Hay que salvar el chocolate
Hoy vengo acá con una queja. Y es que tengo un enojo atragantado. Qué desgracia. Yo estoy a favor de lo nuevo, siempre. Quiero innovar. Miro películas que no entiendo, me pongo a escuchar canciones de Trueno aunque prefiero Oasis, dejo de usar tanto queso rallado y a los ñoquis les pongo rawmeson, pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Y hay cosas que no pueden cambiar porque se rompen. No existe el cigarrillo saludable. No hay zapatos de taco aguja cómodos. El bife de chorizo no baja el colesterol. El chocolate es dulce. Entonces, ¿qué es esta moda de ponerle al chocolate oliva, pimienta o sal? No es una ensalada. ¿Desde cuándo se le dice chocolate a una tableta 85 por ciento de cacao? ¿Por qué hay que cambiar todo?
La esencia del chocolate es que como alimento no sirve para nada. No es algo que el cuerpo necesite. Ningún médico va a recibir a un paciente y decirle “escuche, acá tengo los resultados del análisis de sangre, tiene muy bajos los niveles de chocolate, tenemos que corregirlos, le voy a dar una pastilla”. Nadie receta chocolate. El chocolate (que se hace a partir de semillas de cacao, que viene de un árbol que crece en una estrecha franja alrededor del Ecuador) y el deleite se escriben de distintas maneras pero significan lo mismo. No hay separación. Si no hay regocijo, no es chocolate. El chocolate (cuya receta implica secar semillas de cacao, tostarlas, fermentarlas, industrializarlas, sumarles vainilla, canela, azúcar, leche) es una caricia que una persona se hace. ¿Quién le pone sal a un mimo? El chocolate tiene mucho que ver con la victoria. Eso, es un triunfo. Lo que pasa en el cuerpo lo confirma. El chocolate (que tiene proteínas, flavonoides, teobromina, cafeína) estimula las endorfinas y activa los receptores cerebrales que provocan placer. Quien quiera puede sentirse la reina Cleopatra con solo comer dos Milka aireados o una bolsita de bombones de Rapa Nui. Sí, el chocolate (nombre que viene de la palabra xocoatl, en la macrolengua náhuatl “agua amarga”) enaltece. Y un grano de pimienta provoca lo contrario. El chocolate (que antes estaba destinado a las clases privilegiadas) se huele y ya se siente porque eso también hace, altera la lógica. El chocolate (cuya industria tiene denuncias por explotación infantil en África) nació para eso, para el éxtasis. El chocolate (que es artificial y engorda y llena las caras de granos, los dientes de caries, y causa hipertensión arterial y diabetes) tiene también algo del ritmo de la vida; una vez que se come se precisa más; es como un virus o un hongo que crece y que de tan perfecto tiene mucho de maligno.
El otro día fui a cenar a un restaurante y me pedí el postre de chocolate. La carta no decía más. Decía postre de chocolate. Era una perla pero grande, algo rugosa, entre agujereada, como las cosas que se encuentran en la playa. El color era lindo y llevaba por encima, delicada, una oblea larga de avellanas con las capas correctas. Seca húmeda, seca húmeda, seca húmeda. Pero cuando tomé la cuchara para dar comienzo a eso que pasa cuando tengo chocolate enfrente hubiera podido incendiar el lugar solo con la rabia que se me salía por la mirada. No era chocolate lo que pasaba. Era algo entre amargo y seco, neutro, completamente olvidable. Moderno. No hubo gloria tras el bocado, tampoco escozor o esa idea de que sí, la vida es tremenda, qué ganas de no despertar a diario pero al menos esto. Al menos una barrita de chocolate con leche. No. Esto era un relato. La carta decía chocolate para que el comensal leyera chocolate y pensara en chocolate, pero el chocolate no se construye de ese modo. No. El chocolate es verbo intransitivo. No precisa más. En cambio este postre, por favor, lo tuve que dejar por la mitad.
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