Ides Kihlen: cien años de la maga que irrumpió inesperadamente en el arte
Con tres muestras y un libro sobre su obra, se preparan las celebraciones por el centenario de esta pintora que ingresó tarde en la escena, a los 85: "Yo pensaba que no sabía nada cuando pasó esto", dice hoy, infatigable
Ides Kihlen camina con pasos cautos, cortos, de a saltitos. Se sienta al piano y toca una composición suya: pícara, elegante, etérea y misteriosa como ella. Sus manos se mueven con una agilidad inesperada y ella no levanta la vista. En vez de partituras tiene adelante una de sus pinturas. Sus hijas, Ingrid y Silvia, y su nieta Marcela están planeando los festejos por sus cien años, que cumplirá el 10 de julio, pero a ella lo único que le importa es pintar y componer. Así ha sido toda su vida.
En abril empezarán las muestras que alargarán la celebración durante el año. "Una exposición en la Fundación Internacional Jorge Luis Borges, una muestra más íntima en una galería privada y otra más en un importante museo", detallan sus hijas, encendiendo la incógnita de lo que aún no se puede develar por completo. El crítico Jorge Taverna Irigoyen está trabajando en el que será el tercer libro monográfico sobre su obra. Así la describe: "Maga de constelaciones y desciframientos, en la que cosmos contrapuestos abren diálogo a espacios conciliados".
La artista no se inmuta. "No me preocupa la edad. Para nada. Fui muy feliz en mi niñez, tuve padres muy buenos. Y después aproveché todos los años para aprender", dice con una sonrisa color carmín. Sobre el piano hay un frasco de Chloé, su perfume francés. No ha perdido ni el pelo ni las mañas. Vive cada día con fervor, tomada por su vocación: desde las seis de la mañana, cuando se despierta, corre al taller a ver qué hizo el día anterior. Duerme cuando el cuerpo se lo pide y en cualquier lugar (un sillón, la camita que tiene en el taller o en su cuarto, que usa muy poco "porque está lleno de cachivaches"). Reglamentariamente, toma una copa de champagne cada noche y algunos mediodías, con las comidas, aunque las hace cuando se le antoja. Sólo come lo que ella misma se cocina y sin horarios. "Se prepara ensaladas, medialunas con jamón y queso, tortillas y champiñones con jamón adentro. Nada más que cosas ricas y para ella sola", dice Silvia. "Me encanta la cocina sueca. Este año quiero volver a aprender a hacer la masa de hojaldre. Antes me salía perfecta", comenta Ides. Nunca se sienta a la mesa. Está muy ocupada. "A cualquier hora del día o de la noche tengo algo que hacer: cortar una cosita, pintar otra. Esto es un trabajo", dice.
Sus recuerdos más latentes son de décadas atrás, cuando estudiaba en la Academia de Bellas Artes y en el Conservatorio Nacional de Música, a donde su padre le exigió asistir para dedicarse en serio al arte. "«Me traés títulos nacionales», me dijo. No me gustaba estudiar, pero después me hice amiga de mis maestros. Juan José Castro me enseñó a leer la música. Aprendí mucho de Batlle Planas, Kenneth Kemble, Vicente Puig y Pío Collivadino. También de Adolfo Nigro, que lo quiero mucho". Todavía sigue estudiando: vuelve una y otra vez sobre las partituras de Liszt y Debussy. También compone. "Collivadino era terrible, pero era un gran maestro. La única vez que lo vi reír fue el día en que me recibí. Yo iba corriendo por el patio de los talleres a la dirección y me crucé con él. ¿Sabés cómo me saludó? ¡Con un aplauso!", recuerda.
"En mi casa de soltera tenía un piano y mis pinturas en el altillo. Ahí me había hecho un lugar para estar sola. Me traían la comida en una bandeja. El arte es una compañía muy grande", valora. Su matrimonio fue un paréntesis de 17 años: "Yo seguía pintando igual. Primero estaba mi pintura y mi piano, y después mi marido. No era una mujer para estar casada".
Es cierto: es ligera como un gorrión. Apenas supera los 40 kilos y después de una caída ya no puede pintar sentada en el piso. Por eso, hace dos años, vio por primera vez en décadas a un médico. Su hija Silvia se mudó entonces con ella. "Me lo echa en cara", dice. Hizo orden: antes Ides tenía obras desparramadas por toda la casa. Caballetes en cada ambiente y no se podía caminar. Ahora trabaja parada o arrimada a cualquier mesa. Corre de una a otra, siempre apurada. No toma remedios. Ni uno. Siente alegría por las plantas de su balcón (entre el follaje emerge una estatua de Santa Teresita) y disfruta de la compañía de su perrita Xul (por Xul Solar, claro). A veces, sale a pasear en auto. "Pero siento que pierdo el tiempo. Lo principal es siempre el arte".
La historia del tardío destape
Nunca se interesó por hacer una carrera de artista, exponer o insertarse en el mercado. Sigue igual que a los 85, cuando exhibió su primera retrospectiva en el Museo Nacional de Arte Decorativo, recién ingresada al circuito del arte después de una vida de pintura en solitario: la misma vincha negra enmarcando su cara de piel blanquísima y los ojos celestes escondidos detrás de anteojos oscuros. Sobre su atuendo de señora -pollera negra, chatitas de charol, medias de nylon- lleva un delantal manchado, en el que limpia sus pinceles. Lo adornó con brillos y lentejuelas. Pinta sobre aquella alfombra persa que empezó a manchar en su casa de soltera (ahora ya está puesta del revés y de todas formas no le queda más espacio para colores; en ese metro cuadrado puede leerse el mapa de su vida). Pinta en grandes telas, pedacitos de cartón, papel de diario, las páginas de un libro y, en su taller, también se volvieron obra las cortinas y las paredes. "Tengo un ir y volver con los cuadros. Ahora estoy haciendo cosas más abstractas", se define, y señala un papel de diario donde trazó un remolino de sombras.
Estos años de celebridad no parecen haberla afectado mucho. "Yo creía que no sabía nada cuando pasó esto." Un galerista la descubrió en 2002 cuando fue a su casa a tasar unos Fernando Fader. "Me los compró mi padre en el banco, cuando tendría 13 años, y me encapriché con ellos", cuenta. Pero el galerista se maravilló y llevó unas obras a su stand de la galería Arroyo en arteBA. Después vinieron exposiciones en varias galerías (María Casado, Rubbers, Coppa Oliver, Agalma, Lordi), en museos como el de Artes Decorativas, el Macla de La Plata, el Caraffa de Córdoba, y en el exterior, en Italia y Estados Unidos. Y algunos momentos que atesora, como la visita que le hizo el pianista Miguel Ángel Estrella, que tocó para ella, enamorado de su pintura. Y su amistad con coleccionistas como Feisal Nazir Romero Carranza, que compró su primera obra a los cinco años -convenciendo a sus padres, María y Tarek- y hoy, veinte años después, la familia atesora unas 60 piezas y un profundo lazo con la artista. Así es como espera festejar la centuria: pintando, tocando el piano y rodeada de seres queridos.
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