Homenaje al maestro
El reconocido hispanista argentino falleció a comienzos de enero en Nueva York. Alberto Manguel lo recuerda como el brillante profesor del Colegio Nacional de Buenos Aires que enseñaba a sus alumnos mucho más que la extraordinaria riqueza de la literatura española
E n Nueva York, a los ochenta años, ha muerto el profesor Isaías Lerner. Desde 1978, enseñaba literatura española en el Graduate Center de la City University, donde fue nombrado Distinguished Professor en 1999. Publicó admirables ediciones críticas del Quijote (con Celina Sabor de Cortazar), de la Silva de varia lección de Pedro Mexía, de La Araucana de Ercilla y de la extraña Miscelánea Antártica de Miguel Cabello Valboa, su última empresa. Pero antes de su brillante carrera académica, de 1956 a 1966 fue profesor de literatura española en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Allí fue mi fortuna conocerlo cuando yo acababa de cumplir catorce años.
En la adolescencia somos únicos; en la edad madura nos damos cuenta de que ese ser singular del que hablamos altivamente en la primera persona es en realidad un calidoscopio compuesto de muchos otros seres que menor o mayormente nos definen. Reconocer esas identidades reflejadas o aprendidas es una de las tareas (y consuelos) de la vejez: saber que ciertos personajes que ya no están existen todavía en nosotros, como nosotros seguiremos existiendo en alguien en quien quizás no sospechamos nuestra influencia. Ahora, casi cumplidos los 65 años, sé que una parte esencial de quien soy proviene del profesor Lerner.
Durante los primeros años de colegio, el ambicioso programa decretaba que recorriésemos la literatura española desde sus orígenes hasta mediados del siglo XX. Lerner, con la economía de la inteligencia, nos guió a través de dos obras: La Celestina y el poemario de Garcilaso. Línea por línea, palabra por palabra, entramos con él en un universo asombrosamente rico: un mundo vivo, de intrigas familiares, aventuras eróticas y conflictos políticos que, sin saberlo aún nosotros, reflejaba y anticipaba el nuestro. La gran literatura es siempre contemporánea. Sin insistir en ello, Lerner nos hizo saber que las preguntas que surgían a lo largo de las detenidas lecturas en clase no eran fundamentalmente distintas de las que empezábamos a formular nosotros acerca de nuestros familiares, nuestros amigos, nuestros amores, nuestro implacable y desafortunado país. Lerner nos enseñó a preguntarnos (tal como hacen al fin y al cabo los protagonistas de la ficción) quiénes éramos bajo la piel que mostrábamos al mundo. Sus clases eran lecciones de identidad.
Cuando durante mi último año en el colegio, en 1966, los militares intervinieron la universidad, Lerner y quince otros profesores protestaron alguna medida arbitraria de las supuestas autoridades, y fueron despedidos. Su reemplazante, un burócrata de pocas luces, lo acusó de habernos instruido en "teorías marxistas." Para poder continuar su vida profesional, Lerner se exilió en los Estados Unidos con su mujer, la filóloga Lía Schwartz.
Lerner nos había mostrado que la literatura era memoria que servía para entender nuestro presente. La burocracia oficial, que tiene pavor de la memoria, publicó en 1995 un ostentoso volumen sobre el Colegio Nacional de Buenos Aires, en el que no hay mención alguna de los años de intervención militar, de los alumnos asesinados, de los profesores perseguidos. Ojalá que un futuro volumen corrija esta ausencia infame.
Lerner entendió algo fundamental en la enseñanza. El profesor puede hacer descubrir a los alumnos territorios por ellos desconocidos, brindarles informaciones técnicas, ayudarlos a establecer para sí mismos una disciplina intelectual pero, por sobre todo, debe crear para ellos un espacio de libertad mental en el cual puedan adiestrar su imaginación y su razonamiento, un lugar en el que puedan aprender a pensar.
En clase, Lerner nos deslumbraba. Un adolescente descubre rápidamente las deficiencias de un profesor y no tiene compasión alguna ante la charlatanería. Admira en cambio la inteligencia, el humor, y por sobre todo, la honestidad, todas cualidades que eran las de Lerner. Una más: el respeto. Lerner nos respetaba. Las clases tenían lugar en una atmósfera de respeto mutuo, y tanto las carcajadas como las graves sentencias filosóficas (los adolescentes tienden a la gravedad) eran siempre amables, bien intencionadas, nunca mezquinas o humillantes. Décadas más tarde, cuando volvimos a vernos, y a pesar de la dificultad que sentí en llamarlo ahora "Isaías" y no "Profesor Lerner", descubrí que aquellas cualidades seguían imperturbables.
Hannah Arendt dice que la cultura es "la formación de la atención". Lerner nos ayudó a formar esa atención necesaria. Y si hoy puedo imaginar, razonar, actuar de modo menos torpe o injusto, sé que es en gran medida gracias a él. Y desde esta orilla, quiero decirle mi afecto, mi admiración y mi gratitud.
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