Historias contadas dos veces
Borges fue un maestro en el arte de escribir una historia de nuevo
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Lo que en música y arte contemporáneo suele llamarse sampleo o apropiación, en literatura se denomina plagio y puede acabar con la carrera de un autor. No me refiero a las citas o la intertextualidad, sino a hacer pasar por propio el trabajo ajeno. Todos sabemos que hay algo llamado tradición y que la originalidad no existe. Solo que hay maneras y maneras de rendirle tributo a un autor admirado. Abelardo Castillo apoyaba abiertamente este tipo de homenajes: “Si un cuento ajeno le gusta mucho, escríbalo otra vez usted mismo: existen ejemplos ilustres”. Pero en privado agregaba que la condición era que el resultado fuera al menos tan bueno como el relato que había servido como modelo. Él mismo lo hizo, aunque de casualidad, cuando sin haber leído antes “El perseguidor” de Julio Cortázar escribió la versión criolla de aquel relato magistral, titulada “Noche para el negro Griffiths”.
El propio Cortázar, después de un accidente que casi le cuesta la vida en abril de 1953, aprovechó el modelo de planos superpuestos que le proponía uno de los mejores cuentos de Borges (“El Sur”, publicado apenas unos meses antes) para narrar su propia internación, una sucesión infernal de agujas, dolores y pesadillas derivada de una septicemia. Ese relato se llamó “La noche boca arriba”, y nadie puede dejar de notar las similitudes que existen entre el personaje de Cortázar, que acabará su aventura sacrificado en un altar, y el Juan Dahlmann de Borges, que empuña con firmeza aquel cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.
Borges fue un maestro en el arte de escribir una historia de nuevo: imaginó versiones propias para los relatos de Las mil y una noches, un autor alternativo para El Quijote y hasta un nuevo final para el Martín Fierro. Fue incluso más lejos y en 1970 publicó “Historia de Rosendo Juárez”, que le daba una vuelta de tuerca al primer cuento que había publicado, “Hombre de la esquina rosada”, de 1935. También, hay que decirlo, sabía ocultar sus inspiraciones. En 1943 escribió un texto inolvidable, “El milagro secreto”. El punto de partida es exactamente el mismo que el de “El puente sobre el Río del Búho”, un relato de Ambrose Bierce de 1890: dos personajes cuya muerte queda en suspenso. Borges tomó un relato magistral sobre la Guerra de Secesión y lo mejoró, transformándolo en una una reflexión metafísica sobre la creación en medio del horror nazi de la Segunda Guerra Mundial. Solo le faltó citar la fuente.
Ahora que lo pienso tal vez no sería mala idea publicar una antología de relatos contados dos veces. La versión original seguida del homenaje. El libro podría cerrar con esta historia de borrachos ilustres. En el otoño boreal de 1973 coincidieron en la Universidad de Iowa, para dar clases de escritura, John Cheever (un maestro del cuento, estragado por la bebida) y Raymond Carver (un joven que tardaría aún tres años en publicar su primer libro, aunque a fines de aquella década se convertiría en una celebridad literaria). Se suponía que estaban allí para pasar un semestre de tranquilidad que les permitiera trabajar sin alteraciones. Pero los dos eran alcohólicos y, según recuerda Carver, ni siquiera llegaron a quitarle las fundas a sus máquinas de escribir. Apenas amanecía, dos veces por semana, iban en el auto de Carver hasta la tienda a llenar el baúl de botellas para encerrarse a beber en la habitación de Cheever. Carver sentía una enorme admiración por Cheever y al año siguiente escribió “Bolsas”, la historia del vergonzante reencuentro de un hijo con su padre, que puede leerse como una versión superadora de “Reunión”, un cuento de Cheever publicado en 1962. Las influencias no solo producen angustia: asimiladas con honestidad y dedicación funcionan como vectores de nuevas ideas. Es la diferencia que existe entre crear algo a partir de una plataforma dada y saquear.
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