Intensidad en pocas líneas
Luisa Valenzuela analiza en este artículo la pasión que despierta el cuento brevísimo, género de antigua estirpe que hoy se ve renovado
Para LA NACION Buenos Aires, 2008
No sé si por reflejo de la nueva nanotecnología, por la velocidad de la vida actual o por simple desafío a la imaginación, los cuentos brevísimos despiertan en estos tiempos una verdadera pasión. Microrrelatos los llamamos, minicuentos, textículos.
Noviembre es el mes de los grandes congresos internacionales de microficción en lengua castellana, que se celebran en años pares (Suiza en 2006, Neuquén ya programado para 2008). En el interregno, varios congresos no menos estimulantes se han sucedido en los últimos dieciocho meses: Buenos Aires, Santiago de Chile, Tucumán, entre otros. El auge de este género de antigua estirpe, que hoy se ve renovado y profusamente estudiado, me hace pensar que los cultores del microrrelato constituimos una secta extraña. Nos leemos o escuchamos con la suficiente suspensión de incredulidad -para usar la feliz frase de Coleridge- pero también con el imprescindible contacto con lo real como para enriquecer el intercambio.
En el congreso de Neuchâtel, por ejemplo, cuando David Roas, el autor de Horrores cotidianos , leyó su obra mínima, autobiográfica, sobre la sucesión de habitaciones 201 que le había tocado en un viaje por el norte de España, yo me sentí implicada: 201 era el número de mi habitación allí mismo, en Neuchâtel. Y me abrí al misterio propuesto por el brevísimo cuento de David con una sonrisa algo irónica, como quien sigue un juego, sin sospechar siquiera que no era juego. Era una red en la cual, como le había ocurrido a él, me vería muy pronto atrapada. Porque es bien sabido que la realidad suele tendernos estas trampas para impedirnos olvidar que nosotros también pertenecemos al orden de lo simbólico. Y fue así como llegué a la conclusión que habría de dar pie a una serie de microrrelatos, la 201, cuyo primer exponente me permito transcribir:
Explicación racional de un hecho insólito
En viaje de trabajo por Italia, a la tercera pavorosa reincidencia, entendí que no era cosa de la mera casualidad. No. Y pude empezar a develar el misterio.
Debido a las rígidas restricciones edilicias y a causa de la constante afluencia de turistas, en los viejos hoteles de Europa se ha puesto en vigencia una solución ultrasecreta. En cada uno de ellos hay un cuarto, el 201, que podría llamarse multiuso o mejor milhojas: el desprevenido turista llega, solo o en pareja, se registra en la recepción como corresponde y allí le entregan la llave magnética en un sobrecito que reza "201".
Segundo piso, le dicen. Y el turista sube en ascensor o a pie, para el caso es lo mismo, pero en el acto de colocar la tarjeta en la ranura de la puerta el magnetismo del sistema ultrasecreto lo transporta -sin que se note en absoluto- de este consuetudinario mundo de tres dimensiones conocidas a otro de dimensiones X.
Será un número de dimensiones distinto en cada caso. Y el desprevenido turista entra en esa habitación superpoblada y se encuentra solo, o acompañado por quien lo acompaña en el viaje. Todo allí está en orden, y cuando pide algo al servicio de cuarto, llaman a lo que él cree que es su puerta y le entregan su pedido. Nunca una queja, nunca una falla en el sistema. Y a la mañana siguiente en el comedor del hotel, durante el desayuno, los numerosos huéspedes de la 201 se saludan apenas con un gesto de la cabeza, por cortesía, sin saber que han dormido todos en la misma cama.
Parecería tratarse de una única cama, sí, en la cual dormimos (por eso de que "no todo es vigilia la de los ojos abiertos") quienes nos entregamos a este género superbreve que a lo sumo admite una página, página y media, pero este último caso es tan excepcional como una cama king size . El espacio por lo tanto es acotadísimo aunque, al igual que en el microrrelato, se desdobla en universos de múltiples dimensiones y no hay promiscuidad: cada uno puede disfrutar de dicha cama como mejor le guste. En los Estados Unidos se dice que la novela es como un matrimonio; el cuento, como un romance que puede ser más o menos duradero; el microrrelato, el intenso encuentro de una sola noche. En esa cama, que es la de todos y la de ninguno. Como el lecho de Procusto que nos fuerza a ser concisos al máximo y recortar, recortar sin perder la esencia.
La sospecha de que los minicuentistas constituimos una secta se está viendo confirmada. Una secta feliz, por supuesto, donde la loca de la casa ha bajado del ático para dominar la escena. Con toda desvergüenza la alentamos. La imaginación entonces se adueña de la letra y nos lleva por impensadas sendas. Muy acotadas sí, las sendas, pero llenas de bifurcaciones secretas e inefables que los lectores, esos cómplices, esos compañeros de ruta de la secta, suelen descubrir y frecuentar.
Con el paso del tiempo y de los encuentros, la secta de los microrrelatistas va cosechando adeptos: por ejemplo, personas que antes creyeron estar escribiendo poemas en prosa -como María Rosa Lojo- descubrieron de golpe que estos eran excelentes microrrelatos, o novelistas y cuentistas que van afinando la puntería hasta lograr decir lo máximo con un mínimo de palabras. Todo un desafío.
A esta secta nuestra ya muy máxima del mini se va entrando casi sin querer, sin proponérselo. Pocos, como la prolífera Ana María Shua, llevan escritos más de dos volúmenes completos del género o buscan, como el peruano Fernando Iwasaki en Ajuar funerario , bordar toda la colección alrededor de un tema. Y son menos aún quienes se consagran a Minificciones palindrómicas , como el guatemalteco Óscar René Cruz o el venezolano Darío Lancini. La extensísima bibliografía microrrelatista cuenta con popes teóricos de la talla de Francisca Noguerol (España), David Lagmanovich (Argentina), Lauro Zavala (México) o Juan Epple (Chile).
La nuestra, como puede apreciarse, es una secta o más bien una sociedad secreta incluyente, que admite todas las propuestas y todos los vientos. Una secta como las fraternidades de la Edad Media, de apoyo mutuo, en este caso libre y abierta a todo público. Solo que el público tiene de alguna manera que ser iniciado para poder pertenecer, tanto en su calidad de miembro activo como pasivo, aunque poca pasividad puede permitirse quien lee microrrelatos.
De las sectas se dice que tienden a la purificación, a la iluminación y a la reintegración. A los cultores del microrrelato les ocurre algo parecido: una buena dosis de iluminación es imprescindible para captar esa chispa que generará la minihistoria. Imprescindible también es la purificación del lenguaje, nadie puede negarlo. Y la reintegración ahí cada cual pondrá su granito de arena. Las sectas tradicionales aspiran a reintegrarse al Edén perdido; nosotros, en cambio, quizá aspiremos a recuperar esa pasión por la literatura que tuvimos de adolescentes. Porque cada buen microrrelato está vivo, tiende seudópodos, crece en nuestra mente y se enriquece como si se autogestara con cada lectura.
No hay en la secta un libro canónico, pero sí magníficos editores que esparcen la buena nueva. En España, José Díaz, pongamos por caso, con los originales minilibros de Thule Ediciones. Y en Chile, Cristian Cottet, un poeta que creó los finos libros de Mosquito Comunicaciones, o los pequeños libros tan cuidados de la serie La Luna de Venegas, de Ediciones Asterión. Ha llegado el momento de que algún editor local levante el desafío, más allá de las ricas antologías compiladas por Raúl Brasca y Luis Chitarroni publicadas en Desde la Gente, y se dedique en exclusivo a este género que invita al libro objeto.
Nuestra secta tiene, faltaría más, su contraseña. Fácil resulta adivinarla dado que su espíritu tutelar no puede ser otro que Augusto Monterroso. La palabra clave, por lo tanto, y valga la paradoja, es dinosaurio . Monterroso la puso en marcha en 1959, cuando bajo ese mismo título y respondiendo al desafío de escribir un cuento de siete palabras, anotó las ya clásicas "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí".
Casi todos nosotros, viejos y nuevos miembros de la secta, tenemos nuestros despertares y nuestros dinosaurios. Quien más quien menos ha jugado con la propuesta. Y Lauro Zavala hizo un mundo de esas siete palabras -nueve contando el título- cuando compiló los textos para El dinosaurio anotado , un volumen de 130 páginas que podría crecer al infinito. Acá va un par de mis aportes para una futura edición aumentada:
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. ¡Pobre, qué mala suerte! Una vez más la máquina del tiempo había fallado y tendría que volver a postergar su cita con Spielberg.
Spielberg, debemos reconocer, a pesar de su profusión visual, aportó lo suyo a la secta. Porque el microrrelato puede equipararse al cromosoma de dinosaurio en la panza de un mosquito. Algo mínimo que puede proliferar y crecer hasta desbordar cualquier tipo de fantasía.
Pero de la "serie Tito (Monterroso)" tengo algo aún más breve: " Cuando despertó allí no estaba" . Un aporte más para incorporarme a la Orden de la Brillante Brevedad, para los íntimos OBB, que muy bien podría pronunciarse "¡Oh, bebé!", por lo pequeñitos que son los textos, o bien "O bebe", puesto que hay microrrelatos que son excelentes tragos.
El buen paladar es algo necesario en esta secta. Paqui Noguerol habló en Chile de su disgusto ante el término Fast Fiction . Cuánta razón tiene: culinariamente hablando, lo nuestro sería más bien Nouvelle Cuisine Fiction , algo que viene en dosis muy pequeñas pero elaborado con exquisito esmero y presentado de elegante manera. Siempre recordaré un banquete en la residencia del entonces embajador de Corea en Buenos Aires y su señora, la poeta Lee Kang-won. Cada porción era absolutamente diminuta y de los más variados sabores. Los platitos se sucedían unos a otros, y cada bocado era una nueva sorpresa y un deslumbramiento gustativo. Microrrelatos gourmet al máximo. Pero ¡ojo! había que comerlos con unos muy cortos palitos de plata, especiales para asegurarse de que la comida no estuviera envenenada. Así servimos los microrrelatos, con venenos ocultos no letales, que no necesariamente oscurecen la plata pero siempre hacen correr la adrenalina y que son, como los venenos mencionados por Rudolf Steiner, recolectores de espíritus.
Nuestra secta podría ser totalmente inofensiva si se piensa que despertar la imaginación no es un peligroso acto trasgresor. Pero lo es, aunque no mate a nadie y solo impulse a seguir inventando. Por lo general, los aspirantes a adeptos se acercan a nosotros y con cierto temblor nos muestran alguna página casi en blanco. Solemos acogerlos con toda generosidad en nuestro seno. Ni siquiera somos demasiado exigentes: cada cual aprenderá las exigencias del género con el correr de la pluma. A veces captamos adeptos de manera subrepticia; a veces, de manera involuntaria.
No somos por eso inofensivos. Fue en Neuchâtel, dado su emplazamiento geográfico, donde me surgió esta tremenda percepción que una vez más delataba el poder transformativo de las palabras:
Contaminación semántica
La vida transcurría plácida y serena en la bella ciudad de provincia sobre el lago.
A pie o en coche, en ómnibus o en funicular, sus habitantes se trasladaban de las zonas altas a las bajas o viceversa sin alterar por eso ni la moral ni las buenas costumbres.
Hasta que llegaron los minicuentistas hispanos y subvirtieron el orden. El orden de los vocablos. Y decretaron, porque sí, porque se les dio la gana, que la palabra funicular como sustantivo vaya y pase, pero en calidad de verbo se hacía mucho más interesante.
Y desde ese momento el alegre grupo de minicuentistas y sus colegas funicularon para arriba, funicularon para abajo, y hasta hubo quien funiculó por primera vez en su vida y esta misma noche, estoy segura, muchos de nosotros funicularemos juntos.
Y la ciudad nunca más volverá a ser la misma.
José María Merino, el escritor español autor de La glorieta de los fugitivos, no tardó en subirse al vehículo verbal, y respondió así:
Sorpresa peligrosa
LV nos dijo que acababa de descubrir que "funicular" era un verbo. Al escucharla, el tren, acostumbrado a bajar y subir en una aburrida e interminable rutina, sintió tal sorpresa que se detuvo al instante en mitad de la pendiente. Si no hubiera recuperado instantáneamente el sentido del motor, habríamos caído marcha atrás, cuesta abajo, y seguro que habríamos quedado todos completamente funiculados.
Es el sentido del motor , precisamente, ese hallazgo meriniano, lo que mueve a los cultores de la secta al humor y a la irreverencia. Aunque no es la nuestra una secta que quitará el sueño a los padres si sus hijos se acercan a ella. Al igual que la "secta del Fénix" de Jorge Luis Borges, "[ ] la historia de la secta no registra persecuciones. Ello es verdad, pero como no hay grupo humano en que no figuren partidarios del Fénix, también es cierto que no hay persecución o rigor que estos no hayan sufrido o ejecutado".
La secta del Fénix, por supuesto, tiene su secreto "puedo dar fe de que el cumplimiento del rito es la única práctica religiosa que observan los sectarios. El rito constituye el Secreto". En nuestra secta, más moderna, ocurre lo mismo, y como en la muy antigua, nacida con el ser humano, el rito puede cumplirse -ya lo dijimos- en forma activa o falsamente pasiva. Pero ni mencionamos el Secreto, porque en nuestro caso lo desconocemos y es distinto para cada individuo. En la secta del Fénix puede ocurrir algo similar en el fondo del alma de cada sectario pero la acción es única, repetitiva aunque siempre diversa. En la iteratividad, es sabido, palpita la variación y el goce.
La secta de los microrrelatistas, ningún miembro de la cual es ajeno a la otra oscura secta, tiene una ventaja sobre los antiguos cultores y especialmente las cultoras del Fénix. Durante siglos, a la gente de bien y hasta al mismo difusor de la secta, el nombre del Secreto les estaba vedado, aunque su práctica era en muchos casos rutina. Los microrrelatistas, en cambio, como tantos hoy día, solemos mencionarlo con todo desparpajo pero tenemos el mérito de poder describirlo de la manera más sucinta, a saber: el sexo, ese juego de encastre.
Nuestro problema es otro. No hay nombre para nuestro secreto, es infinito y único como Dios, porque está oculto en todos los repliegues del lenguaje. Lo sacamos a luz con cuentagotas, logrando que se esconda en otra parte. Cosa que agradecemos porque nos impulsa a seguir y seguir por los más inesperados derroteros, teniendo siempre en cuenta, eso sí, las sabias palabras de Meister Ekhart: "Solo la mano que borra puede escribir la verdad".