extremo de la abstención monástica, mientras que las historias de escasez nos han devuelto platos abundantes, nos dieron a conocer la voluptuosidad del plato "a la pobre". El humor y la capacidad de conjura propios de la gastronomía hacen la vida más amable y, en algún punto, más vivible.
Si en épocas de hambrunas y pestes lo cotidiano se organiza a partir de una limitación tan real como mortuoria, la escasez de alimentos es una marca que hoy sólo resulta reconocible en el pudor frente a las sobras. Tirar la comida es un pecado laico como la pobreza, porque nuestra experiencia gastronómica supone tanto la abundancia como la desigualdad socioeconómica. Sobre todo cuando es la abundancia la que organiza y jerarquiza los cuerpos.
Hay restaurantes de moda cuyos platos responden a una lógica bien diferente de aquélla de la escasez. El peso de los alimentos desafía la gravedad y la construcción visual se pretende inmortal como alguna importante obra pictórica. El plato que podríamos llamar "degustación" desestima el hambre de tal modo que parece desconocerlo como la condición real de la gastronomía. De hecho, el desconocimiento del hambre y de la tensión irreductible entre necesidad y placer trae como consecuencia la incapacidad de afrontarlo y, de ese modo, poder apropiárselo. Cajas de alimentos básicos o tarjetas alimentarias para los pobres y productos gourmet para los acomodados. La capacidad lúdica comprendida en la gastronomía es separada del uso común y puesta al servicio de determinados clubes, por no decir clases. Ahora bien, que sólo unos pocos puedan jugar habla más del poder que de la capacidad lúdica. Conservadurismos y progresismos coinciden en la repartija estomacal: necesidad de los pobres (como cuando se llama "premium" a un alimento de uso frecuente para justificar su lejanía del consumo popular), placeres barnizados con marketing para los denominados sectores medios y lujos de todos los colores para una raza que parece definirse más por su capacidad de compra que por sus posibilidades de juego.
La comparación de nuestra época con tiempos tempestuosos, según explica el historiador de la comida Massimo Montanari (El hambre y la abundancia), presenta cuerpos diferentes, resultado de alimentaciones diversas, incluso invertidas. Las hambrunas se han combatido con alimentos portentosos y a plato lleno, mientras que nuestra época, apóloga de la delgadez, prefiere vajillas importantes que soportan poco volumen alimentario, aunque gran dedicación en los decorados, aun cuando se dan aires de indiferencia estética. Comer poco es signo de eficiencia en la simbología social y por lo tanto de poder, como señaló Barthes; pero debemos repetir que, en la medida en que el plato de "degustación" resulta un extraño efecto de la abundancia, el desconocimiento del hambre es la incapacidad de hacer una experiencia más real de las tensiones alimentarias. Ciertamente, sólo unos pocos pueden hacer de cuenta que la gastronomía no tiene nada que ver con el hambre. La incitación al placer reinante en el discurso publicitario inscribe el alimento en el circuito cerrado del consumo y más precisamente se refiere a un público acotado definido en términos de target. Cuerpos que comen imágenes, ése es el modelo alimentario que resulta de una pulseada perdida por las economías regionales y las tradiciones populares, ya que la alimentación media en la Argentina depende hoy de capitales concentrados.
Pero en otro nivel, la incorporación del peligro a través del elemento del hambre le devuelve vida a la cocina y le ofrece un carácter universal. A partir de la ligazón de hambre y juego, necesidad y placer no son dos momentos cronológicos sino un solo tiempo complejo, y la experiencia gastronómica es posible para todos, ello es, popular. Al movimiento popular, los cocineros ofrecen lo popular del movimiento…
La gastronomía ostentosa es el olvido más pueril del hambre, mientras son posibles otros olvidos más alegres, como los que juegan a la abundancia en la escasez o los que ven nacer grandes recursos de accidentes culinarios, tal como nos contaron la historia del dulce de leche… ¿Y qué decir de los guisos, ensaladas y revueltos? Son la vocación desnuda de juntar y hacer con poco mucho. Pero no se trata de hacer más o mejor, no se juegan cantidades ni jerarquías, sino la dignidad misma de lo existente. La cocina afirma que eso que hay –mucho o poco, costoso o económico, valorado o degradado simbólicamente–, además de resultar necesario, es suficiente. La insuficiencia es un efecto de mercado.
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A veces en Buenos Aires parece confundirse gastronomía con cocina-espectáculo. Los restaurantes de Palermo Hollywood y la televisión gourmet reenvían la comida al dominio de la imagen, allí donde no huele a nada. Pero también es posible apropiarnos de las recetas televisivas y de los menús del Hollywood tercermundista y hacer una buena digestión aun con la comida predigerida que se nos ofrece. Entonces, deshaciendo unos cuantos pasos, estaríamos más cerca de la deconstrucción que los deconstruccionistas culinarios, quienes sumen la situación alimentaria a una técnica del alimento sin reparar en el principio de relaciones que gobierna nuestro modo de aproximarnos a la gastronomía. Como si una papa hervida en su cáscara, salpimentada, con unas gotas de oliva, no fuera lo suficientemente minimalista y compleja a la vez. Un síntoma de aburrimiento: como si una papa no tuviera nada para ofrecernos.
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En Roma, lejos de la cocina molecular, aún se reverencia al ingrediente, que forma parte del orgullo de los romanos. El cuidado de las verduras y hortalizas, el mayor aprovechamiento que se conoce del cerdo –spuntature di maiale–, el milagro del agua que fluye por los bebederos públicos hablan del respeto por los cuerpos y sus procesos, y de la generosidad como invariable gastronómica.
Al masticar, los alimentos expulsan sus jugos y evocan situaciones vitales, los aromas y sabores se condensan y las texturas producen temblores corporales. El romano tenía razón: "Todo lo que no se mastica no es comida".
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