Humo de espiral, remolino de recuerdos
Una geografía emocional y sensitiva de la melancolía de las noches de verano
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En el ocaso del año veintidós, mientras comemos un plato de ceviche en Chan Chan, el encantador bodegón peruano en el barrio de Congreso, mi amiga Mariana Milanesi me cuenta que acaba de terminar un texto. Se trata de un soliloquio que complementa un ambicioso proyecto artístico, que desarrolló en el marco de una maestría en la Unsam. Uno de los títulos que baraja para esa obra es Humo de espiral. Cuando me lo dice, el mundo, mi mundo, se detiene por unos instantes. Como en la escena culminante de Ratatouille (Brad Bird, 2007), donde el abominable Anton Ego, riguroso y temido crítico gastronómico, se desarma frente al plato que le da título a esa genialidad de película animada, y la simpleza de los sabores (y de los aromas) lo remonta a su infancia.
No pensaré de qué están hechos los espirales hasta unos días después, cuando siguiendo el método del sensei Johnny Lawrence, descubra en la Internet que se trata de “una pasta compacta que se hace a base de aserrín de algún árbol como por ejemplo de palo santo y lapacho, corteza de madera pulverizada, almidón soluble, colorante e insecticida como por ejemplo la aletrina”.
El humo del espiral me lleva directo a las noches de los ochenta, a la casa de mis tías Irma y Lidia, en la calle Avellaneda, en el barrio porteño de Caballito. Más específicamente, al cuarto de ese departamento, donde la familia se reunía enfrente del televisor para ver algún partido de Racing en los torneos de verano que se jugaban en Mar del Plata o a alguna película de la Coca Sarli. Recuerdos catódicos con el humo tóxico del espiral como aliado para combatir el embiste de mosquitos hambrientos, en el ocaso de jornadas sabatinas que empezaban al mediodía con una mesa opulenta de sabores caseros (la capacidad de rellenar verduras de mi tía Irma era notable: tomates, zapallitos, morrones, berenjenas…), las célebres milanesas de mi tía Lidia apiladas en una torre de Babel, pollo al horno, ensaladas. Una bacanal de sabor a infancia y un elenco estable que incluía a abuelos, tíos y primos, partidos de generala, la lectura de las revistas de actualidad (con alguna semana de delay) que la tía Irma canjeaba en el Parque Centenario, alguna escapada a la fábrica de Diportto, una marca de ropa deportiva que quedaba en el pasaje Numancia, cruzar al kiosco de Carmelo (el manco) a buscar caramelos y chupetines, o salir a tomar un helado para el lado de la avenida Rivadavia. Para la cena, los restos del almuerzo se complementaban con unas grandes de muzzarella y empanadas. Y llegaba la hora de la tele. O la hora de la magia, como aquella noche que en vez de encender el televisor, mi abuelo Andrés nos contó la historia de su vida, con aventuras dignas de un Indiana Jones urbano y furcios memorables como la evocación de los cielorrasos iluminados llegando a Nueva York (cuando dijo “cielorrasos”, en verdad quería decir “rascacielos”), en un vuelo que transportaba caballos de carrera.
El espiral me trae un remolino de recuerdos. Desde la adolescencia, la intransferible sensación de llegar a casa, prender la tele y encontrar en canal 7 la transmisión de los festivales de doma y folclore, donde los jinetes corajudos se la juegan con caballos bravos, en un refugio del tiempo y la tradición, con las arquetípicas campanadas y la payada como banda de sonido, y los carteles de publicidad analógicos que aún hoy mantienen su inintencional estética vintage. Las noches de verano siempre tuvieron, para mí, una carga de melancolía. La misma que me provoca escuchar la voz de Federico Moura cantando “Pronta entrega”, especialmente esos versos que refieren a esas noches de calor, llenas de ansiedad. Esas noches que evocaron Los Espíritus en una canción homónima y que caben, todas y cada una, en un espiral que se hace humo.
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