La despiertan las campanas de todas las iglesias del lugar. Suenan extranjeras las campanas de esta minúscula ciudad de los Balcanes. Suenan a oriente, a incienso, a cúpula bizantina. Tienen su propio idioma estas campanas de la minúscula ciudad de los Balcanes, un idioma inasible para ella y su cansancio de traducir cada minuto de estadía. Un cansancio tan grande que a dos semanas de mirar los elefantes no se ha preguntado por qué. Por qué elefantes.
Hay elefantes en cada piso del hotel. De porcelana. De marfil. De bronce. De todos los tamaños. Uno inmenso en la entrada, la trompa en alto, sobre un pedestal de mármol rosa. Uno en su cuarto, chico, como de juguete, sobre el televisor. Tienen su idioma, también, los elefantes. Pero ella está cansada de traducir. Los años, piensa. Y la sorprende pensar eso, que a cierta edad uno pierde interés en la singularidad de las voces.
No es su caso. Todavía oye la pasión por el mundo a segura distancia, acompañándola secretamente en cada viaje, esa lengua natal que no se olvida nunca, que resiste todas las formas del exilio. La causa es otra.
Se ha quedado más tiempo del previsto en esta remota ciudad de los Balcanes. Más allá del límite de tolerancia, del límite de comprensión, del límite de curiosidad. Límites que circundan imperceptiblemente cada viaje y lo resguardan del vacío donde uno oye las campanas y no hace el esfuerzo de nombrarlas en los idiomas que conoce.
Debería sentir que ahora está a la intemperie, expuesta, vulnerable. Pero no lo siente, como si el ejercicio agotador de traducción que demanda la ciudad ajena la hubiera encerrado en un capullo de insensibilidad. Así que se baja de la cama, obedece sumisa la costumbre de bañarse y vestirse, sin advertir el límite transgredido y ya amenazante en la apaffa con que elige la ropa, en el silencio de las campanas que siguen tocando para otros.
Sale del cuarto. Una mucama la saluda en el idioma de la ciudad. Ella sonríe. Una sonrisa muda y vacua, porque no recuerda la traducción de buenos días que sería justo darle a esa mujer cordial, el buenos días que en tres o cuatro idiomas ha repartido desde su llegada.
Camina hacia el ascensor para bajar al restaurante, al desayuno, al café negro que necesita con urgencia, mientras busca una palabra cómoda de vivir. Una sola palabra de atajo que sirva para expresarse entera. ¿Cuál? ¿En qué idioma?
Camina agachando la cabeza, encogida de frío, de cansancio. Viene de largas jornadas traduciendo para entender, para que la entiendan. De largas noches traduciendo lo que ha visto, paisajes, cosas, gente, a un cuaderno, en el idioma de su patria, ya tan solitario como ella, perversamente inútil. Viene de largas tardes en algún café, rodeada de carteles intraducibles, de jóvenes alegres cuya conversación se le pierde en sonidos y risas a destiempo. Viene exhausta en dirección a la pareja que espera el ascensor.
Sabe que el ascensor tardará, que es un ascensor viejo y lento. Que la espera delante de las puertas creará una obligación con los otros dos. Y por primera vez en tantos días la asusta traducir nimiedades corteses a una lengua que tampoco es la suya.
La pareja no la saluda, no la mira. Hablan entre ellos, en francés.
E1 hombre, de mediana edad, es bien parecido y de voz grave. La mujer es muy alta, un poco más que el hombre. Tiene una lata de gaseosa en la mano, y bebe con sed. Ellos se miran y sonríen. La mujer dice que se ha olvidado los anteojos en la habitación. E1 hombre dice que no importa.
Están elegantemente vestidos. Ella traduce: de oscuro, de negocios, de contratos que discutirán en la sala de convenciones del hotel, de intercambios con la minúscula ciudad de los Balcanes. Están de paso, como ella. La mujer lleva el pelo negro suelto, desordenado, sobre los hombros. La voz ronca, sinuosa, se arrastra hacia la voz del hombre, que tiene un acento cortante, de español.
E1 francés no es el idioma de ninguno de los dos, piensa ella, traduciendo.
Suben al ascensor. Se cierran las puertas. La mujer alta, la alta ejecutiva de traje severo, blusa blanca, chaqueta negra con listones grises, pollera recta, se abotona riendo el último botón de la blusa, olvidado como los anteojos. E1 hombre dice que no importa.
Catalán, traduce ella. Lejos de Barcelona. ¿De dónde es la mujer? Y cierra los ojos para traducirla a un país, al idioma que le da esa ronquera perezosa.
Todavía oye la pasión por el mundo a segura distancia, acompañándola secretamente en cada viaje, esa lengua natal que no se olvida nunca, que resiste todas las formas del exilio
E1 perfume de la mujer de la voz ronca baja sobre los tres, mientras el ascensor baja lentamente. Una lluvia de perfume, traduce. E1 idioma del perfume que cae del frasco derramado por una mano con apuro, sobre el tibio olor de las sábanas y de los cuerpos, sobre el abrazo de la noche, sobre la soñolienta ternura de la que han despertado para vestirse, para salir del cuarto a la carrera, ya en otro lenguaje.
E1 hombre ha dicho que no importa. La mujer se ha reído. Ella traduce. No importa, dice el hombre, el pelo sin recoger, el botón suelto, los anteojos, la sed, el perfume volcado, escandaloso, cuando se hace el amor hasta que suenan las campanas, todas las campanas del lugar sonando para ellos, en su idioma.
Entran en el salón. La mesa del buffet ocupa el centro. La pare ja se sirve solamente café. Ahora están sonriendo, de perfil, sin hablarse.
Ella mira la mesa del buffet, desde su propia mesa. Hay un elefante de marfil, con los colmillos recamados en plata, sobre el mantel y entre las confituras. Por qué los elefantes en este hotel de esta ciudad de los Balcanes. Por qué los amantes en este hotel de los Balcanes. Por qué el paquete de cigarrillos, la llave de la habitación, su mano helada y quieta junto a la taza vacía. Por qué este nudo en la garganta.
Y escuchando el idioma de un perfume, el idioma de un abrazo nocturno, el idioma de un amor satisfecho, comprendiendo el amor de los amantes sin necesidad de traducción, harta de traducir, cansada y sola, se despena hacia el abismo de silencio que han abierto esos dos para ella en esta remota ciudad de los Balcanes, inocentes de su carencia del idioma que podría salvarla.
Tiempo después, en su país y en castellano, con la alegre soltura de la mujer que ha conocido mucho mundo, hablará de las campanas, de cómo suenan en un amanecer extranjero, y contará riendo que se alojó en un hotel con el nombre imposible de Elefante. Pero no dirá a nadie que a pesar del tiempo transcurrido, de otros viajes en que también estuvo a punto de infringir los límites, la mejor parte de sí misma, la que aún buscaba traducirse a suaves palabras de la vida, nunca salió de la minúscula ciudad de los Balcanes, donde ronda como un fantasma, perdida la voluntad de los idiomas.
* Nota publicada en LA NACION el 23 de julio de 1997
¿Por qué la elegimos?
Los viajes, como experiencia personal y literaria, marcan la obra de la escritora y periodista Vlady Kociancich; sus cuentos y novelas, pero también los artículos que escribió como colaboradora en diferentes medios gráficos como LA NACION. En este caso, desde Liubliana, la capital y ciudad más grande de Eslovenia, en los Balcanes, llega otra historia de hotel, uno con elefantes hasta su nombre.
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