Huellas de un mundo
Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos", escribió Borges. El ensayista Sergio Cueto parafraseó: "Tal vez se acepte que todos los hombres son o proustianos o kafkianos -a la hora de comer, de vestirse, de pasear, de leer, de hacer un chiste, de dormir o de permanecer en vela, de rezar-". Lorenza Foschini (Nápoles, 1949) apuntó que los proustianos, como ella, forman "un mundo dentro del mundo". Lo escribió en un libro hipnótico y magistral, de bella edición, llamado El abrigo de Proust , que conmoverá a todo lector proustiano hasta la exaltación, y a cualquier otro su intriga lo tendrá en vilo, salvo que lo develado no será el móvil de un crimen, sino el sinuoso itinerario de un objeto. La autora descubrió, al reconstruir los hechos reales, que "las cosas más comunes pueden revelar escenarios de inusitada pasión".
La historia comienza con otro proustiano eminente: Luchino Visconti, acaso el único cineasta que hubiera podido filmar sin desdoro su versión de À la recherche du temps perdu ( En busca del tiempo perdido ). El proyecto, inconcluso, existió. Visconti envió al vestuarista Piero Tosi a París en 1970 para preparar el rodaje. Cierto día Tosi, entrevistado por Foschini, le contó que por entonces no logró dar con testimonios válidos para el proyecto del film, hasta que conoció a un misterioso empresario de perfumes, un hombre rico de setenta años que le pareció un pajarraco nocturno y fantástico, suspendido entre aromas a lavanda y a violetas, que hablaba un francés anticuado y perfecto. También era un bibliófilo y un coleccionista exquisito. Se trataba de Jacques Guérin, el hombre gracias a quien los trece cuadernos manuscritos originales de la gran novela de Marcel Proust se salvaron de la hoguera.
Guérin le confesó a Tosi que en 1929 había sido atendido por el doctor Robert Proust, prestigioso cirujano y hermano de Marcel. Así pudo ver por primera vez las reliquias: los manuscritos de escritura angulosa y abigarrada, la gran mesa Segundo Imperio y la biblioteca. Hacía siete años que su primitivo poseedor había muerto, poco después de haberle dicho a su criada Céleste, una tarde de primavera de 1922: "Esta noche escribí la palabra fin. ¡Ya me puedo morir!".
Desde que vio esos objetos, Guérin se obsesionó. Se hizo amigo de la familia, frecuentó a sus conocidos y a lo largo de los años adquirió manuscritos, documentos y logró reconstruir todo el mobiliario de la habitación en la cual fue escrita, noche tras noche, la Recherche . Ese día, como si lo arrancara del abismo del tiempo, Guérin buscó una caja atada con un hilo, la abrió y sacó de ella, raído y descolorido, ese abrigo de lana gris oscuro, con forro y cuello de piel de nutria, que Proust había usado durante tantos años, cuando lo veían atravesando el Ritz, lívido y con los ojos "cercados por una sombra oscura como el carbón" -como decía Cocteau-, el legendario abrigo que echaba sobre la cama donde escribía en el cuarto de la rue Hamelin. "Monsieur -dijo Tosi-, ¿cómo consiguió este abrigo?". El resumen de esa historia inverosímil fue lo que Tosi le relató a Foschini.
Como si fuera a la vez el cuento maravilloso de la busca de un tesoro mágico y una novela de detectives, la narradora reconstruye minuciosamente, con un asombro terso y como encantado por sus hallazgos, ese relato que incluye varias tramas y mundos sociales; los años de Proust y los de su hermano; la vida misma de Guérin; los secretos revelados a medida que los objetos se descubren; el laberinto de los amores y los amantes y el odio larvado y los malentendidos y las revanchas silenciosas; las cartas, las citas y las fotografías. O esos momentos en los cuales todo pende de un hilo frente al total olvido, como ese instante vertiginoso en el cual una cuñada destructora da la orden de quemar esos "paperassouilles" , esos papeluchos que habían sido las notas, las cuartillas, las cartas, los apuntes del genio aborrecido que en aquellos libros memorables, según su modesto entender de dama indigna, "sólo escribió mentiras".
En el final del notable postfacio, el preciso traductor, Hugo Beccacece, afirma que esta fábula nos permite comprender cómo "cada uno de nosotros, aferrado a sus propios fetiches, se da valor para avanzar, abrigado por un espejismo, hacia la oscuridad". Lo más valioso del libro de Lorenza Foschini acaso sea, como diría Francis Ponge, estar de parte de las cosas. Ver allí las huellas de un mundo desaparecido como un testimonio concreto, una traza del tiempo que se torna presente cuando retorna al mundo de su futuro, antes de volverse desecho. Las cosas que, como escribió Proust, "liberadas por nosotros, han vencido a la muerte y vuelven a vivir con nosotros". El héroe de esa epopeya de lo diminuto es el coleccionista, que preserva el recuerdo en sus formas materiales; su historiadora y celebrante lo idealiza y lo repite; mientras el gran narrador del tiempo perdido, también a través de esos objetos, vive y escribe para siempre.
El abrigo de Proust
Por Llorenza foschini
Impedimenta
Trad.: Hugo Beccacece
142 páginas
$ 228
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